Entrada novena (Los ciclos elípticos):   

      El recorrido completo de un día, ese giro axial de nuestro planeta sobre sí mismo que posibilita nuestra vida biológica, es un ejemplo preciso de ciclo dual y, quizás, elíptico. Moderna y desenfadadamente, oigo preconizar por los científicos que estos ciclos tienen alta probabilidad de ser resultados inerciales procedentes de un caos primigenio y que son como son y se manifiestan como se manifiestan fruto de una casualidad, principalmente cuando se refieren a la aparición de la vida en la Tierra. Y así, por esa causa y de ese modo, sin una razón superior que lo haya programado o lo dirija, se deberían explicar todos los procesos cíclicos completos de la Naturaleza o del Universo vivo. Cuesta trabajo creerlo, ¿verdad? Si fuera esto como nos dicen, tendríamos que incluir en el mismo saco todos aquellos que se nos ocurriera mencionar en el poco espacio que para ello nos concede esta entrada novena; desde el ciclo de Krebs, por ejemplo, o ese que se inicia con la eclosión de un minúsculo huevo y pasa por la metamorfosis de un gusano viscoso y urticante en una mariposa que se viste de gala para reproducirse y morir poco después de depositar otra vez un casi mismo huevo; o la propia Rueda del samsara; o hasta esa colosal y mareante migración de ida y vuelta de millones de herbívoros en el ecosistema del Serengeti-Mara. Pero pasa que los ñus, gacelas de Thomson y de Grant, cebras… se conducen como platos de pollo con almendras, wasabi, ensaladas de algas, tempuras variadas… sobrepuestos en una cadena automatizada y giratoria de autoservicio de algunos restaurantes japoneses; porque parece mismamente inventada para el abastecimiento y, por tanto, la supervivencia de sus depredadores. Y así, leones, guepardos, cocodrilos, hienas y otras especies dotadas de incisivos y caninos o picos curvos y afilados, se acomodan y esperan pacientemente, sin tener que moverse demasiado de sus taburetes, la aparición de esos platos con las manos lavadas, un cuchillo y un tenedor sujetos por ellas y la servilleta colgada del cuello de la camisa dispuestos para su sangriento banquete, y para, llegados los platos a la altura de sus áreas de caza o de cría, irse sirviendo de lo que les traen.

LeonescazandoCocodriloAtaca2Guepardo1Leonescazando2

 Sí, reconozco que es una representación contra-científica, pero yo no puedo evitar ser asaltado por ese escrúpulo cuando veo los documentales. Asumo que tengo que andar con pies de plomo porque esa aprensión se contrapone en lo primordial a lo que hemos escrito en el comienzo, y eso convierte la idea en inquietante y hasta en peligrosa. Sentir de ese modo utilitarista un fenómeno natural de tal magnitud y tan cadencioso como un péndulo, puede animarnos a dar un paso más allá y colegir de ello un sentido de existencia por finalidad y, luego, por comparaciones o paralelismos, en dos o tres saltos -¿qué razones que no se basen en la fe lo impediría?-, llegar hasta lucubrar, desde el mismo principio teórico, las propias razones de la existencia de la especie humana y preguntarnos si para ella hay también programada una finalidad subalterna –aunque nos duela-, incluso, nutricional para otros y superiores depredadores que ya no se alimentarían exactamente de carbono 12, ni de proteínas crudas ni del combustible mineral con el que se lubrican las glándulas, ni siquiera de la luz solar sintetizadora. ¿De qué, entonces, se nos ocurre? No sé, quizá de los frutos de la ira, o de los huevos podridos de la soberbia o de la avaricia o, quizás, de las vibraciones negras del odio. ¿No es válida esta idea ni para una digresión congruente? ¿Piensa usted que estamos en la cúspide de la cadena alimentaria del Universo? Mejor volvamos a San Cugat, que hace solecito.

Porque, y ya iba siendo hora, ahora estoy de pie a la puerta soleada del hotel AC San Cugat con mis dos sombras –la propia y la advenediza- en custodia de mi maleta nazarena mientras sigo con la mirada como la furgoneta, conducida deprisa por mi liberado chófer, da una vuelta completa a una rotonda desproporcionada y toma el sentido contrario al que nos trajo hasta aquí, de regreso a Barcelona. La veo, finalmente, alejarse entre reflejos dorados y empequeñecerse hasta que se deja caer tras un suave cambio de rasante y se convierte en un recuerdo más, una experiencia ya tan perdida y volátil como la de mi primer sonajero. A diferencia de la plaza de la estación de Sans, ahora soy el único ser humano visible en un espacio de 5000 metros cuadrados. Me he encendido el primer purito en horas que puedo degustar sin premuras. Tengo a mi espalda las puertas de vidrio oscuro del que deseo que sea mi hogar durante muchos días -¡Ay, ilusión, licor falaz fuente de desconsuelo!- Ante mis ojos se extiende en un plano ligeramente inclinado, como un gigantesco carguero elevado de proa por una ola poderosa, un espacio luminoso de formas geométricas puras. El círculo, a mi derecha, de infinitos verdes que levanta el sol del césped mojado, es la alfombra de esa enorme rotonda por donde comenzó su fuga al pasado mi furgoneta y que será –es- la confluencia de cuatro caminos que se abren como las cuatro patas de un artrópodo verde. Son avenidas anchas que serían también rectas si no tendieran a desviarse muy ligeramente hacia su derecha respectiva, una curvatura que produce en el conjunto el efecto singular de una cruz girando, el principio de movimiento que simboliza la esvástica dextrógira –la cruz gamada nazi- y en donde la misma glorieta constituiría el eje de giro. La  rotonda se adorna y se concentra en sí misma con un círculo interior de cipreses y pinos. Y en el centro del sistema, un árbol bíblico que simboliza la paz: un olivo. Y justo enfrente de mí, a unos escasos cien metros, interpretado ya entre la celosía de las volutas del tabaco como un destino huraño, un edificio que parece construido con las piezas poliédricas de un juego de Lego, culminado por un hexaedro naranja con letras blancas: Sí, es el Centro territorial de RTVE en San Cugat. Un escenario reblandecido por la duda, esa desconfianza que me va invadiendo causada por no sé que otra cosa que, sintiéndola, no consigo ver su rostro. 

HotelACMapa

- ¡Vaya, vaya! –me digo-. Así que esto era.

Pasan unos minutos y ese espacio tendido bajo el domingo y el sol está dormido. No ha cruzado ni un solo auto y las aceras se proyectan vacías hasta su extravío final entre los límites de los distintos planos; nadie se asoma a una ventana. Nadie llama a nadie. Nadie sabe que ya estoy aquí. Otro minuto. Fumo entre los arbolitos de hoja dura que adornan la entrada del hotel al lado de los mástiles donde cabecean cansinas cuatro banderas rojas, amarillas y azules: las barras y estrellas de greys distintas. Otro minuto; otro más. Nadie. Solo alguna nube blanca y abombada y mullida como un dulce de azúcar derretido, avanza indiferente hacia el mar. ¿Habrá gatos por aquí? –me pregunto-. Un poco más de humo, el último. Adelante. Arrojo diestramente con una toba infantil el resto del cigarrillo, agarro mi maleta y la ruedo hasta el interior del hotel. Está en penumbra –es un efecto de contraste aunque, es verdad, mis sombras se han disuelto- A la izquierda, un par de sofás y tres puertas. La doble y pesada de la escalera de emergencia y las de los dos ascensores. El de la derecha tiene las puertas abiertas hace ya un rato, el tiempo suficiente para que el que saliera de él se me escabullera. El contiguo, con un número 2 escrito con puntos de luz roja, está detenido en el piso segundo. El lobby es profundo, con un silencio de ermita. En su medio fondo, a la izquierda, veo un pedazo de barra cromada de un bar sin murmullos y sin movimiento y unos taburetes vacíos. Al fondo, aunque está velado en su mayor parte por una mampara tapizada de azul marino con grandes cuadros de grises, vislumbro dos o tres mesas montadas con mantelitos oscuros, servilletas en las copas y cubiertos limpios. No oigo el tintinear de vasos ni de cucharas, ni escucho las voces de comanda. –Me parece que aquí –pienso- podré leer andando, como en los claustros. A este lado de la mampara, en la parte derecha, hay colocadas siete u ocho mesas bajas laqueadas y flanqueadas por unas sillas funcionales rojas y negras. Free Wi-Fi, leo en algún sitio. Y más acá, justo a la derecha de mi inmovilidad perpleja, está la recepción. (Discúlpeme, por favor, si esta descripción se le ha podido hacer un poco larga y quizás aburridilla, aunque haya intentado esquematizarla sin perder la fidelidad del recuerdo. Pero busco en usted un efecto determinado que la justificaría: ¿Puede usted ser capaz de respondernos cuántas personas me encontré sentadas en la zona de encuentros y si el empleado de la recepción estaba ausente? Si sus respuestas son ninguna y que sí, que no había nadie en la recepción en ese momento, usted ha acertado y yo habría logrado transmitir cierto desamparo).

Me entretengo revolviendo los panfletillos satinados y coloristas que ponen en esos mostradores de los hoteles. La Sagrada Familia, el teleférico de Montjuich, un plano del barrio gótico, el zoo, compañías de taxis, el Güell y las ubres hinchadas del Casino y del modernismo. Hasta que una señorita que sale de una puerta interior de la recepción me da las buenas tardes en castellano.

- Buenas tardes –contesto-. Mire, vengo al concurso de Saber y Ganar. Las palabras me llenan toda la boca y la sonrisa me llega hasta las orejas, aunque no me he atrevido a subir y bajar varias veces las cejas ni a hacer una pose de pasarela que es lo que me pedía el cuerpo.

- Déjeme el DNI, por favor –me pide seria y profesionalmente-. Vale. Otra persona que sabe mucho de esto. Sí, ya sé, son dieciséis años de programa, pero también son milenios en los que siempre existen mujeres que tienen veinte años y a eso le llamamos el eterno femenino. Sé que mi volatín es fatuo, si se quiere, pero es que es una sensación muy placentera en esa víspera y también tiene algo de eterno porque todos los que nos va tocando representarla lo vivimos como si fuese única y nueva. Además, muchas cosas en la vida son así, los ellos existen siempre (la infancia, la primera vez,… la muerte) y lo que cambia somos las personas que vamos pasando por cada trance, ello es lo fijo y el individuo lo inconstante, ¿o no es así? En fin. Mi firma de viajero, los horarios de desayuno y de cena y la tarjeta llave de la habitación 101 en donde el acceso a la Wi-Fi no es “free” sino “of expensive payment”. Y olvidados queden mis alardes de volatinero.

lilithJohnCollier                  LaLunaNegra  

 Wikipedia: Lilith es una figura legendaria del folclore judío, de origen mesopotámico. Se la considera la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Según la leyenda (que no aparece en la Biblia), abandonó el Edén por propia iniciativa y se instaló junto al mar Rojo, uniéndose allí con Samael, que se convirtió en su amante, y con otros demonios. Más tarde, se convirtió en un demonio que rapta a los niños en sus cunas por la noche y se une a los hombres como un súcubo, engendrando hijos (los lilim) con el semen que los varones derraman involuntariamente cuando están durmiendo (polución nocturna). Se la representa con el aspecto de una mujer muy hermosa, con el pelo largo y rizado, generalmente rubia o pelirroja, y a veces alada. (A la izquierda Lilith, cuadro de John Collier. Arriba, esquema de la óbita lunar)

 Estamos a primeros de diciembre y son las cuatro menos cuarto de la tarde. La ventana de mi habitación mira hacia el complejo de RTVE como un objeto de culto. Mientras lo curioseo en conjunto, se me hace llamativo que la luz de la tarde no haya cambiado apenas desde mi llegada a Barcelona. Debe ser una característica de los ciclos elípticos –me digo- (Ya ve usted por dónde andaba). Es por eso que esta entrada comienza atreviéndose a insinuar que el del transcurso de un día pudiera ser de esa naturaleza. No deben de existir en el Universo muchos ciclos circulares porque casi todos los que conocemos son elípticos; y, como usted conoce, esto implica algo no tenido muy en cuenta pero que sí parece importante. Implica que, por la propia definición de la elipse, no existe en ellos un solo centro omnipotente alrededor del cual gira lo secundario; sino que, al menos, existen dos. Los llaman focos. Uno es físico, real, ponderable, pero, a la vez, hay un segundo centro inmaterial que lo contrarresta y que lo compone el punto confluente del total de las fuerzas que afectan al sistema-ciclo. Hay un ejemplo sencillo que si usted no lo conoce, le va a gustar y, además, no nos va a llevar muy lejos. Se trata de Lilith. La órbita de la luna no es muy excéntrica pero sí, es una elipse. Uno de los centros de esa elipse es la Tierra pero ¿y el otro? El otro se llama Lilith y no tiene cuerpo. No hay nada, polvo, una confluencia de fuerzas tan potente como la gravedad de la Tierra con la que la disputa la primacía de centro. No nos extraña, entonces, la naturaleza oscura de los seres o mitos a los que se les ha asignado ese nombre. En astrología, también se le llama la Luna Negra y simboliza el Engaño. Ahora, realice usted de esto, si lo desea, sus propias conjeturas, las mías se disparan más allá de lo que a esta crónica conviene. A veces, hasta teorizo con mi ego Negro. No le digo más.

ElipseAnimada

Pero otra de las características que confiere el movimiento elipsoidal a un ciclo (sin que aquí nos importe mucho ahora lo que nos dice de las causas la segunda ley de Kepler) es que la velocidad en ciertos segmentos del ciclo es distinta a la de otros. De la misma manera, en el transcurso completo de un día, parece haber fases de cambio muy veloces, como, por ejemplo, las dos horas que separan las once y cuarto de la mañana de la una y cuarto del mediodía. Si en la primera, un domingo, no te has levantado aún o andas remiso, sí, es un poco tarde pero no es algo desatinado ni demasiado desestabilizador, pero como se te vayan remoloneando dos horas más, ya hay medio día que puedes ir a buscar al sumidero o al cubo de la basura, y, además, para según que cosas, tienes que empezar a trotar para que no se te escapen o que no te las cierren. Amén de que la luz ha cambiado tanto que parece que estás en otra estación, por no ser exagerados y decir que en otro planeta. También pertenece a ese tipo de fases del día el desmorone estrepitoso de la jornada en colores exaltados hasta ese piiiiiiiiiiii final del ocaso en donde, paradoja, el día se ralentiza durante tres minutos con el fin de que los humanos sintamos patentemente el movimiento de la tierra en su línea de horizonte tragándose al sol. Pero, como contrapartida, hay otras en los que el proceso parece detenerse. Una es esa, el ocaso. Otra, es, se me ocurre, la de las dos, las tres, las cuatro, las cuatro y media de la tarde, al menos en los relojes adelantados de estas latitudes de alrededor del paralelo cuarenta. En ésta, la luz no cambia demasiado perceptiblemente y tenemos dos o dos horas y media para comer o tomar el vermú o estirar una mañana de playa o de Rastro; o bien podemos también echarnos una siesta breve y no nos invadirá la sensación de que se nos ha esfumado un pedazo del día; tan distinta de esa vía de agua que se nos abre en algún punto de flotación de nuestro espíritu cuando descubrimos que se nos ha colado la noche tras una siesta tardía, invernal y demorada. ¿Verdad?

Bien, volvamos a los hechos. Ahora, en la habitación, me arengo: Organización. Cada objeto en su lugar, cada lugar sin utilidad de la habitación, mejor vacío. Mi Libro de las Curiosidades abierto sobre la mesa de trabajo, el pijama bajo la almohada, el ordenador sin conexión con los documentos concretos abiertos; lo que puede arrugase, en las perchas; Austerlitz, de Sebald, en la mesilla y el pánico, agazapado, deglutido de momento que ya regurgitará él solito cuando quiera. Bien, pero… ¿Y yo? ¿Dónde me he puesto? Pues mire usted qué panorama. Yo, ahora estoy en la ventana conmutando el ángulo de las láminas de la persiana de mi ventana (un-dos, un-dos, un-dos) a la máxima velocidad que me es posible con un móvil atrapado en equilibrio precario entre mi hombro y una oreja. Las ventanas de la habitación son abatibles pero solo abren dos rendijas mínimas a la tarde, así que tengo que hacer estos movimientos ridículos para tratar de ser ubicado. ¿Ubicado? ¿Por quién? Adivina, adivinanza. Por alguien que ahora mismo está enfrente, subido al tejado o a una plataforma alta del edificio de RTVE, por lo menos en la misma altura que algunas de las variadas antenas parabólicas que centellean rabiosas al atrapar las ondas lumínicas del sol; alguien que también tiene un móvil en la oreja, el mismo con el que ahora está conectado el mío, alguien que mueve de un lado al otro la mano libre en un gesto de saludo para que sea yo el que también le ubique a él, alguien que me pregunta por la línea, aún incrédulo, que si es verdad que estoy allí, en San Cugat y que cuál es mi habitación. ¿Quién puede ser? Creo que está claro. Es mi «topo», el malogrado.

- Casi debajo de mí hay un coche oscuro aparcado –le sitúo-. ¿Lo ves? Pues toma la referencia de la línea de la parte posterior, la proyectas y cuando llegues a la ventana del primer piso, ahí estoy haciéndote gestos con la mano.

- Jo, tío, que no te veo.

El sol debe pegar de plano en el frontal del hotel. La fachada es muy clara y la reflexión debe ser ahora cegadora y los cristales tintados de las ventanas deben semejar desde enfrente, lápidas de granito negro. Yo, desde dentro (son los continuos problemas de perspectiva que a todos nos afectan), no sé si mi ventana es la primera, la décima o si es alguna de la fila primera como podría deducirse del número de la habitación, o no. Así que, por ahí, no puedo ayudarle porque no me veo a mí mismo.

Entonces no lo entendí correctamente. Hoy, cuando recuerdo esas acciones de adolescente, lo comprendo mucho mejor. Somos amigos desde hace muchos años, buenos casi siempre y como no ha habido otro en algunos momentos complicados. Vivió muchos años en Madrid adónde vuelve a vernos de cuando en cuando. A Barcelona, a su casa, yo he ido unas cuántas veces. Pero pueden pasar meses sin que nos veamos. Mil horas de teléfono. Nuestras cuitas, nuestros afectos, nuestros movimientos vitales, nuestras exaltaciones y desmoronamientos. Pero también ya hay mucho de simbólico en nuestra relación. Una palabra nos abre un mundo, un recuerdo mínimo nos desencadena un torrente de vivencias comunes, una persona recuperada del pasado nos trae de la mano diez rostros perdidos. Conocemos lo que fuimos, cómo éramos, qué podemos ser ahora y, posiblemente, hacia qué tendemos. Así que, tras un periodo largo de ausencia mutua, nuestros encuentros suelen estar bien cargaditos, como si recuperáramos un afecto que siempre corriera el riesgo de aventarse, como si fuera la primera vez que nos viéramos en años, o lo que es más poderoso, como si pudiera ser la última. Así que aquel encuentro, al suceder allí, a las afueras de Barcelona, en su trabajo, tenía mucho de especial y, según somos cada uno para el otro, no resulta tan ridículo como pueda parecer desde fuera que él hubiera dejado momentáneamente su puesto de trabajo para encaramarse entre las antenas de RTVE e insistiera y quisiera situarme en el espacio y yo, por mi parte, estuviera haciendo señales luminosas incoherentes con una persiana. No se trataba de satisfacer una necesidad concreta de situarme precisamente. Más era por cerciorarse de que sí, que era verdad, que yo estaba allí enfrente, que íbamos a comer juntos en una hora y parlotear como papagayos huecos; que, a diferencia de siempre, yo iba a poder husmear y él mostrar su lugar de trabajo, con todo lo que esto tenga para muchos de curiosidad sospechosa, de pudoroso incluso…, que lo tiene. Y luego estaba lo insólito de la razón que me había traído esta vez hasta Barcelona, esa participación en el ínclito y añejo programa de «su» televisión. Supongo que para él aún resultaba un poco increíble y necesitaba un indicio inmediato. Finalmente, la luz-noluz, luz-noluz, luz-noluz producida por los tirones alternativos de dos cordeles consiguieron el efecto buscado:

- ¡Sí, ya veo dónde estás! –se alegró a través del móvil-. ¡En la primera ventana por encima de donde acaba el coche oscuro! –Sí, exacto- conteste-. Cuando salgas del trabajo, me vienes a buscar y nos vamos a comer algo. ¿Vale? Y ya se hicieron reales muchas cosas y el día se aceleró apreciablemente.

 

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