Entrada decimoquinta (Los ardides de la prosa):   

         Aquel hipotético camión al que aludimos en la entrada sexta, ya ha recorrido desde entonces una accidentada travesía. Aunque lo he detenido en más de una ocasión para agarrar la pala y restituir la carga perdida en salidas de pista, curvas de ballesta, atajos abundados de pedruscos y roderas o en esas veces en que lo he puesto a volar como aquel viejo Chitty Chitty Bang Bang, no ha sido necesario volver a mencionarlo y he realizado mi trabajo de mecánico, de peón de albañil o caminero o de estibador, según el caso, sin hacerlo notar. Lo que pasa es que al atravesar, como lo estamos haciendo, los terrenos cenagosos de las confidencias y de las asunciones, sí me parece necesario, no solo aparcarle en una orilla de este camino para reponer lo extraviado, sino además pegar con usted un poco la hebra para que sepa con quién está tratando y reconozca algunos efectos ópticos que con la prosa se pueden realizar. Así que nos sentaremos los dos en esas piedras de ahí y, para que no se nos haga fatigoso, compartiremos el contenido de mi tartera –que esta mañana contiene unos tasajos secos de merluza rebozada- y unos buches del vino peleón de la tierra de mi patria chica, ligeramente abocado. Luego, nos fumaremos un purito tranquilos antes de que me lleve de una oreja, como a un niño llorón el primer día de escuela, hasta el umbral del plató de Saber y Ganar. Y todo esto lo más sucintamente que pueda, que la horizontalidad empieza a convertirse en un toque de corneta más apremiante que el de diana.

EfectoOptico

Efecto óptico: Si sus ojos siguen el movimiento del punto rotativo rosado, solo verá un color: rosado. Si su mirada se detiene en la cruz negra del centro, el punto rotativo se vuelve verde. Si se concentra en esa cruz, después de un breve periodo de tiempo, todos los puntos rosados desaparecen y solo verá un único punto verde girando. Es asombroso como nuestro cerebro trabaja. En realidad no hay ningún punto verde, y los puntos rosados no desaparecen... No siempre vemos lo que creemos ver...

        No se deje usted engañar, ni por mi ni por nadie. Cuando se disponga a leer un escrito en el que un autor habla sobre sí mismo, aunque sea regular, póngase en guardia porque, la mayoría de las veces, va a ser usted víctima de un juego de prestidigitación. Un escritor, por lo general y, en particular, el teorizador desde el yo o desde el uno indeterminado, por ser suave, es un hombre vanidoso, cuando no, soberbio, y, las más de las veces, desorientado por egotismo; un hombre que tiene aberrado el sentido del verdadero lugar que él y su vida y sus certezas ocupan en este mundo de Dios en el que le ha tocado nacer, y que antepone, explica y pregona conceptos universales desde su única sensibilidad. Y esto, es algo que sería legítimo si ese autor fuera radicalmente honesto con ese sentimiento. Radicalmente, enfatizo, y no se aprovechara, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, para soslayar sus sombras menudas –o colosales- o para cebar sus virtudes y, sobre todo, si no tratara, a la vez, de autoerigirse como la medida del mundo.

Es verdad que cuando alguien –como es el caso de este cronista-, abre una ventana de su casa y descorre cortinas  y permite, con esos actos, que aquellos que pasean por delante puedan observar el interior de su comedor, de su cocina o incluso de su dormitorio o de su cuarto de baño, parecería que el protagonismo, entonces, se lo cede a los observadores –a usted- y lo observado es un mero objeto pasivo. Pero esto es un truco ordinario. Tanto autores autobiográficos, como diaristas, como los blogueros del alma, como en muchas de “Mis memorias” o, yo, Giorgi, autor de estas entradas, la verdad es que escribimos o exponemos por y para nosotros mismos y si en algún caso es para un tercero, se trata de alguien a quien el autor considera con más enjundia, importancia o poder que el que usted o yo específicamente podamos tener, digamos por ejemplo, para la Fama, para el Poder, para la Riqueza, para el Acicalamiento ante la Historia, o, mismamente, para la bruja Posteridad, tan hechicera ella; cuando no más familiarmente, para el Padre Distante o para la Mujer Tierna o el Hombre Sometido; y lo que realmente le mostramos a usted de nosotros, casi siempre, es atrezzo o un efecto escénico o un embeleco que enmascara la autenticidad. Sálvense honrosas excepciones y unos cuantos poetas; es decir, sálvese quien pueda.

 ¿Por qué lo hacen –hacemos-? No hay misterio. Unos buscan satisfacer egos, otros por exhibicionismo, otros para conquistar los fantasmas infantiles, los complejos, los traumas diversos –el verbo ahuyentar es el preferido cuando explican el asunto-. Pero se hace de manera que también se intenta engatusar a los lectores o hacer acólitos. Finalmente, habría que autoanalizar si el resultado conseguido por muchos de nosotros es, por encima de todo, continuar ocultándonos alguna verdad dolida, creyendo que escribir algunos avatares o situaciones de nuestra vida de forma sazonada para enmascarar su verdadero sabor -cuando no adulterarlo zafiamente- y, luego, colocándole a usted al otro lado para que nos escuche o lea lo que escribimos, podamos con ello olvidar o dejar enterrados nuestros trapos no muy limpios o los verdaderos motivos que nos guían en la vida o las consecuencias amargas de pasados comportamientos; y, sea como sea la forma, incluso encubiertamente, terminamos por pintarnos mejores, más héroes, altruistas, inteligentes, sinceros, simpáticos o desinteresados. Y, muchas veces, damos un buen rodeo para que quede lejos la visión o el olor de alguna acequia fecal de nuestro interior o de nuestro pasado o un patio lleno de juguetes y sueños rotos. Al final, todo lo hacemos para nosotros mismos y usted, la opinión pública, nuestros incondicionales o, incluso, esa Posteridad, no son más que interlocutores necesarios, personajes, sí, imprescindibles, pero el verdadero divo, halagado y al que se busca satisfacer o recomponer por encima de todo es nuestro ombligo, por activa o por pasiva, ya me comprende.

MontajeMismemorias

Bien, como hechos son amores y no buenas razones, vamos a echar un vistazo a lo que de mí he delatado y admitido en las últimas entradas en las que parece que me he pintado un poco botarate, con trazos absurdos y un poco ridículo manejado por las circunstancias. También admití algún defecto de carácter. Nos centramos en estas últimas entradas porque no podemos recorrer las catorce escritas, no nos daría el resuello de esta crónica y porque, si le interesa el asunto, también puede laborar usted un poquito, ¿no le parece?

Tómese usted un traguito de vino antes de seguir, hombre, que esta pescadilla deja un poco reseca la garganta. Muy bien, ¿sigo? Vale. Dos razones poderosas me han impulsado a incorporar esas entradas referidas a la víspera y a contarlas –en tono y contenido- como las he contado, con prolijo detalle -y sin inventar nada- y con un toque de humor acerca de mí mismo. La primera de ellas creo que ya se ha explicado: Relativizar la importancia como seres humanos de nuestros errores y desvaríos someros; admitir que nuestra precariedad, soledad, indefensión, desorientación es consustancial a nuestra naturaleza y que no pasa nada no previsto. Admitir la posibilidad de que exista una matemática que ponga en relación a todos los que componemos el Universo y que sus números se pueden oír. Y que tenemos armas para llegar satisfechos y dignos hasta la visita de la Parca –ojo, y antes a otras cosas, no me jorobes, Giorgi-. Confianza, humor, ojo avizor, mente abierta, mirada mejorable, asunción y valentía. Y no sobra saber reconocerlo y darnos un poquito más a los demás; y sí estorban los alardes banales y el exceso de egoísmo. No sé qué he conseguido plasmar de todo esto. Quizá nada. No importa, lo intenté como supe. Y la segunda razón es más personal y explica también la materia de esas últimas entradas pero principalmente, su tono. La razón que digo es que necesitaba fermentar un caldo de cultivo determinado; crear un ambiente que justificara mi fracaso en el concurso y minorizara su efecto; que disimulara mi impericia, mi atrevimiento inconsciente, mi vanidad abofeteada. En esto, Freddie me ha ayudado mucho porque ha sido la guinda perfecta al pastel de las excusas. Yo sé que, sin aquel alarmante olvido de Queen, habría llegado con mucha dificultad a superar un par de programas a lo sumo, aunque sí quiero creer que, al menos, no me hubiese ido con las manos en los bolsillos vacíos y con los pulgares metidos en sus agujeros. Pero nada más. Y esa cortina de humo sí creo haberla propagado con suficiencia y, ahora confío en rentabilizar su efecto. Espero de todo este artificio, con esa víspera de presagios, que cuando comience aquí el tunda-tunda de las preguntas con las que me masacraron, y usted vea mi cara de Asfaltandocartón y no me oiga responder casi nada, solo abrir la boca estupefacto por lo que me estaba sucediendo y note mis deseos de huir como una rata sorprendida por una linterna, me conforte con un ¡Pobre Giorgi! ¡Qué mala suerte tuvo y qué mal día ése para estar concursando!, y que –como yo vertí en más de una ocasión sobre algún patético concursante (de lo cual me arrepiento y pido el perdón público desde aquí)- no le oiga espetar: ¡Vaya paquete de tío! ¿No le dará vergüenza? ¡Extendiendo asfalto en Murcia el día de santo Tomás a esta hora, le mandaba yo! Así que, si eso estuviera conseguido, ya tendríamos el cuarto pie del gato del porqué conté lo que conté y como lo conté, la razón real de mis famosas “confidencias y asunciones”.

   Como pasa en casi todos los razonamientos que deslizo en estas entradas, parece que siempre hay algo más que se me queda en la trastienda y que, finalmente, tengo que sacar a la luz. No tengo remedio. ¿Otro buchito, señora, caballero? Para escribir esas revelaciones sobre la víspera, he jugado con una baraja con algunas cartas marcadas: ustedes. Después de ocho meses de escribir esta crónica, a cada nueva entrada se acercan a ella, más o menos, unas cincuenta personas. La primera entrada, que tiene un acceso directo desde la presentación de mi página fragmentos de libros (que dicho sea de paso, Google me ha desarraigado, sin conocer el porqué y sin saber enmendarlo), se  ha “pinchado” poco más de cuatrocientas veces que, evidentemente, significan un número mucho menor de ustedes. No somos muchos aunque, para mí (¡qué voy a decir yo!), únicos, admirables, de paciencia inagotable –aunque algo silentes para mi sensibilidad-. Según como yo lo veo, este hecho no habla mal de lo que aquí se va escribiendo porque considero sin falsa modestia –esté bien o mal, guste o no guste- que mantiene su prurito de altura, la mía, la que yo puedo alcanzar que, desde luego no es excelsa pero sí exigente. Y eso me tiene convencido de que usted es una persona inteligente y sensible. También más cosas ensalzables, pero no es el momento de dorarle la píldora. Y eso me ha llevado a atreverme a tensar un poco más la cuerda de lo que de mí contaba y a considerar que usted no se iba a quedar en la superficie y que iba a llegar un poco más allá de lo leído. Por ejemplo. Ese “defecto de carácter” al que aludí es un señuelo porque, si usted lee bien o lo entiende bien, yo, en el fondo, no lo considero así. ¿Que qué quiero decir? Que esa actitud de búsqueda contumaz de la estación de RENFE o en la terquedad, finalmente doblegada, por regresar andando a mi hotel, no constituyó ninguna improvisación y que, en mi fuero interno, no lo considero un simple “defecto” sino, de algún modo, una virtud. Aquella vez, salió mal y el intento quedó abortado. Pero esa actitud vital, no siempre acaba en fracaso y son bastantes las veces que me ha dado, ante determinadas circunstancias, buenos e inusitados resultados. Sinceramente, creo que es mejor atreverse a intentar que la inacción, que aceptar lo usual y más cómodo. Se aprenden, además, muchas cosas de esos intentos. Y aunque, como en este caso, fuera fallido, al menos constituyó la prueba de contraste que evidenció el curare paralizante que me amodorró el cerebro. Aunque, ¡Dios no lo haya querido!, espero que no fuera la cerbatana de ese empecinamiento el que me lo inoculó.

Bueno, ahora, al lío, que ya me he merendado más de la mitad del espacio de esta entrada y sigo dando vueltas en la cama, dándole vueltas al asunto. Giros sincrónicos en el Universo, donde, además la Tierra… Vale ya, Giorgi, y la Galaxia, ya lo sé, sáltate ésto, por favor. Vale. Como usted ya puede suponer, después de aquella funesta hora, las cinco y diez, ya no pude regresar al breve sueño de aquella noche, aunque lo intenté hasta que una luz azul (qué palíndromo más bonito, ¿verdad?) comenzó a contornear los objetos reales de la habitación, aquellos que no eran producto del torbellino de mi mente. Cuando esa luz aumentó lo suficiente su luminosidad para tornar al gris, borré de golpe todas las imágenes danzantes de mi cerebro, y di un salto decidido de la cama, me acerqué a la ventana, subí la persiana hasta su límite y saludé a la mañana con el ánimo del que quiere armonizarse desde muy pronto con ese día que comenzaba y que consideraba tan crucial…. Pero ¡ay!, al edificio de TVE no se lo había llevado ningún hechizo nocturno y seguía allí enfrente y, además, ya sí que sí, de todas todas, esperándome en un par de horas, y esto dejó caer una gotita de plomo en el ánimo que yo trataba de elevarme…

Le aseguro que cuando yo me “pongo las pilas” como se suele decir, soy bastante expeditivo y no me dijo vencer por el desánimo tan fácilmente. Cuando bajé aquella mañana al desayuno, con mis abluciones y ejercicios realizados, potenciados por unos cuantos ¡vamos, Giorgi, que tú puedes! ante al espejo, como mandan los cánones de autoayuda al uso, lo hice con un espíritu que intentaba ser renovado, lejos de la languidez con la que había acabado el día anterior. Intenté que los estragos de la noche febril quedaran camuflados con un trabajillo de chapa y pintura y sus efectos sicológicos arrinconados en alguna circunvalación muerta del cerebro. También logré desdeñar la importancia simbólica de la resistencia de Queen para aflorar a mi memoria, ¡ya recordaría! Así que, al desayuno, recauchutado sí que bajé. Además, en el comedor pintaba bien. Abundaba sorprendentemente la concurrencia en comparación con los cuatro gatos solitarios de la mustia cena del día anterior. Había animación, voces altas, apretones de mano, palmaditas en la espalda, sonrisas y parecía que esa DesayunoHotelconcurrencia había traído mucha luz al hotel. No comprendía de dónde había salido toda aquella gente, pero me incorporé como uno más a las idas y venidas continuas desde las mesas hasta los tanques cromados y las jarras de zumos, cafés, leches y cacaos y a las vitrinas y bandejas de la fruta, la bollería, los huevos, los quesos, los fiambres –al del jamoncito, riquísimo, yo le visité mucho ya que me había decidido por un almuerzo rico en sodio en vez de la manteca-. Así que me mimeticé con el entorno para simular que era uno de ellos, que había llegado en el primer AVE de ese lunes o en el puente aéreo para asistir a una reunión importante en cualquiera de las empresas con sede en aquel polígono. Como lo he hecho muchas veces en el pasado y a pesar de mi atuendo cómodo de cliente del hotel recién duchado, sabía realizar poses y ademanes de señor con un cargo de responsabilidad y me sabía acercar a las vitrinas y bandejas con un desenfado mundano bien aprendido. Pero si alguien hubiese clavado su atención en mí, enseguida me habría desenmascarado como un intruso, porque los gestos y actos de aquellas personas, aunque fuera de forma artificiosa, parecían francos y yo, sin embargo, no saludaba a nadie, me demoraba dubitativo (¿era The Cure? No, The Cure, tampoco) ante las bandejas al perder el hilo de lo que había ido a poner en mi platillo y, sobre todo, que, algo ansioso, miraba mucho de reojillo. Claro, buscaba –otra vez, como la noche anterior- al grupo de compañeros-concursantes; y con el mismo método: en primer lugar, por posibles caras conocidas y como éstas no se encontraban, después, a boleo, por número, trazas y actitud. Pero nada. Pasó el tiempo. Me trasegué tres cafés, unos cuantos quesos, en cuña, en lonchas, untados… y un platillo colmado de jamón del bueno con su pan blanco con mantequilla. Pero el comedor se fue diezmando y… nada. Cuando fue evidente la inutilidad de la espera y la infructuosidad de las pesquisas soterradas –no sé, ahora, a qué vino tanto disimulo-,  se me comenzó a desarreglar el ánimo al que le hacía falta muy poco trote para perder las grapas. Además de lo que usted conoce, pasaba algo más. Desde la despedida con mi chófer, nadie del programa se había puesto en contacto conmigo; así que ni yo, ni nadie en la recepción a quien pregunté, conocíamos a ciencia cierta ni la hora de comienzo de las grabaciones, ni si venía alguien a buscarnos para ayudarnos a cruzar la carretera y traspasar las balizas vigiladas desde mis ponderadas garitas y conducirnos hasta donde fuera que se iba a producir la grabación del concurso. Y, claro, ni mucho menos la hora aproximada en la que yo tenía que presentarme para el desplume. Es decir, que no sabía qué hacer ni dónde ponerme, así que…

Pero, aún antes de descomponerme del todo, intenté racionalizar y fue ésa la última ocasión de ese día en que lo conseguí medianamente. La convocatoria que yo había recibido me invitaba a estar a primera hora en el hotel AC de San Cugat, digamos, a las nueve. Cuando acabé ese desayuno excesivo, ya habían dado esas nueve. Debo agradecer aquí el haber llegado el día anterior a Barcelona, que fue una cortesía de la productora de Saber y Ganar, porque me evitó el madrugón de viajar desde Madrid en uno de los primeros AVE,s de ese lunes. Por esto deduje que, lo más probable,  era que yo fuera uno de los reservas para entrar a concurso tras alguna eliminación. Aunque razonable, era una conjetura porque desconocía su dinámica cierta. Lo mejor, Giorgi –me dije-, es que esperes, ya compuesto y con tu hatillo, sentado en el hall del hotel y que lo que tenga que ser, será. Así que, subí a mi habitación, y mientras rellenaba mi pequeño petate -no puedo decirle lo que introduje en él, es confidencial, ya sabe, el compromiso firmado- tenía la sensación como si me estuviera preparando para realizar un viaje muy, muy largo, a un mundo desconocido. Un último lavado de cara, una micción irrisoria, descubrir una motita de pavor en la mirada que me devolvió el espejo del baño y poco más. Desistí finalmente de cargar con el portátil –un trasto inútil hubiese sido aquel día- y me encomendé a mis lares. Dejé para el final un último pero importante detalle al que le había dado ya unas cuantas vueltas: el cómo iba a salir vestido en la televisión, al menos, esa primera vez y, quizás –como sucedió-, única. Como creo que ya puede inferir por lo que lleva leído, yo considero significativos Mercurioalgunos aspectos de la realidad que para muchos son intrascendentes, como es el que, para mí, sí fuera muy importante el color con el que iba a vestirme para el concurso. Tenía dudas entre tonos de amarillo –un guiño a Mercurio, el Dios de los ladrones, del comercio, pero también, el Mensajero de los Dioses, garante de la rapidez mental- o tonos malvas-granate, más serios, convocantes de otras potencialidades menos rápidas pero más profundas y personales que no vienen al caso ahora explicar ahora. También estuve vigilante con lo que creo está la mayoría de los que van a aparecer por primera vez en la televisión, como es evitar a toda costa, que, por un descuido imperdonable, aparezcas en la pantalla con una falta en la indumentaria que en otras circunstancias no resultaría tan importante; por ejemplo con un lamparón, un descosido apreciable, que te falte algún botón en la camisa o que los hayas abrochado mal pareados, en ojales equivocados. ¡Ah! ¡La imagen! Cuando me creí dispuesto, grité algo a modo de Kimé en el espejo, salí, cerré la puerta con cuidado y bajé al hall. Se habia vaciado mucho en media hora. Entre el ruído de fondo del comedor donde se recogían los restos del desayuno, algunos empleados del hotel iban y venían. Aparte de éstos, solo me fijé en un señor con traje oscuro sentado en la zona Wifi y concentrado en su portátil y, en uno de los sofás del rincón, se sentaba una señora muy delgada que leía una revista con las piernas cruzadas. Me hundí en un sillón de muelles flácidos y deposité mi móvil sobre la mesa, muy a la vista. Luego intenté reconcentrarme. Imposible. Me picaba aquí y allá y me removía y me removía, pero, al móvil, no le quitaba ojo. Unos diez minutos después, sonó, 659 755 nnn. Marc Royo. Llamando.

- Hola, buenos días, Giorgi. Soy Marc-. Ya está -me dije-, llegó la hora. –Hola Marc, dime- Oye, Giorgi, ¿dónde estás? ¿Estás en el hotel? –Sí, estoy en el hall, no sabía que hacer. He preguntado por aquí pero nadie sabía nada. –Perdona, Giorgi, que no me haya puesto en contacto contigo antes. Mira, vente para acá. Al guardia de la garita le dices que vienes a Saber y Ganar y le das el nombre. Él tiene una lista. No hay problema. Y ya, cuando llegues a la puerta del edificio, te estará esperando una azafata que te explicará todo ¿De acuerdo? –Sí, de acuerdo Marc, gracias. Ahora mismo voy para allá. -De acuerdo, Giorgi, luego nos vemos.

¿Kiss? No, Kiss, tampoco, pero era algo así. ¿O no? Madre mía de mi alma y de mi corazón. Tiré mi mirada al suelo durante unos cuantos segundos. Respiré hondo y me levanté. Luego, agarré mi pequeño bulto y salí del hotel. La mañana me asaltó por sorpresa. Era una mañana preciosa. Templada, luminosa, limpia, de purísima y oro…

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Ent.  5   Un topo en TVE
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Ent.  7   La garita y su radio 
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Ent.12      Reelaborándose
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Ent.  21   Los retos de comodín
Ent   25   Beatriz, la del vólatil nombre (Prox)