Entrada séptima (La garita y su radio):              

Después de que el Audi que nos precedía la rebasara y que la frágil baliza blanquiroja volviera a su horizontalidad de reposo con un movimiento ortopédico, mi conductor adelantó unos metros la furgoneta hasta que su ventanilla quedó enfrentada a la de la cabina de cobro del peaje. Este peaje es uno de tantos de los demasiados que jalonan las autovías catalanas, y cuyas mesuradas pero constantes, indemnes y permanentes sangrías, ya tienen hartos y soliviantados (y organizados) a los que deben utilizarlas a diario sin alternativa. Desafortunadamente, una nueva cortina de humo (de las que ya hemos dicho alguna cosa) dilata la solución. Está generada por lo que debe ser una ambigüedad astuta en la interpretación de los contratos firmados, las cláusulas, los plazos o la letra pequeña; justificada por los ¡Ay, pobrecitas privadas empresas concesionarias, qué mal lo están pasando con esta crisis, con la labor de cohesión estructural que realizan al mantener engrasadas las vías rápidas de comunicación en nuestra Cataluña!; y, finalmente, sostenida –quizás adrede- por la tensión que suscita la controversia de quién es el verdadero culpable del despropósito que permite su pervivencia en el tiempo, si la administración catalana o no. Porque la que es para muchos (argumento –uno más- que prueba la teórica aversión del Estado Español contra Cataluña) la verdadera y sañuda culpable de que perdure el abuso es la propia administración central. Finalmente, y fuere como fuere, mi conductor debe depositar unas monedas sobre la mano tendida del inquilino de la garita porque si no, la baliza no realizará el liberador barrido levógiro de ese cuarto de círculo (condesciéndame la retórica, es que una baliza como esta, es pura matemática) y no llegaremos nunca al hotel.

Peaje catalán  Garita Quemada en Perú  GaritaArrollada

Este trabajo de operario de garita de peaje se merece un aparte. Sus características muy definidas y sus circunstancias más variables, me parece que sí dan, al menos, para no prejuzgarlo, y para un intento de aporte de un enfoque alternativo antes del veredicto. Ante este planteamiento, comprendería su reserva sobre la peregrina y extraña forma de mirar que suelo esgrimir en esta crónica, pero sí debería concederme que, por muy torcida que le parezca, siempre tiene detrás un intento sincero de argumentarla. Tenga paciencia. Se lo digo de ley, es muy cierto que las consideraciones sobre este singular trabajo de «garitero de peaje» han ocupado mis pensamientos en más de una ocasión. Al día de hoy, no tengo una opinión definida al respecto y supongo que para llegar a alguna conclusión, necesitaría probar el convertirme en uno de ellos, aunque admito que si por una casualidad muy remota eso ocurriera, lo más probable es que a la semana ya estaría «haciendo fu como el gato», que es como coloquialmente se expresa de forma muy esquemática y bonita una huída precipitada, sin mirar atrás, yéndote con lo puesto y con nulo deseo de regreso. No obstante, incido, ésto también dependería de cuál protectora jaula de cristal me asignaran, ya que las que me llevan a decantarme más a favor de esta ocupación son algunas garitas de ubicación especialísima. Las traeremos aquí cuando les llegue su turno. En una primera consideración, no parece que de este trabajo se pueda decir mucho no sabido o que sea muy atractivo en sí y sí todo lo contrario. Es de cajón que la mayor parte de las veces lo constituye una serie de esperas aburridas, actos mecánicos y repetitivos y mareantes. Seguro que está mal pagado y que al desarrollarse cara al público y con el descrédito que arrastran los recaudadores, no serán pocas las jornadas en las que ese operario de garita se encontrará con situaciones indeseadas que alguna vez rayarán la violencia o el peligro del accidente. Tampoco debe de vestir mucho ir pregonando por ahí a qué te dedicas. A los posibles ligues es probable que, cuando les informa de su ocupación cierta -porque le gusta la chica o el chico y no quiere comenzar una relación con engaños-, añade la coletilla de «en cuanto me salga otra cosa, lo dejo». De acuerdo. De momento, no hemos apuntado ni un solo pro coyuntural a este trabajo, aunque seguro que los tiene. Pero fíjese bien en que todos los contras mencionados son resultado de ponderaciones realizadas por el hemisferio izquierdo del cerebro y ninguna ha sido esgrimida de las que, con ecuanimidad, deberían realizarse con el derecho –quizás los estados de desasosiego y alerta producidos por las ondas de las miradas torvas e increpaciones sean la excepción. Aunque, supongo, siempre se terminan por diluir en la realidad de que, en su garita, ese señor, no tiene la culpa de nada aunque sea él el que extiende la mano-.

Para atreverme a afirmar que quizás ésta pudiera ser una ocupación atractiva –ojo, estamos midiéndolo desde los fantasiosos mundos de Yupi, claro, para periodos distintos al de la crisis que nos está devorando como a trémulos cervatillos y en la que hasta el trabajo de rebuscar basura está competido en los contenedores más nutricios-, se deben cumplir dos condiciones irrenunciables, es decir que si no están, sobra todo lo demás y podemos tirarlo al mismo contenedor bastante convencidos de que ningún rebuscador querrá recoger estas apreciaciones; las condiciones son: que los cristales de la garita sean blindados y que esté adecuadamente climatizada. Si es así, me tiro al barro:

Con independencia de la función práctica y la mecánica del trabajo y sea cual sea su ubicación geográfica, la garita, salvo sobre los camiones de gran tonelaje, los tractores, etc., siempre está perceptiblemente elevada sobre el plano general de lo que la rodea, y el señor que está adentro permanece, en cuanto a su percepción, voluntad, procesos mentales, intereses y sentido del espacio-tiempo, en otra dimensión distinta a la del entorno. Representaría una unidad protoplasmática incrustada o sumergida en un organismo extraño. A poco que nos pongamos alegóricos, podríamos compararla con muchas cosas sin que se nos pudiera tachar impunemente de fantasiosos: Desde un batiscafo en el centro de un plateado banco de arenques o un mirlo posado sobre el tronco de un árbol varado en el corazón de la poderosa corriente de un río desbordado, hasta una alcazaba asediada o un faro del Mar del Norte que, aún cercado por la pleamar y batido por olas de mar gruesa, emite, incólume, su luz auxiliadora. También, con esa posición de cierta ventaja que posee –altura, perspectiva, desapego, distancia objetiva, haber visto y oído mucho de los interiores de nuestros coches...- no tiene parangón esa profesión con otras que parecerían pertenecer a la misma familia como, por citar alguna, pudiera ser la de los porteros de fincas, los vigilantes (según qué sea lo que vigile, claro) u otros «gariteros» más limitados como son los soñolientos que cobran en los parking de mi ciudad; y, a poco que nuestro señor ponga actitud y se entronice algo, o que lo hagamos nosotros por él si carece de ese don, se podría asemejar más, en cuanto a posición física, a un timonel de barco, un vigía de la marca o un alpinista abarcando la inmensidad desde una cumbre, y en cuanto a su posición relativa, a un sociólogo en un trabajo de campo, un geógrafo que se afana en un estudio revisado del clásico “Espacios y sociedades”, hasta, porqué no, un filósofo de la realidad. Bueno, finalmente, como se demuestra una y otra vez, esta realidad siempre es subjetiva y termina por depender de lo que uno es y de lo que uno busca o es capaz de promover de sí mismo. Y de lo que sabe realzar y valorar de ella. Yo, como ya he admitido, no me veo con muchas posibilidades cobrando y dándole una y otra vez al botón de la baliza en una garita de Martorell; sin embargo, sí me creo feliz cuando me ensueño ganando mi dinerito dentro de una de esas garitas que se elevara, por ejemplo, sobre un páramo helado de Castilla la Vieja, solo conmigo y con algún libro o ninguno, y ensimismarme mucho y, en los inviernos crudos, ver caer los copos de nieve sobre esa vieja tierra que se deja bordar con pequeños pespuntes blancos su toquilla invernal o la lluvia suave cincelando los cristales de mi garita con lágrimas abundantes y escurridizas, como si el cielo estuviera volcando la melancolía por su mundo equivocado. De tarde en tarde, y como aquella fórmula romana que el esclavo recitaba al oído del general triunfador de una larga campaña bárbara: «Recuerda que eres hombre, recuerda que eres hombre», mientras le sostenía sobre su cabeza los laureles de la victoria al hacer su entrada con su carro, orgulloso y vitoreado, en las vías imperiales de Roma; así, muy de vez en cuando, se detendría un automovilista para sacarme de la abstracción, es decir, para susurrarme, también como hacía el esclavo, un «Recuerda que estás trabajando, recuerda que estás trabajando...». Él abriría la ventanilla de su coche al frío del atardecer y me pagaría la tarifa y yo, desde mi garita, le diría algo cálido para ayudarle también a que él se desperezara del ensimismamiento de su viaje. Luego, levantaría la baliza y le vería alejarse para siempre con los haces de sus focos iluminando, como en un teatrillo, los copos de nieve en el atardecer y poco después volvería a estar otra vez solo con la luz de mi garita como un faro en la penumbra, en el centro del mundo.

Pero el señor que estaba dentro de la garita en donde mi conductor pagó nuestro peaje era claro que, aquella mañana, estaba más interesado en otros aspectos de la vida más actuales. Tenía puesta la radio a buen volumen y la emisora en catalán que tenía sintonizada alcanzaba mi asiento de copiloto y, posiblemente, a los dos o tres coches que esperaban detrás. Yo no sé catalán, pero reconocía perfectamente lo que estaban contándonos los contertulios que participaban en el programa. No era difícil. Muchas expresiones las distinguía por su semejanza con el castellano, y entre las que ni papa, se intercalaban palabras que se repetían mucho, interviniendo como nexos o constituyendo los sujetos de todas las reflexiones que nos querían transmitir los contertulios. Y lo hacían con un énfasis tan especial que parecían las letanías del Santo Rosario. Los «Ora pro nobis» de la oración eran voces como «Messi», «Barça», «Valdés», «Avui», «partit»… Estos apuntes, me veo obligado a traerlos a esta crónica por razones de actualidad, porque no deseo alejarme del todo de lo que motiva y conmueve a mis contemporáneos y me parece ineludible dejarlo aquí para que se conozca. De todas las formas, si hubiese constituido un hecho aislado, no le hubiese dado yo más importancia y lo dejaría correr, pero pasa que –precavido, además, por mi topo: «El Barça, aquí, es una religión perniciosa»- durante mi breve estancia en Barcelona de aquella ocasión, utilicé dos taxis y también en sus ámbitos se irradiaba la misma mística; y, claro, como en Madrid también ocurre algo parecido, aunque se ore en otro idioma y las invocaciones  y los colores de los santos invocados sean distintos, también se prodigan con inexplicable frecuencia para mi gusto. Y es que es un enigma. Yo comprendo perfectamente que el fútbol guste y comparta que posea algo que atrae y fascina, algo misterioso y aglutinante que han intentado desentrañar profesionales, estudiosos, sociólogos, sicólogos de masas y hasta filósofos, cada cual con su argumento y su razón, y que, sin embargo, nadie ha terminado por explicar con rotundidad qué es. Pero, lo que se me escapa, el enigma que digo, es que no sé como a un hombre en su sano juicio y por encima de lo que cae, a cualquier hora del día, y con mayor importancia que mucho de lo demás, se interese por el color de la caquita que ese día ha depositado un andaluz llamado Ramos o le guste saber porqué, un maromo que no sabe poner una palabra detrás de otra, se ha teñido el pelo de amarillo limón o ha estado recuperándose de una fisura de sóleo cogiendo clóchinas en Altea, o no le parezca ni fu ni fa, sino todo lo contrario, que el delantero centro de su equipo se jacte entre risotadas de no haber leído un libro en su vida, y que para qué –creanlo, yo lo he oído, en castellano-. Hasta llegar David Beckhama escuchar, como tuve el privilegio de hacerlo también yo, eso sí, con la boca abierta por la estupefacción, a un «profesional de la comunicación» en una entrevista televisiva, preguntar a un compañero del equipo: «¿Y a qué huele Beckham después de un partido?» (sic). Hasta al futbolista preguntado le pilló un poco con la guardia baja que aquel periodista tuviera una duda metafísica sobre el olor del compañero después de que hubiera estado una hora y media dando saltos, patadas, sprints, empujones y cabezazos por un prado y llegó a dudar si había oído bien: «Ehhh… Bueno pues… ¡A sudor, como todos!» -contestó, finalmente-. Como ven, estoy bien informado. Incluso, puedo aportarle algo más para intentar alcanzar el grado de excelencia en esta materia, y es que ese Beckham al que se refería la pregunta, fue un futbolista que militó en el Real Madrid y ahora ya retirado del fútbol; un personaje polifacético y con mucho caché también en el mundo del glamour y que, para mayor brillo, está casado con una de las integrantes de aquel grupo de sacerdotisas de la música que se llamó «Spice girls», comentario que viene al caso porque también esa señora, como el delantero centro anterior, se vanagloriaba de no haber leído tampoco un solo libro en su trepidante vida. Y me tocaron –eso sí, incompletas y de refilón- las dos crónicas-tertulias. La del pre-partido, que tenía aquel mediodía expectante a mi quizá encubiertamente envidiado garitero y que, usted me entiende, son para que se te pongan los ojos vidriosos; y también la del post, en un taxi, al día siguiente, de las que ya, para qué le voy a contar cómo son. Emulando la máxima categórica que Churchill dejó grabada para la historia refiriéndose al comportamiento de los pilotos la RAF en la Batalla de Londres; aquello que dijo de que «Nunca tantos debieron tanto a tan pocos», las crónicas post-partidos las zanjaré dejando aquí mi humilde frase: «Nunca tantos dijeron tanto de tan poco».

Una última cosa. No puedo dejar aquí estos comentarios sobre la influencia desmedida del fútbol en la vida de los humanos del siglo XXI y el endiosamiento artificial de sus protagonistas, sin ofrecer al mundo mi aportación positiva. Ya se me adelantaron hace unos veinte años. Los estamentos que rigen el fútbol y sus estrategas elaboraron algo que le faltaba y que era necesario para la reconducción del fenómeno de masas que es, hacía unos mismos ideales y unos valores igualitarios y, sobre todo, para conseguir la identificación en símbolos reconocibles de esa patria común, y crearon un himno: el de la Champion League. Sus notas suenan en los estadios, en los encuentros de esa competición, en medio de un trance general. Notas ensalzadas y dignificadas por la propia emoción  de nuestros comentaristas deportivos y que toman una significación de trascendencia para las ciudades en donde suena a la que es difícil sustraerse. Decir, por culturilla, que son arreglos sobre una composición de Händel en donde se ha integrado una letra escrita en inglés, francés y alemán y que no tiene mucho mensaje aparente pero sí de evocación, como los himnos militares. Son variaciones sobre frases que exaltan el ánimo y ensalzan a la comunidad de equipos y futbolistas, frases como “son los mejores equipos”, “son el mejor de todos”, “el más grande y mejor” “Es la mejor competición, los mejores hombres, ellos son los mejores, los campeones”. Terriblemente sencillo. La contribución que yo quiero aportar aquí tampoco se queda manca en cuanto a liturgia y evocación y va orientada a la homogenización de las plegarias de las aficiones. Debemos tener en cuenta que las victorias en el fútbol muchas veces dependen de circunstancias en exceso aleatorias que se escapan incomprensiblemente al poder de un equipo y al precio y pericia de sus futbolistas y que, por tanto, no sería descabellado solicitar, por si acaso, el auxilio de fuerzas superiores. Siendo así, lo que propongo es un rezo, ajustado a la fórmula de las letanías del Santo Rosario que ya, como hemos comentado, parece algo rodado en las conciencias de los feligreses; aunque en mi propuesta hay un trueque de los términos actuales, es decir, se trataría de dejar los “Ora pro nobis” tal y como hemos heredado de la tradición (que, en ésto, los antiguos, sabían más que nosotros) y sencillamente antecederlos con lo que cada club, cada afición, quiera exaltar o crea que pueda impelerle a la victoria. Por ejemplo, para el Barça (es un ejemplo, no hay ni un ápice de animadversión, sencillamente es el equipo de la ciudad en donde estamos ahora), se podría escenificar así:

 

(Camp Nou, unas horas antes del partido. En profundo recogimiento. Los aficionados visten sus ropajes ceremoniales. Las banderas tremolan al viento, a ser posible con poderío, como en las películas de Kurosawa.)

            Altavoces                  Público

Messi redentor                          Ora pro nobis

Valdés amantísimo                   Ora pro nobis

Chavi admirábilis                       Ora pro nobis

Piqué pótens                            Ora pro nobis

Árbitro clémens                         Ora pro nobis

Portería invioláta                       Ora pro nobis

Martino sapiéntiae                     Ora pro nobis.

Pujol fidélis                               Ora pro nobis.

Barça venerando                       Ora pro nobis.

Iniesta prudentíssimo                Ora pro nobis.

Camp Nou Davídico                   Ora pro nobis

 Ran

etc, etc, etc. Hasta completar los misterios que se deseen invocar y los espíritus y virtudes que se consideren imprescindibles que se encuentren presentes en según qué partido.

Y ya está. Ahora solo falta esperar el resultado de mi propuesta. Si cristaliza, ganaré un buen dinerito con los «royalties». Y se lo contaré a usted, no tenga cargo.

 

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