Entrada duodécima (K, San Cugat del Vallés):   

Ya comienza a ser incómodo que cada vez que por aquí le necesitamos, solo sepa nombrar a mi anfitrión de aquella víspera en San Cugat y del día de marras en TVE, con el parcial apelativo de “mi topo frustrado”. Así que, ya que estamos recomponiendo el staff, es el momento de asignarle un nombre menos insidioso y más sintético. Por tanto, a partir de este mismo momento, le conoceremos como K, ya que este alias es escueto y congruente y, además, con él me aprovecho para relacionarlo con el apellido del protagonista de El proceso, que, como mi K, digiere y comprende mal lo que le va sucediendo y demuestra una capacidad de respuesta disminuida y perpleja ante la presión y las normas y la inflexibilidad de las estructuras externas. Valga también como reconocimiento al otro K., al autor, que, además de su genuino genio, casualidades de la vida, celebraba sus aniversarios cuando este cronista, el día de Santo TomasApostolTomás, que es el discípulo que necesitó introducir sus dedos en la herida de lanza del Maestro para poder creer. Añadir, para evitar intrigas, que ni la primera cosa, ni la siguiente, ni esa última del dedo en la llaga, son representativas, ni simbólicas de nada, ni esconden, por esta vez, ninguna segunda intención. No creo que le parezca a usted mal que espolvoree lo que se va diciendo con alguna anécdota superflua, como el dibujo naif de salsa verde que trazan los más afamados chefs en sus platos-palangana alrededor de tres taquitos de mero.

Por las horas que eran, K y yo, comimos mal en una terraza muy bonita, con un suelo de baldosas a dos colores y unas cuantas macetas con plantas grandes y carnosas y acompañados por unos pocos comensales de conversaciones quedas muy de agradecer, en contraste con los voceríos habituales. Las cervezas, olivas, y ensaladas, acomodados en la sombra, luego, la cazuela de pescado reseco e indocumentado en las entreluces del toldillo, para finalmente, y ya con los tiramisús y los cafés, buscar un poco de calor arrastrando las sillas tras la luz del sol que se ladeaba y se diluía tan rápidamente como si alguien con un regulador, como a la hora de cierre de las discotecas antiguas, nos quisiera echar del restaurante por pesados y tardíos; tanto y tanto, que ya el sol no tuvo fuerzas para contener una brisa fresca y racheada que se adueño de la tarde y que nos volaba lo menudo: las servilletas de papel, palabras sueltas, el ticket de la cuenta, los papelillos y el tabaco de liar y las colillas y la ceniza del cenicero; aunque también, supongo, que para contento del camarero encargado de la escoba, limpiaba de burujos la terraza empujándolos hasta la calle transversal.

Cuando ya los cafés y los chupitos estaban acabados y la mesa requetelimpia de liviandades, el gozo supuesto del camarero encargado de limpiar la terraza –poco dura la alegría en casa del proletario- se había tornado en imprecaciones entre dientes porque, sí, las servilletillas que debía de barrer, ya se las había llevado el viento, pero, en su lugar, el suelo se había tachonado de las colillas, palillos y huesos de aceituna aventados desde las mesas y que ahora se habían parado encajados en las junturas de las losetas. Cuando le vimos luchar con su cepillo contra esa basurilla pertinaz –seguramente fuera de turno, por nuestra culpa- maldiciendo de forma queda –muy de agradecer, también por contraste-, entonces sugerí a K, que lo que se terciaba era una digestión turístico-cultural por el San Cugat histórico en la que él bien me podía servir de cicerone.

 Pero la sugerencia no caló, y K, que posiblemente sí estuviera cansado por el madrugón mañanero de su jornada laboral cumplida, ya llevaba un rato queriendo darme muestras patentes de sueño y agotamiento con sus bostezos y estiramientos sin recato, pérdidas de hilo y cierto desinterés paulatino. Nada nuevo para mí. Son decenios en los que sus siestas, en cualquier lugar del mundo, sobre cualquier superficie, por delante de cualquier portento o expectativa, tienen un carácter litúrgico que le es imposible quebrantar. Y, claro, aquella tarde tan especial no iba a constituir una excepción. Así que, para mi relativa sorpresa, se excusó del paseo por San Cugat. Estábamos en uno de los barrios modernos del pueblo. Desde él, descendían en cortos tramos, calles asfaltadas y alguna escalera peatonal hacia un parque lineal que no era más que un ancho bulevar con cuadros de césped y claros de tierra donde habían puesto zonas de juego para niños. Ese bulevar bien pudiera haber sido, en su tiempo, el lecho de un pequeño río o, sencillamente, el terreno extramuros del enclave medieval de San Cugat, que se levantaba frente a nosotros. Allí, arriba de una escalinata funcional de doce o quince escalones, demoramos un poco la separación. Insistí en que me acompañara al paseo. Al principio se lo pedí sin mucho ruego, aunque luego intenté asaltar su negativa, no tanto apelando a la amistad y a su deber supuesto de anfitrión, como al principio moral de que no debería dejarse llevar por la molicie y de que algún día tendría que vencer esa subordinación física en pro de no sé qué valor estoico superior –ni yo mismo me lo creo del todo-. Nada. Se zafó con muchos es que…, algún pero…, un luego, si quieres en Barcelona…, y un ¡hombre! si a ti te gusta zascandilear solo y darle vueltas a las cosas… Lo de siempre. Bueno, eran tiras y aflojas ya vividos y yo sabía que cuando había dicho siesta, era siesta. Sobre la escalera, al menos, sí trató de orientarme hacia dónde podía dirigir mis pasos. Oculto por altos árboles sin hojas y, quizá, por un ángulo muerto, K me señaló con el dedo el punto aproximado por dónde se tenía que situar lo que a mí más me iba a gustar: El Monasterio de San Cugat. –Está muy bien, me animó, ya verás. Finalmente, tras los deseos de suerte y serenidad, muchos ánimos y proponer una cita posterior indeterminada, dio media vuelta y se encaminó hacia su coche, hacia Barcelona, hacia su siesta imperdonable y yo, en ese singular momento que un hombre vive y debe vivir muchas veces y, todos, por los siglos de los siglos, me quedé solo ante un reto, por esta vez –reconozcámoslo- de importancia subjetiva y escaso riesgo.

NuevosRetosY enfatizo ese instante en el que me invadió el desánimo como una marea súbita allí, frente al San Cugat viejo, porque tiene su importancia. Usted conoce el mecanismo. Nuestro subconsciente sabe disminuir la tensión psicológica que nos invade ante un hecho próximo desagradable o que nos impone o que tememos, si puede interponer entre éste y nosotros una pequeña bolsa de aire aunque no nos vaya a paliar en nada el encontronazo. Ejemplos cotidianos y conocidos por todos, hay muchos. Uno típico es que si vuelve uno de vacaciones un viernes y no es hasta el lunes cuando debe reincorporarse a la rueda laboral, sí, nuestro viaje entre estupas o glaciares o charangas y farolillos o espumas de cerveza y olas, ha pasado ya al inventario del Juicio Final; pero el aferramiento psicológico que hacemos a ese miserable y efímero fin de semana que aún nos separa del lunes demoledor, sí logra salvarnos artificiosamente del abatimiento y posterga el síndrome del reintegro por unas horas. También pasa mucho en la inminencia de los exámenes de recuperación de septiembre o en las horas que anteceden el momento de una dolorosa despedida. Y también pasó en el quinto escalón de aquella escalera donde me quedé inmóvil: ya no había paliativos, ni chóferes ni Kas que me entretuvieran, ni furgonetas ni coches que me pasearan. La luz de la víspera se apagaba y la siguiente que vería sería la del tembleque, la del día de Freddie Mercury y, aunque intenté estirar un poco más ese “fin de semana” con el paseo por San Cugat, no lo conseguí y las cosas que vi y viví no presagiaron nada bueno.

El pueblo de San Cugat es, como mínimo, dos pueblos diferentes. Uno es el núcleo primigenio, artificialmente coqueto, muy remozado en blanco, con sus calles peatonales y algunos carteles o inscripciones testimoniales de almacenes, tiendas, asociaciones fundadas a principios del siglo pasado. San Cugat tiene fama de ser una población pija, y quizá, por esa prevención que me habían infundido, sí es verdad que anduve fijándome más de lo necesario, por verificarlo, en aquellos paseantes de ese domingo que me resultaran envueltos en ropas de mejor tela, o diseño o marca (¡ya ve usted, yo juzgando telas y diseños!). También consideraba los peinados, los cortes de pelo, por si me parecieran de peluquería cara. Me fijaba de refilón en los pelucos, los aderezos, las mariconeras de piel. Miraba los juegos de los niños, si eran o no de vuelo corto y vigilado, en si los vestidos de las niñas tenían ribete, en cómo eran sus lacitos, en si los perros paseados también llevaban lacitos y si eran perros que meaban u orinaban o hacían pipí o pu, o si se les notaba el pedigrí de sus amos por la forma de levantar la pata. En fin. Perder el tiempo, mirar por nada. Sí noté algo de ello en el trato para conmigo y en las maneras de los parroquianos de dos cafés, en alguna conversación robada, en cómo recibieron y respondieron a las preguntas que hice para salir de allí, pero, a decir verdad y como en cualquier otro sitio, también me crucé con vocingleros y gentes vestidas con ropas informales, de mercadillo, y muchas personas que paseaban a chuchos de raza mil cruces. Además, también en las calles principales los chinos o paquistaníes han colonizado los locales más populares y frecuentados. Y, como al día siguiente –ya lunes- pude constatar, (en la llorera post-mortem que no podían cortar ni las cinco primeras cervezas –que es el número en donde dejé de contarlas-, ni las ene siguientes; y aún –¡lucero del alma mía, hasta cuando!- chapoteando en el olvido el nombre del grupo de Freddie Mercury); muchos de sus habitantes van y vienen de sus quehaceres diarios traídos y llevados a Barcelona, a sus trabajos, a sus estudios, por los trenes populares de cercanías. Y caminan, como en Vallecas o en Carabanchel, por ejemplo, con prisa y acarreando sus bolsas de deporte, sus carteras, sus libros y carpetas o las bolsas de plástico del supermercado con una barra de pan, una litrona, unas manzanas, 150 gramos de chorizo, un litro de leche y, a lo mejor, unos tomates que le faltaban para hacerse una ensalada. Como cualquiera.

monasterio sant cugat 

Monasterio de San Cugat (http://www.xn--espaaescultura-tnb.es/)

Efectivamente, como me había informado K, la joya de la corona es el monasterio, una antigua abadía benedictina de más de mil años, algo grande para el lugar donde se asienta porque se hace difícil escoger un ángulo visual que ofrezca la distancia suficiente para que se pueda tomar una buena perspectiva del conjunto y, salvo desde otros enclaves más alejados –también imperfectos, también mostrando caras parciales del complejo-, de cerca, es difícil abarcar el todo; aunque sí tiene fachadas y un rosetón imponente y un excelente paseo por rincones y alrededor de sus muros. Lamentablemente, el monasterio estaba cerrado a esa hora y no pude entrar a recorrer su claustro que, según parece, es digno de ser admirado. De todas las formas yo estaba para poco arte y todo lo vivía ya como una sucesión de hechos e imágenes ajenas a mí, como si yo no estuviera en la misma realidad que San Cugat o que el monasterio. La verdad es que los pingajos que le quedaban a esa luz ya fría de diciembre, que apenas unas horas antes había reverberado como en diamante en la plaza de la estación, en la furgoneta, en las antenas parabólicas, en la fachada de mi hotel… aportaban a la realidad un velo de leyenda romántica y aunque yo pudiera palpar la piedra, oler un jardín, evocar a los artesanos puliendo sillares, todo me parecía un juego de hologramas superpuestos, un sueño breve y sin importancia. Una espera amenizada.

En San Cugat o en su término local hay, que yo pueda asegurar, tres estaciones de tren. Dos son de la línea de cercanías, que allí llaman Rodalies. La más céntrica se denomina como la población, San Cugat, y pertenece a la misma línea que la estación de Sant Joan, que es donde usted tiene que apearse si quiere ir a TVE, ubicada a la espalda del hotel de los concursantes de Saber y Ganar. Entre ambas estaciones se encuentra la otra que digo, ya a las afueras, al norte de la Ronda Norte; se llama Volpelleres. Como lo que voy a contar de aquella tarde –noche pronto, y desapacible- tiene su dosis de extrañeza y deseo que me crea a pies juntillas, intentaré ser muy concreto. Si usted mira un mapa-callejero de San Cugat, encontrará algún que otro cuadrito naranja más, símbolo de las estaciones de Rodalies, pero éstas no podemos asegurar que pertenezcan ya a San Cugat y, además, no tienen vela en esta historia (iba a decir entierro, por lo del día siguiente, metafórico, claro). Así que, mi intención, tras la visita al monasterio, no era otra que callejear un poco más, sentarme en algún banco a mirar a la gente, buscar rincones, placitas agradables, algún café demorado… y poco más. Y luego, coger un tren (disculpe si usted es sudamericano, pero así es como normalmente denominamos en España al acto de utilizar un transporte, se cogen los coches, los taxís, el metro, las rodalies… a las mujeres no, nunca) en la estación más a mano –San Cugat, en mi conciencia- y dos estaciones más allá, estar tranquilamente cenando en mi hotel, buscando vivaz entre los otros cenadores a mis compañeros-contrincantes por si era capaz de reconocerlos. Luego, velar armas, espantarme el acojone (con perdón, utilicen acobardamiento los zaheridos, aunque la malsonante es más precisa) y dormir lo mejor que se pudiera. Y, mañana, Dios diría. Ese era mi humilde plan. No era mucho pedir ¿no? Pues sí, era demasiado.

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                                                           Atardeceres (LCJ)

En el tomar un café y perderme por algunas de las calles cercanas al monasterio, cayó la noche. Hacía frío. No era un frío mesetario, pero recuerde que se había levantado viento y que la ropa que llevaba era la de un domingo primaveral. Caminé un poco más y no me gustaba demasiado lo que veía así que entré en el primer bar que me pareció bien y pedí un nuevo café y, ya de paso, pregunté inexactamente al camarero: ¿Por favor, por dónde puedo ir a la estación de tren? El camarero consultó algo en catalán a la camarera y, a su vez, me preguntó ¿A cuál estación? ¿A la de RENFE?  Sí, respondí, erróneamente porque aún nada sabía de Rodalies y estación de RENFE era para mí un término genérico y no distintivo. Ahora, además de la camarera, intervino otro cliente y hablaron un rato en catalán mientras extendían los brazos señalando a distintas direcciones. Yo, no previendo en ningún momento que K no me fuera a acompañar, en ese momento, me descubrí que no tenía la más remota idea de donde estaba, ni si San Cugat era pequeño o enorme, ni cómo se iba a ningún sitio y que, si aquellos lugareños dudaban y se contradecían entre sí, quizás me iba a costar más de lo previsto volver al hotel. Bueno, me dije, preguntando se va a Roma y, además, podría andar sin problema los cuatro o cinco kilómetros que debe de haber hasta el polígono o puedo pedir un taxi –que es lo que tenía que haber hecho-. Bueno, al fin, pareció que habían llegado a un acuerdo los preguntados y el camarero dirigió mis pasos:

- Siga esta misma calle, y un poco más adelante hay un cruce. Tome la calle de la izquierda y luego la primera a la derecha. Bájela hasta el final y va a llegar a una avenida muy ancha. Gire a la izquierda. Esa calle se llama Francesc Macià. Súbala. Luego verá que se divide en dos. No haga caso. Siga subiendo hasta el final donde verá una rotonda que tiene un obelisco en el centro. Al otro lado de la rotonda está la estación de RENFE.

- Perfecto, muy amable -contesto. Apuro mi café –excelente, por cierto-. Pago y antes de salir le repito al camarero, por ver si he entendido bien, los primeros pasos de su explicación. Sí, había entendido bien. Salgo y camino.

 Y camino. Lo que yo busco encontrar es la estación de San Cugat. Y, además, espero hallarla más o menos en el centro. Me lo dijo K. Pero por donde camino no es por dónde yo imagino que pueda estar. Así que me entran dudas y me planteo las cosas feas que le vienen a uno cuando duda, los frutos de la inseguridad que pueden llegar a estar muy agusanados. No puede ser por aquí –me digo-. La estación está en el centro urbano. Y esto, desde luego, no es el centro, estos son barrios nuevos y por aquí, no hay, no puede haber una estación. ¿Se habrán dado cuenta de que soy madrileño y me han enviado a la otra punta? No, Georgi, que la gente no es así. No, la gente no es así pero yo voy a preguntar a esa parejita que están con ese perro. Les pregunto y hay un momento en el que se miran entre ellos. ¿Qué pasa? ¿No lo saben? Si está cerca, la tienen que conocer. ¡Que es una estación de tren y no la marquesina del autobús de Sabadell! ¿Se están conchabando también con la mirada? Entonces el chaval me pregunta: ¿La estación de RENFE? Sí, le digo otra vez muy convencido, pero de nuevo, testarudamente equivocado. –Sí, está al final de esta calle –ahora es la chica la que me informa-. Siga subiendo y llegará a una rotonda que tiene un obelisco. Es la ronda Norte. La cruza y al otro lado está la estación. –Muchas gracias, contesto. –De nada. Y ya, desentendidos de mí, comienzan a llamar a gritos a su perro(a) que se ha escapado acudiendo a la llamada atávica de otro perro(a) en un jardín. Bueno, Giorgi –me digo- ¡qué mal pensado eres a veces! Y camino. Pero ¿por dónde? ¿Dónde estoy? Pues estoy en el otro San Cugat, ese otro diferente que, ya muy arriba, mencioné. Se llama San Cugat porque dicen que es San Cugat, pero podía ser cualquier barrio nuevo de cualquier ciudad o pueblo de España. Cortado por el mismo soso y funcional patrón. Sin belleza, sin invitar a la convivencia, al compadreo, a las relaciones humanas. Calles anchas, monótonas, interminables, impersonales, aburridas. Diseñadas para los coches, flanqueadas por bloques y bloques de ladrillo, jardincitos acotados y muy buenas aceras para andar, para hacer footing, no tanto para caminar mirando lo que haya de bonito o de evocador, porque… ¿qué se puede ver? A tu izquierda, por ejemplo, asfalto, coches que pasan raudos, coches aparcados, semáforos, papeleras, algún kiosco de periódicos o de helados. ¿Y a la derecha? Más coches asomando por las calles trasversales o entrando o saliendo de los garajes. Y la ristra uniforme: un portal, una clínica dental, un banco, una pastelería, otro portal, un local vacío, otro, una gestoría, una cafetería funcional, otro banco, un nuevo portal, una tienda de chinos, un garaje, una tienda de bolsos y complementos, un portero fumando, un estanco, otro banco, otro portal, una librería –con libros de Pilar Urbano, de Harry Potter, de Pérez-Reverte, el último de Stephen King-, una tienda de mascotas, otro garaje ¿Sigo? No hace falta. Usted ya lo sabe porque en su ciudad es lo mismo. Igual de uniforme, soporífero, alienante. En todos y cada uno de los barrios nuevos de todas y cada una de las poblaciones españolas… El desmantelamiento sañudo de la singularidad, la preciosidad de muchos de los pueblos y ciudades de España en los últimos cuarenta años tiene carácter de hecatombe, ha sido una catástrofe irrecuperable.

 Pensamietos

Pensamientos (LCJ)

Camino, no, mejor digo ando. Entonces K, estaba confundido ¿no? Bueno él tampoco viene mucho por aquí, o viene en coche. Posiblemente no sepa bien dónde está la estación. Hace frío. Esta cuesta no me la esperaba. Me tenía que haber puesto deportivos. Claro, es que desde que salí de casa esta mañana, ya está bien. ¿Es aquello el obelisco? ¿Podrás mañana con la ansiedad? Bueno, si me puede, no participo y ya está. Pero… ¿qué estas diciendo, Giorgi?  Este K, me ha hecho la puñeta…, es que no aprendo. Como puede deducir de estas frases, aquella noche comenzó a predominar en mí el monólogo interior, y me recuerdo hasta vocalizando los pensamientos. Vamos, que iba hablando solo. Era una autodefensa, la del erizo. Eso fue así, cabal, como lo cuento; y ese talante no era el mejor porque conduce a cierto tipo de trastorno mental transitorio, o, al menos, sí a una pérdida de coordinación con lo que te rodea, con el entorno, con el tiempo, con lo que pasa a tu alrededor, con lo que oyes. Incluso con lo que ves. Ahora, en perspectiva, tampoco puedo asegurarlo pero sí quizás fueron los equívocos de esa víspera los que sembraron el germen de una especie de estado de idiotez que se prolongó hasta más allá de las cervezas nocturnas y compulsivas del día siguiente. Y todavía no ha leído usted nada. Ahí estaba el obelisco por fin y las cosas que pueden empeorar, empeorarán.

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Ent.12      Reelaborándose
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