Entrada sexta (El ojo mágico):              

Como un viejo y renqueante camión cargado de arena, voy perdiendo tras de mí un rastro de la carga fletada al comenzar esta crónica. Es materia desestimada que se me escapa por los intersticios de la memoria y entre las piezas que ajustan mal en lo que vamos construyendo; y así, la dejo ir en unos flujos leves y constantes que remedan a los de los relojes de arena. Aunque, eso sí, se trataría de relojes de arena imperfectos porque carecen del recipiente inferior en donde volver a reunir la materia del tiempo y, siendo así, lo que dejo perderse cae sin una base que lo sustente, rebota bruscamente en el hipotético asfalto que vamos dejando atrás, rueda, se esparce y se malogra para siempre. De todas las formas, le apunto que, si acaso, son relojes de arena incompletos úndiaboloicamente en el sentido de que han perdido su simetría, su perfecta estructura de diabolo, al estar formados por un único cono, y si digo que solo son amorfos en ese aspecto es porque, al repensarlo mejor, su forma no es tan inventada ni tan absurda; baste recordar que todos nosotros llegaremos a utilizar un reloj de arena idéntico a los mencionados al tener programado, sin excepciones, un último giro a ese nuestro en el que el recipiente inferior será superfluo e inútil, ya que nos será indiferente recapturar la arena caída porque no existirá ya una mano nuestra para darle la vuelta.

Admitido ésto, no vamos a volver a ello en los dos días que durará esta crónica.

Pero, también ocurre que, a veces, y continuando con el símil, el camión, en una distracción del conductor –yo-, a una velocidad inadecuada para el camino que llevamos, introduce una de sus ruedas en un bache o salta sobre un badén o un peralte inadvertido y se produce un breve estrépito de chatarra de sus piezas móviles y un crujir de desarme de las junturas que nos obliga a cerrar los párpados con fuerza remarcando las patas de gallo y a apretar los dientes hasta que cese el ruido. En esos saltos, es inevitable que se pierda una parte no despreciable de la carga. Y es entonces cuando hay que detener el camión, agarrar una pala e intentar reintegrar lo que se pueda a la caja.

Una palada: Una Barcelona equívoca, dije. Siendo cierto que ya subyacía con anterioridad y que una certidumbre plausible como ésta no puede manifestarse tan de sopetón como una Virgen Aparecida, sí puedo situar la asunción del escrúpulo de las evidencias equívocas, en un periodo de tiempo, no muy lejano, de trabajo complejo y exigente y que, finalmente, se me reconoció mal. Ahora no importa eso. Solo lo menciono porque fue en un domingo cualquiera de aquel trance en donde tomó forma y peso esa aprensión de lo equívoco, encuadrando en este concepto aquello que, por su propia definición, parece una cosa y es otra diferente, induce a juzgar con error o a admitir certezas sin pilares sólidos. En mi receta, le suelo añadir un ingrediente fundamental al guiso: la voluntad de un tercero para que el ardid funcione, ya sea para la consecución de un beneficio personal, o, lo que hoy en día es empleado sistemáticamente y de forma consciente y siniestra: perseguir un encantamiento colectivo –por no ponerle un nombre más brusco- que haga mas sencillo el manejo de las voluntades; y sin descartar del todo la insidia, aunque esto último es menos probable porque nadie es malo sin intención, abstractamente. Creo.

Como dice un amigo mío, la suerte o ventaja que tenemos los que hemos vivido alertas en la dictadura franquista, es que esos tiempos nos enseñaron a reconocer el juego de palo-zanahoria, montajes, adulteraciones, cortinas de humo y triquiñuelas que inventaba el régimen para convencer y perpetuarse –muy zafias y evidentes, por otra parte, comparadas con las sibilinas y plenas de medios de las que se montan en la actualidad-, y esa enseñanza ayuda mucho ahora para percatarse y denunciar los mecanismos y las intenciones ocultas de las corporaciones y lobbys que detentan en la práctica, hoy en día, el poder sobre la Tierra y de los gobiernos de las naciones que no gobiernan realmente, porque se han convertido en sus meros consejos de administración, burdos gestores de sus directrices; y si no, reflexionen algo en el papel que juega el –en teoría- hombre más poderoso del mundo, Barack Obama.

Bueno, aunque todo esto parece verdad, me he alejado un poco del espíritu de lo que quiero transmitir, que es menos obvio y más, digamos, intuitivo; como si, en un descuido, hubiese adivinado que el prestidigitador no saca el conejo de una chistera sino del hueco que deja un doble tablero disimulado en la mesa donde presenta sus «nada por aquí y nada por allá». Bueno, éste no termina de ser un buen ejemplo porque en los juegos de manos sabes con certeza que existe un truco oculto y difícil de descubrir y, sin embargo, en los embelecos y resortes de que se valen los engranajes que nos mantienen codiciosos y adormilados  –entre los que nosotros incluimos los días de asueto por lo engañosamente bien valorados y lo exactamente calculados que están para dar la holgura correcta a las piezas y que dilataciones indeseadas no los dañen-, no tenemos tanta seguridad de que exista un truco cierto, aunque lo haya.

Y ya entrando en el detalle, lo primero que me toca es disculpar la forma, ya que no me gusta ni deseo traer a esta crónica batallitas personales de abuelo Cebolleta. Pero la justifico diciéndole que lo que he mencionado del asunto de aquel trabajo y lo que de él me obligue a contar a partir de aquí, carece de valor intrínseco y lo hago únicamente para darle un marco al cómo me apareció esa prevención (en este caso, sobre la valoración y el significado equívoco de los días festivos y por derivación, de otro puñado de conceptos similares sobre la llamada “vida laboral”);  y hacer ver que lo que se esconde detrás de la apariencia y de la realidad única aceptada, no está tan profundo ni tan inaccesible como para que su manifestación necesite pactos oscuros y que se nos revela a poco que lo miremos, no tan directamente como para que nos confundan su bien marcados contornos, sino más bien al sesgo, y, sobre todo, sin otorgar de antemano una credibilidad absoluta a lo que en una primera impresión aparece ante nuestros ojos. No es complicado. Se parece mucho a aquellas imágenes (técnicamente, estereogramas) que estuvieron muy de moda en España hace unos años y que se conocen con el nombre genérico «El Ojo Mágico» y en las que, en definitiva, lo que podías conseguir que se mostrase ante tu vista, dependía exclusivamente del cómo miraras. Si tu manera de mirar esas imágenes perdía intensidad y se distanciaba del detalle para acoger distraídamente el conjunto, mirando sin ver, digamos, dejándote capturar en vez de inquirir, entonces, en un instante mágico, inusitadamente, la imagen que nos había parecido abstracta y sin sentido, adquiría de pronto una profundidad inesperada y se llenaba de color y de formas esponjosas reconocibles y nos producían una maravillosa sensación de pasmo al conseguir ver esa imagen que se nos regalaba y de revelación y de satisfacción personal cuando comprendíamos que lo que por fin se nos mostraba, siempre estuvo ahí y que nosotros habíamos sido capaces de desentrañarlo.

ElOjoMagico

Solicitada la licencia, continúo. Durante aquel periodo que he mencionado, hubo algún fin de semana que acudía yo solo a trabajar a un lugar del centro de Madrid. Naturalmente, mientras se ejecutaban, compilaban, “corría” una prueba o traspasaba de entorno mis programas informáticos, me levantaba del despacho, y tomaba un café en el cubículo granate y solitario que hacía las veces de cafetería y en la que, reconozco, me hacía sentirme menos solo el oír, al menos, los sonidos diferenciados del proceso automatizado de la máquina-cafetera y que llamaban mi atención siempre. Me parecía significativo, sobre todo, el sonido con el que finalizaba el proceso. Era un ruido ronco de alto volumen que llenaba el pequeño habitáculo y que parecía como tan de alma en pena, que era como si la cafetera se estuviera arrancando las entrañas. Luego se atenuaba un poco para acompañar a la caída del chorro cremoso, humeante, y aromático de mi café, y que tan tenue era en contraste con aquel ruido quejoso, que la máquina parecía prostática orinando el café con un esfuerzo extraordinario. Me gustaba, luego, tomarlo de cara a los ventanales y recrearme con suposiciones livianas sobre las personas que veía pasear cogidos del brazo porque eran los inhabitúales de los días laborables, tan rebosados en aquella zona de Madrid, de automatismos, prisas, maletines, trajes y corbatas; también, podía acabar mi café en tanto seguía como un alelado los vuelos inconsistentes o las caídas espirales de las hojas marchitas que el viento desprendía sin esfuerzo de los árboles de la Castellana. A veces, en esas pausas, solo deambulaba, algo mohíno, por la oficina vacía y me asomaba a los espacios cotidianos como si los viera por única vez; las salas despersonalizadas de las reuniones, con sus mesas ovaladas y sus pizarras blancas; los despachos cerrados en los que, como si se trataran de expositores de antigüedades valiosas, me acercaba mucho a sus mamparas de cristal, hasta donde no me molestara mi propio reflejo, y me detenía, sin una intención determinada, en los detalles que eran ajenos a la actividad diaria y que ocupaban lugares muy concretos sobre las pulidas mesas de madera y que me decían cosas de las personas que los ocupaban; una foto familiar de hijos sonrientes que aportaban, quizás, un sentido al esfuerzo, los cuadros, casi siempre escuetos, de líneas rectas o con polígonos de colores contrastados, o los tótems personales –un metrónomo en reposo, una pequeña pirámide de cristal azul, un abrecartas de plata, un cubo de pirita-. También me entretenía alguna vez en buscarle supersticiosamente un sentido de pronóstico a la disposición azarosa en la que habían quedado las sillas abandonadas a la carrera el viernes anterior de los puestos de trabajo; o me acercaba con recelo a esa hermética sala de ordenadores, enmarañada de cables y conexiones, cuyos pilotos parpadeantes y respiración robótica me anunciaban que nunca dormía, y que, con su temperatura de depósito de cadáveres y tras su puerta de llave de seis dígitos, latían corazones de silicio para los que no existían los fines de semana. Como, por otra parte, tampoco existen para el nuestro. Para nuestro corazón, digo.

La mañana de uno de los domingos de aquel periodo, el  deambular inconcreto en una pausa, me llevó a acercarme al lugar de trabajo de un compañero. Sobre el teclado de su ordenador había unos papeles pintarrajeados con cuadritos y flechas de flujo y un bolígrafo rojo cruzado encima. Descuidadamente, pulsé el botón de encendido de la pantalla y se iluminó al instante. Aitor había dejado su ordenador en funcionamiento y únicamente había apagado ese monitor en el que ahora se me mostraban las líneas de sentencias de un programa Java a medio desarrollar. Seguramente lo había dejado así porque se encontraba en un nudo importante del algoritmo y que habría que retomar sin que se enfriara demasiado su lógica. Lo hacíamos así y funcionaba. Mañana, el lunes, lo continuaría… Yo sabía que Aitor estaba ese fin de semana en su pueblo de Cuenca, y que, por la hora que era, no era improbable que estuviera tomándose unas cervecitas despreocupadas en buena compañía; pero también me barruntaba por mi propia experiencia –y por ahí apareció la punta del hilo-, que, si lo que yo tenía delante era importante y perentorio –que lo era, ambas cosas-, también podía ser muy posible que entre una aceituna y otra, entre un chiste, una confesión, una risa y otra, le estuviera asaltando a su mente, en ese preciso instante y aunque fuese de manera tangencial, un conato de intento de hallar alguna clave importante para la resolución del algoritmo que yo tenía delante y que eso era una invasión en toda regla de sus propios pensamientos y de su propia vida. Y entonces, me invadió una piedad infinita por Aitor porque le vi allí sentado, peleándose con su programa, y con una claridad tan meridiana que le llegue a dar una palmada en la espalda sobre la silla sin nadie. Y paulatinamente, y cada vez más sorprendido, todo lo que yo había estado mirando, aquellos espacios tan conocidos fueron cobrando vida latente hasta llegar a entender, sin ningún esfuerzo de la voluntad y sin haber echado nada raro en el café, que lo que me rodeaba eran ámbitos que estaban callados pero que… no estaban vacíos. No había nadie allí, pero se me revelaron despiertos, palpitantes, alertas en su posición de espera. Las ausencias solo eran momentáneas porque, en aquella realidad, todos nosotros pertenecíamos inexorablemente a ese lugar, y que nuestro destino ya estaba trazado y que íbamos a estar atados por años y años a esta estructura o a otras semejantes y, sin que lo pudiera evitar, me asaltaron las lógicas conjeturas que, ante esto, cualquiera en mi lugar hubiese tenido. Que estábamos vendiendo a muy bajo precio lo que éramos, que nuestras mentes se agotaban con preocupaciones ajenas y entregábamos nuestro tiempo, -la materia de nuestra vida, como había leído-  para plantear, sufrir y resolver problemas que no eran los nuestros, que pertenecían a extraños. Extraños. Extraños y lejanos. Extraños… y me quedé colgado de esa palabra hasta que alcanzó una profundidad insondable. Miré, otra vez, las mesas vacías y me vinieron los nombres de las personas que las ocupaban normalmente y pensé en ellas, en nosotros. Aquella mañana de domingo, yo estaba allí. Penoso, sí. Pero, en el fondo, no era tan diferente. Eduardo, podría estar culminando una marcha por una senda nevada de Navacerrada, o jugaba un partido de baloncesto con sus antiguos compañeros de universidad o se había dedicado el fin de semana a pintar una pared, comida por la humedad, de su casa en el campo o se preguntaba, en ese mismo segundo, cómo iría a salir de aquello en lo que había llegado demasiado lejos, mientras se almorzaba unas migas en Ruidera enredado en la mirada risueña de su amante tras una noche de sexo urgente; Daba igual. Era lo mismo lo que estuviera haciendo en ese momento porque al mirar bien, yo veía perfectamente a Eduardo allí sentado en su silla, la misma silla que el lunes, bien temprano por la mañana, habría de volver a ocupar de nuevo, y en donde, después de cuatro, cinco horas, los abetos nevados, la canasta inverosímil y aplaudida, el nuevo color de un muro o los ansiosos entrechoques de pelvis en un hotel de la Mancha, se iban a hundir en el pasado como un saco de piedras en un lago sin que hubiera servido esencialmente para nada. Lo más real, lo cotidiano, el futuro cierto, lo que marcará siempre el ritmo de los días de todos los Eduardos, el sitio reservado, el lugar al que pertenecía, estaba allí, en aquellas sillas vacías que yo veía.

Esta percepción de ocupación subyacente no es exclusiva de los centros de trabajo porque se percibe también en otros ámbitos, y, sin embargo y no sabría explicar porqué, no ocurre por igual en todos los que parecen de similares características. Es obvio captarla, por ejemplo, en los centros comerciales, en los estadios deportivos cubiertos (es de notar en cuántas películas yanquis muestran tomas de un ring de boxeo con las gradas vacías. A veces las acompañan con sonido para aumentar el efecto, pero, la mayoría de las veces, no es necesario para transmitir la energía de masa concentrada). Pero, sobre todo, a mí me ocurre especialmente en los centros de trabajo y, además, acompañado de un sedimento desagradable de condena cumplida, de tiempo trascurrido inútilmente, de vidas tiradas por la borda. Quiero considerar que no puedo estar solo en este sentir y creo que son muchas las personas a las que les seducen extrañamente las viejas fábricas abandonadas, porque aún cuando hayan pasado decenas de años, hay salas en donde percibes el sudor, la grasa, el zumbido o traqueteo de las máquinas, los años de dedicación y esfuerzo, las vidas trascurridas entre esos muros… Y me ocurre también, aunque con significaciones menos poderosas, en las grandes ciudades superpobladas. En sus agostos, sus puentes laborales, sus días de fiesta la ciudad está tal y cómo es aunque no lo parezca. No puedo evitar que se me manifieste, aún en esos paréntesis, la aglomeración, la contaminación, el automatismo, la despersonalización, los atascazos, la uniformidad, la inercia… todo lo que la ciudad es continuamente y allí esta, siempre, aunque sea disfrazado de otra cosa más humana.

Una Barcelona equívoca, dije. Recuerden que era un domingo a una hora de comida temprana. Si yo hubiese tenido ocho años y llegase a Barcelona por primera vez, el recuerdo que me habría quedado, lo que me hubiera acompañado toda la vida y defendería en adelante como real, sería una Barcelona amable y soleada de calles despejadas y habitantes relajados. Y diría que los barceloneses eran gentes tranquilas, que caminaban despreocupados con periódicos, barras de pan, bandejas de pasteles, flores o nada en las manos. Que muchos paseaban sus perros con ropa cómoda y llevaban unas bolsas verdes atadas en las correas y recogían educadamente los excrementos de sus mascotas, que otros tomaban café o cerveza con sol en las múltiples terrazas plantadas en las aceras, que era una ciudad con muchos huecos libres para aparcar sus coches, que el tráfico era escaso y amable, que la temperatura era suave, que la furgoneta en la que viajaba era cómoda, amplia y muy nueva y de un color bonito, que el hombre que me llevaba era un señor muy simpático que sabía tratar a los niños y que contaba cosas agradables, que pasamos túneles que me parecieron muy largos pero que no me dieron miedo, que, cuando salimos de Barcelona, fuimos  por una autopista sin muchos coches, que entraba una luz muy blanca por las ventanas y que, no muy lejos, se veían unas montañas verde oscuro. Y si había algo que me enturbiaba el ánimo, no tenía nada que ver con la afable Barcelona, sino que ya no estaba muy seguro de que me fueran a ir demasiado bien las cosas en el examen al que me dirigía.

 

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Entrada quinta (Un topo en TVE):              

Como casi todo el mundo sabe o ha oído alguna vez, Barcelona es una ciudad de plano cuadriculado que ha alcanzado hace ya algunos años su límite máximo de expansión territorial. La línea de costa se proyecta en una diagonal suroeste-nordeste y, desde ella, el plano de la ciudad se va elevando hacia el interior de forma cada vez más acusada con cada manzana recorrida hasta alcanzar su límite occidental marcado por una media luna de montañas de altura mediana que encorseta a Barcelona por ese punto cardinal y que regala también, desde diversos niveles, unas vistas extraordinarias del manto bordado por edificios y calles que parece estar continuamente deslizándose hacia el mar. Salvo barrios que se acoplan a colinas verdes o a aquellos del extrarradio a los que se accede tras traspasar los túneles con los que se salvan las primeras barreras del terreno, las poblaciones que hay al otro lado de ese medio arco montañoso, ya no son consideradas de Barcelona y son autónomas por nombre, festividades, costumbres, carácter y administración. San Cugat, hacia el que mi conductor dirige diestramente la furgoneta, es un ejemplo de ello. Teniendo al Mediterráneo, de un azul neto y espejo de luz, como proscenio insuperable de las salidas del sol, es la dirección norte-sur –por simplificar- la que paralela a la costa parece la única línea natural y lógica para la expansión de la ciudad, línea que se proyecta hasta la desembocadura de los dos ríos que la limitan administrativamente: el Besós al norte y el Llobregat al sur; cursos bajos en los que, en puridad, finaliza Barcelona. La primera población que aparece en la ribera opuesta del Besós, se denomina Sant Adrià, en tanto, al suroeste, es el río Llobregat el que define la frontera administrativa entre la capital de Cataluña y Hospitalet. Nada puedo decir del carácter o de lo acusada que puede ser la conciencia autóctona o de patria chica de los habitantes de Sant Adrià, pues, por utilizar una muletilla sobada por los políticos ramplones actuales, no me consta. Pero sí puedo decir con respecto a Hospitalet que, hasta donde sé, sí poseen el prurito de orgullo de sentirse “sólo” de Hospitalet (ojo, por número de habitantes es el segundo municipio de Cataluña y el decimosexto de España –wikipedia dixit-), y entran a debate si alguien niega que es una población con más enjundia y antigüedad que Barcelona y defienden lo suyo con argumentos, apego a la singularidad, escudo y bandera. Aportar aquí que, al fin y al cabo, en algunos puntos las separa una simple calle; de tal manera que doña Paca, del portal ocho, es barcelonesa y doña Montse, del once, con la que comparte las cuerdas de tender la ropa y un anisito con pastas después de la misa del sábado, es hospitalense y a mucha honra.

BarcelonaVistas

No le debe extrañar esa punta en lo que acaba de leer, porque, fuera de algún devaneo mental y personal sobre si podría sonsacarse algo más sobre el carácter de estas gentes por su forma de vivir y de sentir el pueblo propio, a mí me son del todo indiferentes y allá cada cuál con lo suyo. Lo menciono porque este enaltecimiento de las peculiaridades individuales de los municipios, es algo que llama un poco la atención por estas latitudes que me han tocado habitar. Circuló hace unos años por los correos electrónicos una mofa en madrileño chabacano sobre estos sentimientos de pertenencia irrenunciable a un municipio diferenciándolo de la metrópoli. Venía a decirnos ese correo algo así como que, a diferencia de lo que pasaba en Barcelona, daba igual que hubieras nacido en Móstoles, Alcobendas, Navalcarnero o en el valle del Lozoya (a 60 km. de Madrid, de donde proceden sus ensalzadas aguas), porque podías sentirte y cacarear a los cuatro vientos, sin faltar a la verdad, que eras de Madrid y punto, (“ej que, tío, que da igual, tú vas y dices que eres de Madrid y punto pelota” –algo así era, más literalmente). Yo lo veo sencillamente explicado por una diferencia natural de idiosincrasias que no deben juzgarse, y nada más, dejo las conjeturas a su albur.

Entretanto, nuestro monovolumen, un tramo hacia el norte y dos cuesta arriba, iba quebrando los típicos chaflanes del ensanche barcelonés entre un tráfico circunstancial. Mi conductor es un andaluz, uno de tantos emigrados a Barcelona en la década de los setenta del siglo XX ahuyentado por el simbólico pan y cuchillo y el vaticinio certero de un futuro de sequías, moscas, dominó, misa social los domingos, aguardiente turbia y el fresco vespertino de una silla de enea a la puerta de una casa encalada e inexistente para el mundo; huido de verse sentado en ella a horcajadas, con los brazos apoyados en su respaldo, con la misma mirada de todos aquellos que se entregan a la nostalgia de lo que definitivamente no vivieron ni podrán vivir ya, al ritmo planetario de soles para chicharras, lunas grandes para enajenados y atardeceres marcados por el ritmo de los círculos hipnóticos trazados por los vencejos alrededor de una torre.

Mi conductor parece una persona franca y campechana; pero seria, sin chistes ni retrancas. Antes del primer semáforo ya comenzamos a hablar del tiempo, claro, como parece ser norma no escrita que debemos cumplir dos personas extrañas (aunque se vean todos los días) cuando se ven impelidas por la urbanidad a un intercambio de frases: que si en Madrid había hecho un frío desmoralizador y traicionero (¿sabe usted ese refrán que dice: El aire de Madrid, mata un hombre y no apaga un candil?), que si en Barcelona había llovido pero poco más, que si en verano, Madrid, es una parrilla pero Barcelona es un horno, pero, no crea –le decía yo-, cuando pega no se oye ni un pájaro y el asfalto produce espejismos; que sí, que sí –decía él-, pero ustedes tienen un calor seco y por tanto soportable y, sin embargo Barcelona, con ese calor húmedo… bueno, ya conoce usted cómo son estas conversaciones convencionales, casi son idénticas hasta en las palabras; pero sirven porque, entretanto, el ascensor abrió sus puertas por fin, el cigarrillo a la entrada de la oficina se ha consumido, el vecino ya llegó a su rellano… Pero pronto, la conversación tornó hacía la confidencia. Creo que nos caímos muy bien y hasta resultó que éramos quintos –nacidos el mismo año-. Después de un par de historias que él quiso decirme, un par de preguntitas genéricas y luego otras cuantas más explícitas, ya me percaté de que, quizás, no había medido correctamente la hondura de la zanja en donde me había metido voluntariamente y tuve el primer conato de deseo de evaporarme. Me contó algo de su emigración; de su trabajo, y que, ese domingo,  estaba ya cansado y que tenía ganas de acabar la jornada porque se le estaba haciendo muy larga.

-Mire usted –me dijo- es que desde las cuatro de la mañana, ya me dirá… A las cinco he tenido que ir a buscar a su casa a un trabajador para llevarle a TVE.

-¿A uno sólo? –pregunté.

-Sí señor. Es que a esas horas no hay transporte público y le tienen que poner un coche.

-Pues vaya turno –dije yo por contemporizar-. De gallo tropical. Debe ser muy crítico lo que hace. ¿Y no pueden ponerle un taxi que tiene que ir usted?

-Pues eso mismo digo yo. Pero bueno ¡qué le vamos a hacer! El que manda, manda. Pero, con usted, acabo por hoy.

Entonces le hablé de mi «topo» en TVE, por si le conocía, por si había sido a él al que había «trasladado» porque tiene turnos muy cambiantes e intempestivos. Y ya, lanzado, le peroré que me parecía un dispendio ese gasto tal y como estaban las arcas del ente público, tan escuálidas ellas y tan llenas de huellas digitales diversas. Se lo pude plantear porque tengo dos amigos que trabajan en esa televisión, uno en Madrid y otro, allí, en San Cugat; y sé por ellos que las ruedas de directivos de TVE que van sucediéndose unos a otros, se conducen como dementes. Bueno, no es que estén locos, es que como son cargos políticos y no tienen ni la más pajolera idea de televisión y sus decisiones se orientan con más tino al lucro y al amiguismo, resultan perniciosas para el futuro posible de TVE. Desde luego, cuando me cuentan algunas de sus directrices, me parecen tan irracionales como sacadas de la amígdala de una mantis religiosa. Me dicen que se tiran a la basura o al chatarrero equipos sin estrenar, que desmantelan una sección de profesionales para subarrendar sus trabajos a productoras «de nuevo cuño» formadas por cuatro gatos y un zorro. Que pagan millonadas por un programa basura que, casualmente, dirige el amigo, el que le puede devolver del favor o la amante de turno; que despilfarran en los grandes montos y se conducen como rastreros en lo menos costoso y más inmediato; que ascienden a puestos de responsabilidad a personas ineptas como mandriles.

-Un desastre me parece a mí, concluí. Ya sabe usted. Dinero público. Una merienda de negros. Si de verdad lo que importa es la economía, un gobierno como Dios manda formaría una cuadrilla a la manera de los Intocables de Eliot Ness como se hizo en Chicago en los años 20 para enchironar a los gángsteres. Gente insobornable, armada con la última tecnología y con patente de corso para la búsqueda de pruebas, por lo civil o por lo criminal; de patada en la puerta y trizas al colchón. Que si se trataba de una falsa alarma, pues nada, se pide perdón, se le pone puerta nueva y se le regala un colchón última moda. Que sí se encontraban los tacos de billetes, pues hala, directito al juez.  Ya vería usted cómo después de unos cuantos juicios sumarísimos y unas cuantas condenas de esas más magras cuanto mayor sea el fraude y bien cumpliditas, como las que le caen al pobre drogata al que colocaron en un banco disparando al aire con una recortada; ya vería usted, le repito, cómo en un año, eso sí, muy antidemocrático y aguantando el chaparrón de los medios y el griterío de las organizaciones que defienden con buenos argumentos a los corruptos y defraudadores; en un año, digo, o en menos, fíjese, el saneamiento del déficit público, el acusado descenso de los índices de fraude al fisco y la credibilidad de la «marca España» -como les encanta decir-, serían portada en las revistas económicas más reputadas del planeta.   

Mi conductor, no entró al trapo.  -¿Y como se llama su amigo? -me preguntó.

Yo me escamé un poco por si la respuesta podía provocar algún perjuicio para alguien, pero confié y se lo dije.

-Pues no, no es él. Al que he llevado se llama… Miró un papel que tenía en el salpicadero y leyó un nombre distinto.

-¡Ah!, no, entonces no.

Pues sí, leyó usted correctamente. Escribí «topo». Confieso honestamente que existía alguna posibilidad de beneficiarme de la ayuda indeterminada de un infiltrado en TVE. Desde luego no en el programa, eso no, pero sí en sus cercanías. A priori, las características de Saber y Ganar, donde los programas se emiten pregrabados (y hasta aquí puedo desvelar porque los participantes firmamos un protocolo de confidencialidad), parecen permitir algún tipo de triquiñuela que, si conoces a alguien de dentro, podría otorgar una posición ventajosa respecto a tus compañeros-competidores. Pero si se piensa mejor, a no ser que tu «topo», sea uno de los guionistas –lo que no promete mucho porque, aunque son ellos los que elaboran las preguntas, son diversos, quizás su trabajo sea telemático y porque no podríamos asegurar que ellos conozcan exactamente cuándo está programado que se vayan a plantear las preguntas que han elaborado-; o sea alguno de los sempiternos presentadores –esto es prácticamente imposible, por status, por honorabilidad, y hasta, si hiciera falta este argumento, porque lo más lógico es que preparen los programas de uno en uno, según se van a grabar-; si se piensa mejor, repito, no parece que pueda ser de gran ayuda conocer a alguien que trabaje en el mismo centro y parece mayor la expectativa abierta por esta posibilidad, que el resultado práctico real. Pero… sí, si hay una grieta en el sistema: La sección del programa que se denomina “La parte por el todo”. Si usted no conoce bien el funcionamiento de esta prueba de Saber y Ganar, rápidamente, le apunto que se trata de una prueba en la que se van dando pistas sobre un “todo” del que hay que concluir una solución final. Lo más frecuente es que se trate de identificar a un personaje, un cuadro, una película, un edificio, unos populares dulces monjiles… y con esas pistas, finalmente, hay que dar una respuesta más o menos compleja: de qué se trata, alguna historia referida a ese “todo” en cuestión, los porqués, etc. La ventaja, la grieta que digo, es que la solución a lo que se plantea, lo más habitual, es que se difiera de un programa a otro; a veces las pistas son acumulativas –es decir, nuevas pistas en cada programa-, a veces no, a veces ofrecen tres pistas, por ejemplo, y de ellas hay inferir ese todo. Efectivamente, como usted también puede llegar a ser un poco ladino, ha deducido en seguida que, si se conchaba con alguien que tenga acceso a las grabaciones y quiera y pueda hacerlo, podría adelantarle lo que se busca y los indicios dados para resolverlo. Pero, a la postre, la posibilidad de que esa ventaja se pueda utilizar en el programa se difumina hasta tender a la nada. Aún otorgándole que, conociendo la pregunta de antemano, haya sido capaz de encontrar la solución por usted mismo, es difícil calcular cuántos programas faltan para que llegue su participación y, por tanto, es bastante improbable que se le presente la posibilidad de que usted pueda lucirse con un, por ejemplo: “Sí, Jordi, me parece que la fotografía es del ábside de la iglesia interior del castillo de La Adrada, en la provincia de Ávila. Se cree levantado sobre un enclave romano y perteneció al condestable de Castilla, Don Álvaro de Luna en el siglo XV. Restaurado recientemente, alberga en la actualidad el Centro de Interpretación Histórica del Valle del Tietar.”, y lo más factible es que ya la cuestión que le planteen sea muy otra.

TopoA todo este rimero de dificultades, que ya disuaden de por sí de todo intento de treta, hay que sumar las características propias de mi «topo» que, como bien reconoce él mismo, es un perfecto inútil en actitud y aptitud para estas faenas. Un buen «topo» –como les ocurría a los temerarios de la Guerra Fría- se estimularía con la posibilidad hurgar, recabar, descubrir y desvelar lo escondido. Muy al contrario, al mío,  esta oportunidad que se le brindaba insinuada entre otras anécdotas, le produjo el mismo hondo desapego y le dejó el consabido gesto de perplejidad que siempre le aparece cuando le intentas introducir en los fundamentos de estrategia y reglas de cualquier juego o concurso. Fue decirle que iba a ir a concursar a Saber y Ganar, allí, donde él trabaja, y, como el que pide que le pase el salero, me dijo: “Pero, no me digas que aún existe ese concurso. ¿Y lo sigue llevando el Jordi Hurtado?;”. Camino cortado, ya me lo sé. Pero, ingenuo de mí, continué: “Pues sí, -contesté- y luego le intenté engatusar un poco con el procedimiento, las expectativas, cómo funciona ahora… pero ya se había ido lejos, muy lejos, como si le estuviera desgranando la tabla de mareas de la isla de Mindanao. Claro, yo ya no pude ni plantearle: “He pensado que si tuvieras la posibilidad… ¿Qué te parece si…?” Sino sólo comenté: “¡Ja! y yo que había pensado darte el papel de topo…”. Sonó a broma, pero la sola alusión a la hipótesis le indujo a recrear sus necesarios movimientos y le produjeron una pereza infinita... y procedió a enumerar -ya hablando solo, porque yo también me puedo ir a Filipinas cuando quiero-, las imposibilidades de todo tipo que se le ocurrían, las reales, las secundarias, las imaginadas, las solucionables, las ajenas… Así que ya me dirá usted que podía sacar alguien como yo de todo este asunto del topo, suponiendo, además, -cuestión que no hemos necesitado ni aludir- que mi ética me hubiera permitido plantearme este camino repleto de escollos poblados por líquenes escurridizos.

 

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Entrada tercera (Un mono, cincuenta minutos):    

          El tren llegó con diez minutos de adelanto en un viaje de apenas tres horas. Tres horas para más de 600 kilómetros sin necesidad de tener que elevarse sobre la tierra, con rozamiento, o más difícil aún, apoyado en ella, impulsándonos en ella. Aún no parece creíble. Sin embargo tres horas también equivalen a cuatro ciclos consecutivos en los que la nicotina y demás aditivos con los que envenenan el tabaco descargan en el organismo sus trallazos de síndrome de abstinencia. Eso es lo que calculan los teóricos del asunto: Un mono cada 50 minutos. Cincuenta minutos por 20 cigarrillos, son mil minutos manteniendo al mono dormido; y mil minutos son dieciséis horas largas. Justo. Por eso dicen que las cajetillas de tabaco se comercializan con 20 cigarrillos. Calculado. Te fumas una cajetilla, duermes, y mañana otra. Y así hasta que la muerte nos separe o afrontemos el acto heroico que nunca garantiza el triunfo total. Desolador. No lo vendan, señores, o castiguen con severidad inquisitorial el envenenamiento colectivo y la manipulación criminal. Sí, ya he oído sus risas. Se ríen porque no tienen cuajo o son cómplices. No sé, entonces, qué hacen ahí. Yo les seguiría pagando sus cacerías, su “rayitas”, sus putas, sus huevas de pez con tal de que sacaran las manos de donde las tienen y que no tuviéramos que depender de su carencia de virtudes, de su cobardía, de su falta de imaginación, de su espíritu lacayo, de su sordidez, de su estulticia, de su fealdad… ¡Por Dios, Luis! ¿Adónde vas? ¡Que esto es otra cosa!... Les pido disculpas. Voy a tomarme un té y a poner un poco de música… Bueno, ya he vuelto. Y… ¿ahora qué? Desde luego que hay que tener mucha presencia de ánimo para retomar esta crónica muelle 4000 decibelios más abajo, pero… así debe suceder. Lo voy a intentar y simularé que no he oído nada de lo anterior… ¿dónde estaba? Sí, en desolador, punto. Borro esta palabra y en vez de “desolador” lean ustedes “Difícil, ¿no?”. Así que sigo desde ahí. El “punto de encuentro” -como se dice modernamente- con el conductor que Marc me había asignado, era la puerta de una hamburguesería industrial que hay en la estación. Yo me dije: ¡Qué suerte! ¡Diez minutos de adelanto! Me voy a poder fumar un Café Crème sin necesidad de llamar la atención. Estaría bonito que ya que me ponen un chófer particular le haga esperar por un vicio pernicioso y tan mal visto ahora. Gente sin carácter somos los que fumamos, semi-leprosos. Basta. Ya tenía enfrente las puertas de salida de la estación, unas puertas de cristal donde me esperaba una luz violenta. Con una mano hacía rodar mi maletón nuevo de color nazareno, en la otra empuñaba un mechero y, engarzado como con un clip entre la parte superior de la oreja y el hueso temporal, mi deseado purito. Entonces suena mi móvil. Llama el amable conductor que se identifica y me pregunta si soy el que soy y que si ya he llegado o estoy solo aproximándome. Y en vez de mentirle ligeramente, le digo que sí, que ya he llegado y que estoy saliendo. Mire, -me apunta-, tengo la furgoneta aparcada en la puerta de la hamburguesería, según sale usted de la estación, justo a la izquierda. Ahí le espero. O sea, a diez metros de donde ya estaba yo. Y entonces reacciono un poco y antes de colgar le miento: -De acuerdo, a ver si me oriento. Yo creo que en cinco o seis minutos estoy allí. Colgamos. Salgo a la calle, miro a mi izquierda y veo a un señor de pie en la puerta del “burguer” y apoyado en una furgoneta metalizada donde cabría un equipo de balonmano. ¿Y qué hago yo, entonces? Me hago el tonto. Hago bulto entre los otros fumadores –cetrinos todos, débiles, consumiendo un cuarto de cigarrillo en cada calada por el ansia de nicotina-. Pero aún fue más humillante. Vigilo con el rabillo del ojo a mi chófer y noto que está buscándome entre los que van saliendo por la puerta y por dos veces me roza con la mirada. Él no me conoce, pero ¿cuál es mi siguiente paso? Literalmente: Es-con-der-me detrás de un puestecillo, no sé si de venta de la ONCE o de caramelos, que no me fijé. Así fue. Ese era el espíritu que llevaba. Corto me quedé cuando dije, hace ya bastantes líneas, que estaba cohibido por el miramiento de ese coche puerta a puerta. ¿Y es ese tío el se iba a poner delante de las cámaras y decir, en su momento, la palabra “Tombuctú”? Pues parece que sí, que lo iba a intentar, el muy iluso...  

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    Ahora pienso que lo que tenía que haber hecho para empezar con buen pié, era haberme puesto un traje blanco con una pegatina de Freddy Mercury en una manga y los leones rampantes, el águila, la corona y la Q de Queen, en la otra; también una camisa, roja, por ejemplo y unos buenos tirantes de otro color chillón y encenderme un Romeo y Julieta al salir de la estación y acercarme contoneándome, con los pulgares en los tirantes, hasta la furgoneta y darle la mano a mi chofer, o mejor, una buena palmada en la espalda, ofrecerle un puro y decirle que ya que el destino nos había unido, nos íbamos a tomar algo fuerte en la terraza de la cafetería mientras nos fumábamos nuestros purazos a la salud de la productora de Saber y Ganar y que ya saldría el sol por Antequera, o por Coventry, ya que según yo es una ciudad donde pueden pasar muchas cosas y ser muchas ciudades a la vez, incluso andaluza.

                                     

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Entrada cuarta (floris moralina):           

        Comienza a preocuparme que, por esta forma de contar las cosas que tengo, no consiga ser entendido, y al final nos entretengamos todos con lo menos sustancial. Según va la cosa, es alto el riesgo de que sus miradas, las de usted, se puedan quedar enredadas en los dedos que señalan y no se dirijan hacia las lunas señaladas. Por ejemplo, ese final de la tercera entrada, ha quedado un poco equívoco. Parece que sí, que está decentemente construido y muy oportuno para dar paso a una bajada de telón que anuncie el entreacto. Tiene algo de chisposo y esos ademanes de español caduco tan agradecidos por los públicos simpatizantes del sainete; con su pizca de sal, también; pero, lo que es a mí, lo que me evoca es la imagen de ese torero que, con el mentón apuntando hacía Molineteel tendido medio, y levitado por la ovación, se aleja con chulería del toro al que le acaba de aplicar una tanda de molinetes. Pero pasa que los molinetes son pases preciosistas en el que el maestro, con un giro de peonza, se enrolla la muleta al cuerpo como una falda y termina manchándola con la sangre del animal al pasarla por su flanco y son pases para la galería que carecen de la hondura de otras suertes de muleta. Y no. Es verdad que sí ha quedado reflejado que lo primordial que debe de interiorizar un concursante de Saber y Ganar para participar y tener posibilidades de sobrevivir unos cuantos programas, es una resolución sin fisuras que era evidente que yo no llevaba; pero, finalmente, no parece que haya quedado demasiado claro. Pues sí, daría igual lo de los tirantes fashion y los grandes puros; valdría lo mismo aparecer por Barcelona de cuero negro ceñido, muñequeras como collares de perro de presa canario y unas botas altas de tachuelas con las puntas hacia fuera o ir vestido como Pippi Calzaslargas, porque lo que importaría sería llevar la resolución “cardenalicida” grabada en las pupilas y que fuera esa resolución un reflejo del espíritu y de la intención. Eso es.

FlorisMoralina2

        Ahora, mírenme. Estoy camuflado tras un quiosquillo metálico casi bebiéndome un purito y me creo un buen estratega por la treta ideada. Y se oyen ji, jis, en mi escondite. Pero algo no marcha bien y decididamente, no estoy disfrutando; me domina el deseo de terminarlo cuanto antes; lo sé porque me veo inquieto de pies y obsesivamente centrado en la punta incandescente del cigarro que reluce con un naranja tan refulgente que cuando lo acerco a la chapa del puestecillo, llega a reflejar una luna rojo pálido; y las caladas que aspiro son tan ansiosas, que la línea de quemado del purito se ha vuelto caótica y desigual, con forma de fractal… Pero… súbitamente, sin transición y sin causa que lo motive, algo ocurre… y sé lo que es: Es el asalto de una ola repentina de conciencia que me manifiesta la absurdez de mi postura y el propio daño que me está haciendo el disimulo; y enseguida, aparece la pena por esos ji, jis y automáticamente la reacción, el puñetazo en la mesa.

La verdad es que es un contratiempo el que todavía no pueda arrancar la furgoneta hacia el hotel y que mantengamos a nuestro chófer rebuscándome sin suerte, durante unos minutos más, entre los viajeros que salen deslumbrados de la estación. Pero es que, según están situados nuestros personajes, entre los que podemos incluirnos nosotros (usted observando lo que hacen y dicen y yo, ubicuo, en dos sitios a la vez), no parece que sea un mal momento para que aprovechemos la magnífica luz que nos está regalando el sol y que reverbera espléndida en la plaza de la estación y nos detengamos a mirarnos un poco. No sé, concédanmelo, por favor. Hagan ustedes como aquel señor del jurado que escribió INOCENTE en la primera ronda de votaciones de la obra Doce hombres sin piedad, persiguiendo, al menos, una hora de reflexión antes de mandar al joven acusado a la silla eléctrica. Observemos, entonces, nuestra mano izquierda, por ejemplo, así apoyada en la rodilla o encima de la mesa, quizás algo deshidratada o con las uñas demasiado largas o con el anillo de boda, incrustado por los olvidos que conllevan la costumbre, en el dedo anular; o miremos cómo y en dónde estamos sentados, la pierna doblada por debajo del culo, la silla incómoda, la cálida mantita… Les prometo que no es gratuito el que les haya pedido que nos quedemos inmóviles en este momento como en aquel juego de pelota infantil (en nuestro barrio madrileño le llamábamos “el balón prisionero”) al grito de ¡pies quietos!, porque estos momentos en los que detenemos conscientemente nuestro movimiento y lo intentamos también con nuestra vorágine de pensamientos ingobernables; son excelentes para conseguir ver el mundo de manera no habitual y, desde luego, los mejores para la toma de las decisiones más equilibradas. Yo, por ejemplo, doblemente estatua, aquella mañana tras un parapeto de hojalata y ahora ordenando a mis dedos bailar claqué sobre el teclado, y usted preguntándose que adónde quiere ir a parar este tío, pero, eso sí, condescendiendome, amable, en oírse o sentirse el latido de su corazón que es el que le da la vida y reconociendo que sí, que hay un ser vivo dentro de nosotros que vibra con programación matemática y que es él el que nos está sosteniendo y al que, tantas veces, ni saludamos. Bien, yo no sé si a ustedes les pasa, pero no les creería si me dijeran que no. Quiero pensar que todo hombre, desde los más huidizos hasta los más pagados de sí mismos, por el simple hecho de serlo, tienen abierta continuamente la posibilidad de tomar conciencia del papel que están representando en una circunstancia y en un instante concreto. Cuando esto ocurre, no es imposible que se acerque a intuir que el libreto de su vida no lo ha escrito exactamente él y que, por tanto, es posible que sus actos, sus deseos, sus ambiciones, estén teñidos por una alta dosis de búsqueda del reconocimiento ajeno (¿social?, ¿laboral?, ¿familiar?, ¿grupal?, ¿nacional-étnico?) y que los modos y formas con los que exterioriza sus emociones, puede que respondan a simple mimetismo, quién sabe de quién, del cine, de la publicidad o de lo “cualquierconceptomente” correcto. Y no divago, recuerden o busquen la historia de los doce monos como ejemplo del aprendizaje social adquirido. Y lo que es evidente es que ese hombre, todo hombre, tiene siempre abierta la posibilidad de redescubrir que él no es mono, ni debe comportarse como esos monos; y de autoimponerse la obligación de indagar y trabajar para ir raspando con la uña todo aquello de lo parece ser él y realiza, y que podría no pertenecerle en esencia. Desde luego, no es que vaya a llegar un día que, a ese hombre, le vaya a ocurrir lo que a Gregorio Samsa, o que una mañana al afeitarse o al hacerse las cejas, descubra en el espejo del baño que él es un marciano de incógnito o un colaboracionista, no; pero si ese ras-ras continúa, aunque sea muy trabajosamente, sí puede encontrarse, alguna vez, en un punto en el que no serían muchos, ni muy grandes, ni muy difíciles, los pasos que tendría que dar para llegar a dudar razonablemente de la bondad de los hilos de los que penden sus brazos, su cabeza, su cintura y a llegar a plantearse si él podría hacer algo más para poder situarse y vivir su tiempo con un poco más de autenticidad o, al menos, de honestidad. Bueno, así, en abstracto, esta frase es demasiado ostentosa; pero vale; vale porque me refiero a autenticidad y honestidad para las cosas cercanas, cotidianas, las sencillamente importantes. Por ejemplo, reconocer que vive temiendo lo que no debiera ser temido, que juzga a las personas y a las ideas algo artificiosamente, que muchas veces esconde lo que podría estar perfectamente brillando al sol, que valora mal aspectos de sí mismo que podría llevar sin vergüenza en la solapa o que baja la mirada, el volumen de voz o el tono mental, ante quién podría sostenerlo orgullosamente o que lo eleva sobre lo que merecería más reconocimiento.

       FlorisMoralina Vaya, me he puesto la mano en visera para que no me moleste el sol de la plaza y he mirado hacia arriba, hacia el principio de la parrafada, y me doy cuenta que me he metido en un jardín laberíntico de difícil escapatoria, un jardín sembrado de unas flores púrpura que huelen a moho: floris moralina, creo que se llaman. Lo de calificar al jardín de laberíntico es una idea posterior a haber escrito este párrafo. Y, creanme, lo he hecho, no por floritura, si no porque, siendo así, me va a resultar más fácil salir de él. Si se tratara de un jardín convencional, tendría que desandar el camino recorrido o tomar una senda natural que me llevara hasta una salida, y me tocaría continuar con un blablablá que ya resultaría tan excesivo que hasta mi propio chófer podría, aburrido, marcharse sin mí. Pero al convertir el jardín en un laberinto y siendo como es, que yo no soy un individuo capaz de salir de él por mí mismo -como ya habrán podido colegir usted fácilmente por lo leído-, debo buscarme un rescate de fantasía. (No me juzguen mal, es lícito; todos los contadores de historias con final feliz escaparon de sus laberintos de un modo u otro, aquellos que no lo lograron y mondan sus huesos por la hojarasca, no pudieron concluir sus historias y se malograron; pero esta crónica, que va a ser ejemplo venidero para los futuros concursantes de Saber y Ganar, sí merece ser rematada). Para salir, entonces, voy a montar en el aire un jardín-laberinto semejante al que tenemos pero de naturaleza virtual; de tal manera, que ninguno de nosotros podamos saber en cual de los dos me encuentro, para, finalmente, percatarnos de que no estoy en ninguno. Comencemos, entonces, a construir ese jardín paralelo: «Quiero pensar que todo hombre, desde los más huidizos hasta los más pagados de sí mismos, por el simple hecho de serlo, tienen abierta continuamente la posibilidad de tomar conciencia del papel que están representando en una circunstancia y en un instante concreto; y con ello, ir alcanzando algunos de los estados de conciencia que antes hemos ido mencionando». Pero esto conlleva algo más, implica también que, como cualquier cuerpo gaseoso, todo hombre posee un punto de saturación que una vez superado, el encantamiento que parecía real e insoluble, puede cambiar su estado físico… y precipitar; y esa realidad sin alternativa que le ceñía con su nudo grueso el cerebro, o el cuello o el corazón o el estómago, puede caérsele mansamente a los tobillos y entonces, ese hombre, no tiene más que levantar primero un pie y luego el otro y quitárselo como si fueran los calzoncillos; es entonces cuando podemos advertir cómo abre los brazos y da un empellón al aire echando el pecho hacia adelante mientras dice liberado: Sí, ¿y qué huevos pasa?

        Creo recordar que también a Pinocho le paso algo así. Aunque esa historia tenga un fondo con una moraleja opinable y que, honestamente, piense que es una faena que le ocurriera cuando el muñeco estaba tan divinamente en la isla de Strómboli; es verdad que en un momento determinado precipitó algo de su interior que le hizo ser consciente de sus grandes orejas de burro; pues ese mismo algo me hizo a mi darme cuenta de la mías, que, claro, no eran de burro, sino de conejo; unas grandes y algodonosas orejas blancas escondidas tras una chapa de hojalata. Pero me ocurrió, y fue entonces cuando apagué con rabia mi purito a medio quemar aplastándolo contra la chapa de mi escondite y me lancé a pecho descubierto hacía la furgoneta con una sonrisa y con una mano tendida para el hombre de Saber y Ganar que me esperaba; y ya lo hice con un ánimo tan resuelto que, tras los saludos y las presentaciones, pude soportar sin pestañear cómo mi conductor me arrebataba de la mano el pesado maletón morado y permitir, estoicamente, que fuese él el que lo cargara trabajosamente en la parte de atrás de la furgoneta.

        Y entonces, ya sí, nuestro coche arrancó por fin y comenzó a trazar ángulos rectos por una Barcelona equívoca.

 

                                                         

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Entrada segunda (El vestíbulo de las moléculas):    

     Las horas, los días, las semanas…, son piezas de tiempo con las que se construye una pared infranqueable que nos separa de todos los yoes que fuimos alguna vez, que nos impide permutar nada de lo que hicimos y en donde se difumina la intensidad y el sentido de aquello que llegamos a sentir o pensar o decir… Un muro enorme cada vez más grueso, más alto, más denso pero, a fin de cuentas… un muro translúcido.

    Ahora, veo caer la lluvia suavemente sobre una procesionaria formada por las luces rojas de los coches detenidos en los semáforos de una plaza; y, sin embargo, puedo apoyar mi frente en ese muro y mirar a través de él, y puedo verme en Barcelona bajar del tren aquel domingo y también transitar por los pasillos alicatados con azulejos crema y observar cómo me detengo en un escalón de la escalera mecánica que asciende hasta que va apareciendo lentamente ante mi vista, en un travelín vertical, el vestíbulo de la estación de Sans. Sin ser pequeño, este espacio en particular, y a diferencia de otros recintos de tránsito, siempre me ha parecido muy confuso, repleto de personas que se mueven por él como si no tuvieran un destino o se sintieran encerradas sin escapatoria. Seguramente será porque desde este vestíbulo se abren puertas, tornos, escaleras, pasillos y galerías que, traspasándolas, te permiten realizar un viaje a casi cualquier distancia que pueda alcanzarse con un impulsor adecuado y unas cuantas ruedas: desde las distancias más dilatadas, como las que supone un viaje desde la llanura atlántica europea al estrecho de Gibraltar, o desde las riberas aluviales de Tarragona a las mejilloneras de las Rías Bajas, hasta las más exiguas, como la que supone un trayecto hasta las candilejas fundidas del Paralelo o a las terracitas vestidas con toldos y pescaítos de la Barceloneta. Siendo esto así, cuando estoy en ese vestíbulo, no puedo evitar comparar el intrincado ir y venir de los viajeros con el círculo que aquellos profesores pintaban con tiza blanca en el encerado y que luego completaban repartiendo por su interior unos cuantos puntos marcados con golpes sonoros de la punta de la tiza; un dibujo con el que intentaban representar a un cuerpo gaseoso al que se le aplicaba calor y cómo se removían sus moléculas en todas las direcciones sin un plan aparente.

Barcelona-Sans   foto: Martín Gallego. Fotos imperfectas. Barcelona-Sans  http://martingallego.blogspot.com.es/2008_09_01_archive.html

La productora de Saber y Ganar tiene designadas unas personas que se encargan de tramitar los viajes, la estancia y los trayectos de ida y vuelta desde la estación de Sans o desde aeropuerto hasta San Cugat. Estas personas tienen que ser eficaces y atentas y además, estar despiertas porque, aunque se supone que los concursantes que nos presentamos a un concurso como Saber y Ganar nos encuadramos, a priori, en un determinado perfil y algo nos han cribado antes de aceptarnos por medio de una pequeña prueba de cultura general y (aguante un poco más el inciso, no se pierda, estamos esperando a saber porqué esas personas designadas tienen que estar despiertas) también tienen un esbozo psicológico nuestro obtenido de un mini-test que nos hacen con preguntas del tipo de ¿qué es para ti el éxito? o ¿cuál es tu mayor defecto? (ya), nadie puede asegurar que no podamos ser alguno de nosotros gato en vez de liebre, lo que no sería muy grave, o ser raposo colado en gallinero, que ya requeriría soluciones a posteriori más indeseables.

   El que se encargó de los trámites de mi “traslado” se llama Marc Royo. Es un hombre aún joven. Es alto, moreno y delgado y de trato cordial y desenvuelto, muy de agradecer para ahuyentar timideces. La primera vez que hablé con él por teléfono para concretar los detalles, recuerdo que quise saber si había mucha distancia desde la estación hasta San Cugat y me dijo que no, que apenas media hora. Luego, le pregunté:

-  ¿Y cuál es la mejor manera de llegar? ¿En tren de cercanías?

- ¿Cómo en cercanías? –me respondió con esa pregunta retórica- No, no, que te ponemos un coche. Te recoge en la estación y te trae hasta el hotel.

- ¿Que me ponéis un coche? ¡Qué bien! ¡Vaya lujo!

- Pues claro. ¿Qué pensabas? Como un señor.

Esta conversación algo intrascendente la cuento para que se puedan inferir dos cosas. Una, que yo no estoy muy acostumbrado a estos agasajos y que esta deferencia, de alguna manera, me cohibía. Yo no lo pensé entonces, pero hoy sí estoy seguro que, para mi coleto, ya interiorizaba que era un dispendio gastar este trato en alguien como yo que, a lo más seguro, iba a tener una actuación irrisoria y me ponía, yo solo, en una posición de inferioridad con la que apechugué durante todo el proceso –como el día D, Freddy, vino corroborarme-. Y dos, que Marc tenía que estar preparado para solventar dudas de sepa Dios quién y resolver de manera amable cuestiones como, por ejemplo, que éste quiere llevarse a su dogo, la madre de aquel exige entrar con su hijo en el plató y necesita habitación o ese otro, que tiene ocultas intenciones de viajar gratis a Barcelona y desaparecer…

   Cuando luego lo conocí en persona, con la suerte ya echada y con ella, su sombra, nos dimos la mano y Marc quiso aliviar el momento y me habló de esas cosas que, siendo verdad, no dejan de ser frases hechas y paliativas –es solo un juego, has tenido mala suerte, los nervios nos pueden…, sospeché con fundamento que ese saber hacer que me había demostrado eran consecuencia del cultivo cuidadoso de una virtud principal: la empatía. Sí, porque Marc ya ha enviado de vuelta a rodar por Sans a muchos maletones y sabe que, cuando lo hace, van a ser acarreados por manos y brazos de eliminados a los que les van a zumbar, como moscas en un tarro, preguntas muy similares para las que no van a encontrar respuesta porque casi nunca la tienen, preguntas también cansinas como las propias moscas y, en cierto modo, estúpidas; preguntas como, por ejemplo: ¿para qué cojones he venido? ¿Cómo no me acordé de Beatrice o del cuello Mao? ¿Cómo me he podido quedar en blanco si me atiborré de Ginkgo Biloba? o qué va a pensar de él su Sofía o si debería dejar de acudir al club de ajedrez hasta que se pasen las ganas de la guasa. Y, además, Marc, sabe que todo esto se rumiará al mismo tiempo que se deambula por el vestíbulo de Sans, con movimientos aleatorios semejantes al de una molécula calentada, y que será así hasta la salida de un AVE que ya no merece las guirnaldas, un AVE sin sol, con los alemanes ausentes y con los ¿mejicanos? ya olvidados de la velocidad, echando sus fotos por el barrio Gótico o a todas las fuentes de Barcelona: las de las luces de colores de Montjuich, las del Modernismo, o las que se llenan con calçots o escalibadas.

 

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FondoSyGConFM

Saber y Ganar, el día de Freddie Mercury (índice y links directos)

 

Ent.  1   Madrid-Barcelona 
Ent.  3   Un mono, 50 minutos
Ent.  4   Floris moralina
Ent.  5   Un topo en TVE
Ent.  6   El ojo mágico 
Ent.  7   La garita y su radio 
Ent.  8   El charnego
Ent.10      Reelaborándose 
Ent.12      Reelaborándose
Ent.  20   La pomada disentida
Ent.  21   Los retos de comodín
Ent   25   Beatriz, la del vólatil nombre (Prox)