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Ajedrezado

 

Valdenarro

ValdenarroEntrenaClub de ajedrez Valdenarro, entrenando.

(Capítulo inicial del libro "Informes para Valdenarro")

InformesParaValdenarro

Valdenarro es un club de ajedrez formado en un barrio del sur de Madrid hace cerca de 25 años. Se gestó en una pequeña taberna regentada por un matrimonio ya cansado: tranquilo, socarrón y algo cicatero. Ella, Águeda, era una mujer con una cara de gata tan bien dibujada que parecía artificial, sin rivales en un posible castin para madre en el cuento infantil del gato Ambrosio. El hombre, Guillermo, era un repatriado del Protectorado, nativo de Larache, que nunca llegó a desprenderse de su bigotillo castrense ni de sus dejes coloniales. Enamorado del ajedrez, incluyó en su equipaje de regreso dos juegos de grandes piezas de madera, muy pulidas por el uso y con un tacto maravilloso, muy diferentes de los pequeños juegos magnéticos y de aquellas figuras Staunton de pasta a las que estábamos acostumbrados, y entre las que casi siempre, bailaban dos o tres piezas que habían perdido la arena que les servía de contrapeso.

Un lateral de la taberna estaba acotado por una luna de cristal sin tintar que comprendía todo el ancho del local, desde el pilar de la esquina hasta el del rincón. En esta pared del rincón habían clavado con chinchetas un mapamundi publicitario de la empresa SEUR del tamaño de una toalla de baño, tan perfecto, tan bien impreso, que el relieve de las grandes cordilleras resaltaba nítido del resto del mapa como si fuera la estructura ósea de la Tierra, separando subcontinentes latitudinalmente o sosteniéndolos de arriba abajo como columnas vertebrales; pero, sobre todo, lo que atraía la vista con más fuerza eran las dorsales oceánicas que como costurones cosidos con prisa, parecían grabados allí para remendar las placas y que el mundo no se deshiciera. Con tu vaso en la mano, podías quedarte mirando de cerca minutos y minutos los colores verdes de lluvias y ocres de desiertos en un puro contraste a cada lado de las líneas montañosas de dirección norte-sur y, ya cautivado, las cicatrices amoratadas en las profundidades de los océanos aportando la materia nutriente que regeneran nuestro planeta. Las pasabas el dedo para asegurarte de que no estaban en verdad en relieve y lo deslizabas sobre ellas durante miles de kilómetros hasta que lo llevabas hasta el punto donde herían las plataformas continentales, las fallas que presagian las grandes catástrofes telúricas.

Esa luna de la taberna, verticalmente, se elevaba sobre un murete de medio metro de altura hasta el techo. En la parte exterior del cristal habían dibujado y pintado con colores mates, un increíble pulpo tocando una gaita, unos mejillones con ojos en la valva superior y abiertos para mostrar unas como lenguas rojizas con una sonrisa dibujada; y también un plato caliente rebosado de lo que debían querer parecer patatas bravas, porque el humo que emitía estaba representado por unas flechas rojas y quebradas envueltas en nubes difusas. El conjunto de dibujos estaba enmarcado por un rótulo en forma de arco donde se podía leer: RACIONES  VARIAZ. Independientemente del carácter naif sublimado de la composición, que vista tres veces, vista todas; era la zeta final del reclamo la que nos llevaba continuamente a la duda razonable de si el rótulo del exterior se había servido de una plantilla escrita por dentro de la taberna o no, y no llegamos a saberlo porque nunca jamás nos atrevimos a preguntarlo. Sea como fuere el error de la Z, directo o inducido, lo que importa de lo que cuento es que fue allí, en esa ala acristalada, en donde el dueño había dispuesto dos mesas casi exclusivas para sus dos tableros y sus piezas maravillosas.

Y resultó que la ubicación de esas mesas era perfecta para jugar al ajedrez porque, alejada de la barra, no interrumpía el trajín cotidiano de la taberna, ni las partidas eran incomodadas por su ajetreo; pero sobre todo, y esto es lo que más importa, porque invitaba y permitía que los mirones pudiéramos observar desde la calle, muy pegados al cristal y eludiendo las patas del pulpo, los mejillones y las bravas, las partidas que el dueño entablaba con algún parroquiano. Una tarde de paso, otra también pero dando un rodeo, otra adrede y ya otras exclusivas, fue inevitable que llegara una de ellas en la que, tras superar el primer reparo, nos coláramos en la taberna para ponernos nosotros al otro lado de la cristalera a «jugar ajedrez» y ser nosotros los mirados. Este fue el germen de Valdenarro: un escaparate similar al de una zapatería, por el que se cosechaban los feligreses, uno a uno, y que, poco a poco, fueron enriqueciendo las partidas haciéndolas menos esporádicas y con los interventores más variados.

De ese modo, con el paso del tiempo y consolidadas por el buen ambiente y por el placer venial e intenso del ajedrez con cerveza, las partidas aumentaron su cadencia rápidamente hasta que se fueron convirtiendo en cotidianas primero y en muy concurridas después,  hasta alcanzar tal popularidad que forzosamente comenzó a hacerse muy complicado encontrar el día en el que no era imperativo esperar un turno excesivo para poder jugar tu partida. Pronto se hizo evidente que los dos juegos de ajedrez eran insuficientes y el espacio de la taberna demasiado reducido. Verdad es, que intentamos paliar estas estrecheces con nuevos juegos de fichas y con una ampliación de la zona de juego al exterior del local, cuando uno de los asiduos, apellidado Magán, con un buen trabajo y mucha paciencia, pintó, en una borriqueta casera, seis dameros en los que se llegaron a jugar campeonatos sociales y partidas simultáneas con los niños y jóvenes de la barriada; pero esa solución no pudo tener continuidad al ser claramente estacional. Así que, sin pretenderlo, estos inconvenientes se convirtieron en carencias insolubles que quisimos superar y que nos empujaron a la búsqueda de un recinto más apropiado que el de nuestra querida taberna de «el moro» y en donde se alumbraría, finalmente, a Valdenarro.

Y lo encontramos. Fueron tiempos excelentes vividos por gente de barrio muy heterogénea en filias y caracteres, un amplio grupo que se oficializó en un club y que, diariamente, atraía y unía a personas con edades de necesidad distinta, y que podía conjugar en un tablero a consumidores de hachís con especialistas en la desactivación de explosivos, niños talentosos con amantes de la noche, hogareños de pantufla con ex-presidiarios o, resumiendo que es lo que al caso viene, entusiastas de la Trompowsky”(1) con defensores de la Caro Kann”(2). Alcanzó su punto álgido cuando aquella Comunidad de Madrid, tan distinta a la de hoy, nos cedió un nuevo local amplio y confortable que singularizamos pintando la puerta metálica de la entrada con ocho cuadros blancos y negros aprovechando su relieve, y en tres de ellos, unos enormes peones sobrepuestos; un local en el que ya se pudo conformar una biblioteca temática de libre consulta y un sistema irregular para impartir clases de ajedrez gratuitas a los niños y a los menos niños. Cuantos amantes o interesados por el ajedrez se acercaron entonces por Valdenarro, encontraron sus brazos abiertos, sus partidas, sus afectos, amén de unas pedagógicas derrotas que los acicateaban a volver un poco más aprendidos o con francos deseos de superación.

Burlando los peligros a los que nos podía haber arrastrado aquella vertiginosa huida hacia adelante, definitoria de esos primeros tiempos, Valdenarro consiguió mantenerse coherente con su origen modesto y nunca envanecerse, ni perder su matiz de improvisación, ese carácter lúdico y despreocupado, casi infantil, en donde siempre han importado más las prioridades y circunstancias de las personas que los resultados puntuales. Cierto es que también, en su pleno apogeo, sedujo a algunos jugadores más experimentados con los que Valdenarro llegó a competir como club en las ligas madrileñas con tres o cuatro equipos (uno de ellos en categoría Preferente); pero también lo es que, obviando las admoniciones de los más «seriotes», siempre condimentamos el ajedrez con otras actividades complementarias de diverso calado y sustancia, siendo algunas de ellas tan exaltadas, que no era inusual que se prolongaran hasta las luces del alba del día siguiente y concluyeran, ya con la mente algo turbia, jugando la partida programada del campeonato correspondiente. Si buscáramos las razones por las cuales Valdenarro aún existe tantos años después, encontraríamos, naturalmente, la fuerza de la costumbre, la calidez humana, la seguridad y la relajación que da el roce de los años, todo ello cohesionado, claro, por una dosis suficiente y necesaria de fidelidad; pero también, como aspecto especialísimo, único, deberíamos encontrarlas muy cerca de los vínculos que esas noches tejieron.

Con el transcurrir del tiempo (largo tiempo para un club de ajedrez de barrio con los mimbres de Valdenarro), murieron personas; se quemaron etapas y oportunidades, se perdieron los libros, el local; crecieron y se marcharon casi todos los niños talentosos y el club se fue deshilachando con los años. Hoy, ya está desubicado de su barrio original, mantenido por un grupo de entre siete y diez ilusionados, igual de heterogéneo que entonces, empecinado en la supervivencia y unido por lazos inconcretos; pero que siguen buscando con placer sus partidas de ajedrez y, con no poco gusto, sus actividades paralelas.

(1)         Trompowsky: Apertura de ajedrez que genera partidas muy tácticas.

(2)         Caro Kann: Apertura de defensa muy sólida.

 

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