Entrada undécima (Conguita, Giorgi y los yoes):   

Suelto a mi perra Conguita en un descampado que el invierno convierte en tierra dura y desnuda y escarcha los pocos vestigios que no quedan enterrados de lo que fue uno de los bastantes poblamientos que al Madrid franquista le proliferó el éxodo rural de mediados del siglo pasado. La primavera, sin embargo, cubre montículos y taludes, restos cuarteados de terrazos, nacimientos de paredes, aceras picadas, con todos los verdes imaginables de una hierba de medio metro de altura bordada en blancos, añiles, rojos, malvas, amarillos… por margaritas de seis pétalos o grandes como relojes de bolsillo, caléndulas mustias, equívocas malvas, dientes de león que pierden su melena con un soplo, florecillas diminutas que les nacen en los dedos a plantas que se enraman sin hojas. El negro lo pintan los acerados coleópteros, los botones de las amapolas y mi perra negra abriendo en su enloquecida carrera estelas de un verde más claro que el del tupido mar vegetal. En ese descampado, hay una vieja carretera cortada, cien metros apenas, flanqueada por una decena de moreras. En la eclosión primaveral, los frutos de esos árboles son como gránulos de kéfir, coliflores enanas y me encuentro algunos días encaramados en sus ramas a muchachos con bolsas en donde recogen las hojas para sus gusanos de seda. Con los días, las moras engordan mientras viran hacia el rosa, luego al rojo para después volverse también negras y jugosas hasta que terminan por desprenderse y manchar la sombra de la morera de un pegajoso violeta rojizo. Cuando esto concluye, mayo está muy vencido y las breves flores silvestres se marchitaron y escondieron su semilla bajo la tierra hasta la próxima primavera, y los verdes se han trocado en amarillos áridos, ocres, hueso y cafés con leche. Mi perra, entonces, se vuelve más cautelosa en sus carreras pero aún la pierdo de vista cuando se sumerge entusiasta entre la arisca maleza, espigas altas aún, cardos, abrojos y espinos que han perdido su blandura para volverse rígidos y punzantes. Conguita busca rastros, reconoce, husmea, encuentra marcas de otros perros y, muchas veces, pelotas perdidas por los niños de un colegio anejo y me las trae a mis pies para que yo las patee y ella las persiga en un juego simple y universal. Vuelve a mí estornudando en ocasiones y siempre con trozos de espigas y púas incrustadas entre su pelo negro y brillante y, alguna vez, cojeando a causa de un aguijón clavado en su pata y que yo le arranco mientras ella me mira con unos ojos de avellana líquida que me desarman.


Conguita    Conguita ha venido hasta nosotros por dos motivos. Primero por una evocación natural porque yo también, como ella, acabo de darme unas carreritas nerviosas por la campa de lo que hasta ahora llevo escrito; y como ella, he brincado, husmeado, reconocido rastros entre las diez entradas de Saber y Ganar, el día de Fredie Mercury que ya tenemos y me he sumergido entre los colores alegres y vivos o tristones y mates que las visten y, como Conguita, he aspirado pólenes picantes que me han hecho fruncir y estornudar y también he sabido recuperar con la boca algún objeto llamativo. Pero, como a ella le ocurre a veces, así he vuelto yo del escarceo, con una profunda espina clavada que nadie puede ni quiere ayudarme a extraer. Es una espina que no duele por la punzada, pero su veneno sí que me ha transformado en polvo calizo la savia que nutría estas crónicas y me ha inoculado la duda de si me merece la pena continuarlas, tantas son las manos y puntos de vista interesados que están interviniendo y que, -inevitablemente seguirán haciéndolo- no termino de reconocer. La culpa no deja de ser mía por incuria. Solo un propulsor incierto puede incitarme a continuar con ellas y que, necesariamente, ha de purgarse primero con un reconocimiento público del hecho y con una abdicación. Y, ésa es la segunda razón por que la Conguita está aquí con nosotros. Por su inocencia, por su calor familiar, porque, dentro de su impotencia física, sí puede ofrecerme con esos ojos que tiene, la confianza de que, si supiera cómo y costara lo que le costara, ella sí que me ayudaría.

Y es que…, me he releído y no sé quién soy. No sé qué podría decir de mí mismo que sea, al menos, verosímil. Sí, que soy un milagro, una eventualidad, un accidente fugaz que consume oxígeno y lo que me ofrece el seno de una madre llamada Tierra. Soy un organismo complejo acotado por dos metros cuadrados de un tejido rosa llamado piel y estructurado por dos centenares de huesos. Abastecido hasta mis límites por un fluido rojo que bombea un músculo llamado corazón. Puedo moverme también. Lentamente, con esfuerzo. Puedo interactuar un poco. Pero nada de ese organismo me pertenece en realidad. No ha sido creado por mi mismo, no he dictado sus reglas, ni lo he programado, ni rijo su comportamiento. La máquina funciona sola. Además, todo lo que soy está apresado por la fuerza de atracción de esa misma madre que me nutre y, así, encadenado, trazaré junto a ella unos cuantos ciclos elípticos alrededor de una bomba de fusión de hidrógeno que me da la luz y el calor que necesito para sobrevivir; no muchas vueltas, sesenta u ochenta, y luego desapareceré como he venido. Con las manos desnudas y absolutamente solo caeré en el silencio infinito. A veces tengo la ilusión de que puedo escaparme de este sistema tan rígido y a esa evasión la llamo Sueño. O Pensamiento. Ilusiones creadas por otro órgano diferente que también soy yo. O que es todo lo que soy. O una parte fundamental de mí. No lo sé. Le llamamos cerebro y funciona en la más completa oscuridad. Desde él, con él, puedo salir de la Tierra y dar doce vueltas alrededor de Alfa Centauro o tomar una espada y ponerme al lado de Héctor para defender Troya. O puedo ordenar a mis dedos escribir esto que usted está leyendo. Mi cerebro. Una red de nodos y conexiones eléctricas que sólo tiene cinco puertos de conexión con el exterior, con lo que ya no soy yo. Uno de ellos está muy atrofiado por el desuso y dos son de muy corto alcance, solo para reconocer lo que tengo muy cerca o lo que ya está dentro de mí. El cuarto tiene un gran defecto y es que le es muy difícil ser selectivo y solo la vista parece ofrecer información de cierta calidad al cerebro de lo que está ocurriendo fuera de mí. Muy discretos sentidos entonces para lo que yo y mi cerebro necesitamos, calcular, intuir, imaginar, crear una estructura de pensamientos que me expliquen, que me justifiquen, que me den sentido; un mundo de ilusión y sueños que den valor a esta existencia. Que me hagan desear, amar a la vida y al mundo, entusiasmarme, apasionarme, generar pensamientos coherentes y válidos que me ayuden a trascender el caos, la ignorancia, la inutilidad del esfuerzo. Así que lo fundamental debe ser hacia qué y hacia dónde oriente esos sentidos. Mi amada Marillac, un sitar, un cuento de Carver, unas hebras de canela, un bocado húmedo a un melocotón dulcísimo, la lluvia en mi rostro, mi hija dormida; todo mejor que una disputa o unas monedas o la vanidad o un mal deseo. Pero esto..., ¿lo sé hacer? No. Mejor dicho, unas veces sí y otras veces no. Y otras veces, ni me importa. Depende. ¿Se extraña? Esa ilusión creada en la oscuridad de mi mente me ha llevado con el tiempo a aprehender que manos, piel, corazón, cerebro, conexiones, sueños, pensamientos forman un todo indisoluble que toma mi nombre y creer en la fantástica idea de que soy yo quien lo gobierna. ¿Yo? Tampoco aquí sé quien es ese yo. ¿Quién es el que está escribiendo estas líneas? ¿Un tal Luis? ¿Un tal Miguel? ¿El que le prometió a usted hace dos entradas la inminente salida a escena de Fredie Mercury? ¿El que dijo cosas amables del régimen de Franco? ¿El pusilánime escondido detrás de un quiosquillo? ¿El que describió Barcelona? ¿El adolescente de la habitación de mi hotel? ¿El que querría ser garitero de peaje? Todos ellos son unos impostores. Aquel, por ejemplo, que comenzó a escribir esta crónica hace unos meses con la intención de contarnos en siete u ocho entradas su experiencia y sensaciones de nuestra participación en el programa de Saber y Ganar, también. Yo sé por qué lo hizo. Lo comenzó por necesidad de justificar y adornar lo que él vivió como un fracaso público. Lo cual era ya una premisa falsa. Un timorato con muy poco aprecio por sí mismo. Lo rezumaba ya en aquella primera entrada cuando atravesaba los Monegros en el tren temblando como un gorrión apresado ante el solo hecho de pensar en las futuras preguntas de Juanjo Cardenal. Ya hace de eso unos cuantos meses y, afortunadamente, se nos ha esfumado. Y yo, que escribo esta Gurdjieffentrada, ¿quién soy? No lo sé, ya se lo he dicho. Otro de tantos, quizá también otro suplantador. Pero ahora soy yo el que tengo el control y me atribuyo el derecho de conocer la verdad, y con ella, porque yo lo quiero, convierto en dogma la lúcida aseveración de Gurdjieff: «Nadie es el mismo mucho tiempo». Un poco más arriba califiqué a nuestro mecanismo orgánico como una máquina que funcionaba por un automatismo ajeno a nosotros mismos. Y parece que, al menos en esto, usted y yo estamos de acuerdo. Pero también mi verdad se atreve a más y como también nos reveló el señor Gurdjieff, de igual forma que nuestro organismo, así funciona nuestro yo, esa “unidad indisoluble”: como una máquina sin control. Plagado de automatismos que nos hace ser pura y llanamente eso, máquinas.  Máquinas, incluso, más imperfectas que la del cuerpo. Chucuchuf, chucuchuf. Causa-efecto, causa-efecto, misma causa, mismo efecto. Chucuchuf, Chucuchuf. Quiero, tomo; no quiero, suelto, y ahora vuelvo a querer, retomo. Hoy digo que no, mañana que sí; hoy quiero dejar de fumar y mañana, dentro de un rato, enciendo un cigarro. Mañana me levantaré temprano y correré por el parque –me digo-. Pero el yo que se despertará mañana no es el mismo y dice ¡Ese tío se pincha! ¿Levantarme yo para correr? Promete el uno e incumple el otro. Jura un secreto éste y aquel otro lo chiva a su mejor amigo. Si algo indeterminado me ha puesto alegre, pues concedo, pero si me ha enfadado, pues quito o denigro. Al albur, caprichosamente, sin una razón, sin un plan que someta a todos los yoes en pro de una causa superior. ¿En cuántas ocasiones y cuánto ha tenido usted que pagar los excesos, las deudas, las secuelas de los actos realizados por un yo suyo menor, traviesillo, irresponsable? Unas cuantas, claro, como todos. Y qué me dice de esas pobres personas que arrastran y pagan durante toda su vida la consecuencia de un acto provocado por un yo ínfimo y despreciable al que se le dejó comandar un ratito nuestro complejo sistema. Creo saber lo que piensa. Que esto no es más que medio filosofía, medio mística, medio superstición. Me da igual. Como ahora soy yo el que lleva la manija de esta undécima entrada lo sostengo y por ello anuncio mi renuncia inapelable. Desde este mismo instante quedo desentendido por completo de la responsabilidad de lo que aquí se ha escrito, se escribe y se escribirá en adelante. Me niego a aceptar que mi nombre, ese que conjuga todos los yoes porque es LosYoes2el de la pila bautismal, ese Luis inconcreto pero representativo de todos los demás nombres, tenga que ser el que, fuera de estas crónicas, en el mundo no evocado, deba cumplir compromisos que no son suyos, tenga el deber de justificar, defender, explicar todas las palabras, opiniones, pensamientos de cualquier párrafo de cualquiera de estas crónicas como si fueran propias, como si él fuera artífice y responsable de ellas. Pues no. Estaría bonito, por ejemplo, continuar firmando y representando a ese yo gnomo que cuando todos estamos dormidos, se levanta sigilosamente y escribe un poco aquí y antes de que lo descubramos se acuesta otra vez y se hace el dormido y por la mañana nos encontremos aquí publicada su rebaba y cuando le pregunto, él me mira con cara de «y a mí que me cuentas…». O ese otro al que le pirria la hipérbole y nos habla de “banderas como piel de diplodocus” o de “dar doce (por qué doce y no siete mil) vueltas alrededor de Alfa Centauro” o a aquel irresoluto que nunca va al grano, siempre con evasivas y rodeos. O el simpaticón que usted no ve pero que luego en privado es un cáustico pelusón. Pues no. Sanseacabó. Renuncio. Esto no lo ha escrito Luis.

                                                         Los diversos yoes, miradas e interpretaciones

LosYoes1  yoes4

Fuentes: www.conodesimismo.com                       detrasdeloaparente.blogspot.com

 ¿Y, entonces, qué? No tema, yo no soy un imprudente. Yo no abandono el barco como una rata dejando el boquete en el casco y algo se me ocurrirá para llenar este vacío de poder. A ver, un poco de orden. En primer lugar voy a reprimir el impulso que me impele a retroceder y borrar el nombre de Luis en todas las entradas donde aparezca. De momento descarto esa opción. Digo, de momento, porque lo primero que tengo que hacer es encontrar un testaferro que se avenga a representar este papel de responsabilidad comunal y luego ya veremos. Espere… Hum… Creo que lo tengo.. Sí, ha sido fácil: Será Giorgi. Sí, creo que ya se ha escapado ese nombre en algún punto de estas entradas y lo que es más importante, ya se ofreció y ejerció este papel el año pasado cuando escribimos las crónicas de mi participación en el campeonato de ajedrez de Madrid, los tan entrañables “Informes para Valdenarro”. Sí, Giorgi. ¿Todos de acuerdo? (Por esta vez, no es usted el preguntado, sino ellos, ellos, mis otros yoes que andan pululando por aquí ahora). Unanimidad.  De acuerdo entonces, Giorgi, como el impulsor del sistema de medidas MKSΩ. Algún día habrá que contar el porqué. En este momento no es relevante.

Ahora, y una vez superada esta crisis de identidad, podemos hacer dos cosas. Podemos volver a recuperar a Gustavo y su visión y a los presagios de la víspera que pronosticaron –un poco al sesgo, ya verá, tendrá que ayudarme a desentrañar las señales- mi calamitosa participación  en Saber y Ganar, y hablar un poco de la importancia que tienen esos presagios para saber caminar con más firmeza y no como meros peleles ante los inevitables baqueteos de la vida. O también podríamos cerrar por aquí esta undécima entrada...

...Está decidido, tomaremos esta última opción como la mejor por dos razones. La primera es formal. Es obvio que ha sido ya mucho el espacio y el tiempo yoes5gastado en esta entrada para esa fundamental recomposición de papeles y responsabilidades y que se nos iría demasiado lejos el final de esta crónica si nos liáramos ahora con los presagios. Aunque ésta no es la razón principal. Existe una segunda que se ha impuesto por sufragio vinculante. Me explico. Al acabar el anterior párrafo me he atrevido –disculpe si le importuna- a suplantarle a usted. Primero, he abierto otro documento y me he puesto a escribir algo para retomar la interrumpida historia de Gustavo y los presagios. Un párrafo mediano, veinte o veinticinco líneas. Luego, aprovechando que andan por aquí mis yoes diversos al olor goloso del tema suscitado, imantados por la vanidad –como todos nosotros- de sentirse protagonistas (unos escandalizados por lo que se ha dicho de ellos, otros complacidos, otros revoltosos, todos expectantes), he solicitado que algunos de ellos escribieran a su vez un párrafo parecido sobre el asunto. Finalmente, como es usted el que está leyendo esto, le necesitábamos como juez, y como eso no es posible por el momento, he nombrado a otro de mis yoes, uno de los que considero capaz de representarle a usted correctamente -bueno a un Usted genérico porque desconocemos como es usted específicamente-, para que opinara sobre cuál sería el párrafo más adecuado para la continuación, el que usted elegiría, el que usted quisiera leer como más ameno o interesante o explícito de lo que se quiere contar; y que según cuál fuera el elegido, seguir por un camino o por el otro, a saber: O que fuera yo el que alargara esta entrada con la pendiente historia de Gustavo, o que me relevara cualquier otro de mis yoes y fuera él el que tomara el timón, el puesto de control de mi cerebro y el manejo del teclado. Finalmente, la opción de mi sustitución se ha impuesto. El usted espurio, es decir un yo mío, ha esgrimido que sí, que he realizado con eficiencia mi labor de solventar el apuro surgido, pero que hasta aquí he llegado y que lo mejor era que desapareciera por el foro. Yo creo que es despecho y aunque acepto la decisión no estoy de acuerdo con ella. Hay cosas que necesitan un mínimo de rigor descriptivo para contarse bien. Pero, llegados a este punto, a mí ya me es indiferente. Que hagan lo que quieran. Yo ya he cumplido con lo encomendado lo mejor que he sabido. Pero antes de cerrar la crónica, sí que me parece pertinente no dejarle a usted así, suplantado, ignorante y fuera del juego y además, en pro de la solidez de lo escrito y que no parezca todo esto una salida de circunstancias o un truco literario, se hace necesario sacarlo de la abstracción en la que está y darle un cuerpo. Así que, antes de desaparecer, voy a cerrar esta undécima entrada con la transcripción literal de lo que hemos escrito cada yo, y que ha servido como base para la elección del camino a seguir. Así usted podrá intervenir algo y podrá juzgar si la decisión final ha sido la acertada y si usted -como su usurpador-, también hubiera tomado la resolución de reemplazarme. Con ello, descubriremos dos cosas: si yo he sabido elegir con acierto su sustituto y si usted también me hubiese despedido por demasiado descriptivo y reemplazado por alguno de los otros yoes míos más efectistas, retóricos o soñadores para continuar con la historia de Gustavo y su visión. Y con esto me retiro. Se le saluda.

ExinCastillos    uroboro 

Sísifo    deshojandomargaritas

 

Párrafo escrito por el yo continuista:

Fijado el día en el tiempo y esbozados los acontecimientos históricos que lo definieron, desatascada la tarde de los obstáculos que la retenían, vuelto a sentar Gustavo junto a mí en un banco del Retiro, ya podemos prender de nuevo la luz de su historia. Comenzó su "vida laboral", ya está dicho, una tarde de sus 14 años. La mañana la había dedicado a construir torretas con su «Exin Castillos», comió pronto, cambió sus pantalones cortos por los largos nuevos de una boda reciente y salió de casa apocado y receloso pero con cuatro ojos enormes y abiertos. Los dos dilatadísimos de su cara, el ocasional de la frente y uno más grande y extraño en el plexo solar. Era normal su excitación, un niño que se iba a ganar su primer dinero. Salió de casa, bajó los quince minutos de la calle que le conducía hasta la boca de metro, pagó su billete y en el andén, absorviéndolo todo, esperó la llegada del tren. Cuando llegó estrepitoso, Gustavo se subió al vagón, y el convoy, estación a estación, se trasladó por el tubo durante los quince minutos que le separaban hasta la estación de su trabajo, una con nombre de poeta. Luego se apeó, subió las escaleras, cruzó unas calles y quince minutos antes de la hora de entrada, se sentó a esperarla en un banco de diseño incómodo y rodeado de las piezas complejas de un museo al aire libre de escultura contemporánea. Estaba inquieto y preocupado, pero sus cuatro ojos ya se habían colmado de los más mínimos detalles de la luz, color, forma, rostros, rincones, olores... de aquella su primera tarde. Y su corazón, ya invadido con las impresiones profundas y nuevas de todo aquello que comenzaba...

 

Párrafo escrito por el yo alternativo número uno.

De la nada no puede venir nada. Los presagios no constituyen hechos aleatorios sino que son instantes mágicos donde, de dos realidades sin aparente relación, surge el relámpago, un resultado, una manifestación, la tercera punta del triángulo. ¿Puedo llegar un poco más lejos? De la nada no puede venir nada y lo que existe cumple La Ley. Una Ley programada. Detrás de los presagios, por encima de ellos, hay una voluntad de producirlos. Algún día, de una forma razonada, lo más precisa posible, sin fantasía, sin cábalas, ejemplarizando, deberíamos atrevernos a razonar sobre lo que yo llamo “agentes”. Ojo, no me refiero con ese nombre a enviados divinos, sino a esas personas u objetos normales que aparecen de una forma aparentemente casual en un momento de nuestras vidas y sin demasiada implicación, terminan resultando fundamentales para la resolución de un dilema o para darnos una respuesta fundamental de nuestro devenir. Se asemejan en su función a la de los catalizadores en una reacción química. Gustavo no les sabe poner cara pero sabe que los hubo. Quizás, en este caso, no físicos. Lo siente como un ritual escenificado para que comprendiera. Las preguntas: ¿Quién o qué empujó a Gustavo para que se equivocara de salida de metro y escogiera la que no era la suya y, sin embargo, era la misma salida con nombre de poeta de su primera tarde? ¿Qué o quién le hizo “ver” que eso era la señal definitiva de que un ciclo se cerraba?...

 

Párrafo escrito por el yo alternativo número dos.

Ciclos, órbitas, ruedas, corros, circunferencias, pescadillas que se muerden la cola, uróboros, mitos de Sísifo... Después de casi cuarenta años, también medidos por la traslación elíptica de la Tierra alrededor de su estrella y, después de habitar cinco casas, tres ciudades, viajar por cuatro continentes, conducir tres autos propios, trocar trabajos y funciones y girar y girar mareantemente sobre sí mismo: Gustavo no puede eludir su destino. Obviamente, elíptico. En la elipse, un punto de inicio: Una tarde antigua impregnada en la piel. Luego, rodar, rodar y rodar. Hasta que, sin saber cómo, empujado, treinta y nueve años después, Gustavo se ve durmiendo en la misma primera casa del punto de partida, desciende la misma calle del punto de partida, toma el mismo metro en el mismo lugar, recorre el mismo camino del punto de partida y se apea bajo el mismo nombre de poeta. Todo idéntico salvo una diferencia: Va a trabajar a otro lugar y sale al exterior por una boca distinta, a una plaza que no era aquella. Entonces se cierne el ERE. Aceleración del proceso, traqueteos, calentamiento de las moléculas encerradas. Dudas, preguntas al aire. ¿Qué ocurrirá? ¿Lo deseo? ¿No lo deseo? Margarita deshojándose: si-no-si-no, deseo-nolodeseo-deseo-nolodeseo, yo-onoyó-yo-onoyó. Mira y mira, inquiere, busca señales. Una mañana, un error ¿consciente?, ¿inducido? Una mañana se descubre emergiendo al exterior del tubo por una salida no natural, la que no es ahora la suya, pero entonces... ocurre. Sí, sí, sí. ¡Es aquella!, la del punto de partida. Claro, él lo sabía pero lo que reconoce es una repetición exacta, exacta, de aquella primera tarde. Entonces se le vuelcan encima los detalles grabados, las sensaciones guardadas desde una primera y vieja tarde, la del punto de partida. Y entiende, interioriza, sabe, reconoce que... es también la estación de término. La vía no va más allá. Indudablemente el ciclo se cerrará. Nada más hace falta que se evidencie. Lo sabe.

 

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Ent.  5   Un topo en TVE
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Ent.  8   El charnego
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Ent.12      Reelaborándose
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Ent.  21   Los retos de comodín
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