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Fragmentos de libros. MATAR UN RUISEÑOR de Harper Lee Fragmentos II:

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... – Pero, ¿y sus padres? –preguntó miss Caroline, auténticamente preocupada.

– No tienen madre –le respondió el chico–, y su padre es muy pendenciero.

El recital había halagado a Burris Ewell.

Hace ya tres años que vengo el primer día al primer grado –dijo, expansionándose–. Calculo que si soy listo este año me pasarán al segundo...

Mis Caroline dijo:

– Haz el favor de sentarte, Burris –y en el mismo momento en que lo dijo, yo comprendí que había cometido un serio error. La condescendencia del muchacho se inflamó en cólera.

ScoutClassRoom– Pruebe usted a obligarme, señorita.

Little Chuck Little se puso en pie.

– Déjele que se vaya, señorita –dijo–. Es un ruin, un ruin endurecido. Es capaz de cualquier barbaridad, y aquí hay niños pequeños.

Little era uno de los hombrecitos más diminutos, pero cuando Burris Ewell se volvió hacia él, su diestra voló hacia el bolsillo.

– Cuidado con lo que haces, Burris –le dijo–. Te mataría con la misma rapidez con que te miro. Ahora vete a casa.

     

Del Cap. 8

Por motivos inescrutables para los profetas más experimentados del condado de Maycomb, aquel año, el otoño se convirtió en invierno. Tuvimos dos semanas del tiempo más frío desde 1885, según dijo Atticus. Míster Avery dijo que estaba escrito en la Piedra de Rosetta que cuando los niños desobedeciesen a sus padres, fumasen cigarrillos y se hicieran la guerra unos a otros, las estaciones cambiarían: a Jem y a mí nos cargaban, pues, con el peso de contribuir a las aberraciones de la Naturaleza, causando con ello la desdicha de nuestros vecinos y nuestra propia incomodidad.

CannasFlorLa anciana mistress Radley murió aquel invierno, pero su muerte no causó apenas ni la más leve alteración: los vecinos la veían raras veces, excepto cuando regaba sus cannas. Jem y yo dedujimos que Boo se había cebado con ella por fin, pero cuando Atticus regresó de casa de los Radley dijo, con gran desencanto nuestro, que había muerto por causas naturales.

– Pregúntaselo –susurró Jem.

– Pregúntaselo tú; tú eres el mayor.

– Por eso tienes que preguntárselo tú.

– Atticus –dije–, ¿has visto a míster Arthur? Atticus asomó una cara severa por el costado del papel, mirándome.

– No.

Jem me indicó que no hiciera más preguntas. Dijo que Atticus estaba todavía un poco quisquilloso en relación a nosotros y los Radley y que no daría buenos resultados el insistir. Jem sospechaba que Atticus pensaba que nuestras actividades de aquella noche no se limitaron únicamente al «póker desnudo». No tenía ninguna base firme para esta sospecha, decía que se trataba solamente de una corazonada.

A la mañana siguiente, al despertar, miré por la ventana y estuve a punto de morir de espanto. Mis alaridos sacaron a Atticus del cuarto de baño a medio afeitar.

– ¡El mundo está llegando a su fin, Atticus! ¡Haz algo, por favor...!

Le arrastré hasta la ventana y señalé.

– No, no termina –contestó–. Está nevando.

 Jem preguntó a Atticus si aquello persistiría. Jem tampoco había visto nunca nieve, pero sabía lo que era. Atticus contestó que de nieve no sabía más que el mismo Jem.

NieveEnAlabama– No obstante, creo que si la atmósfera sigue húmeda así, se convertirá en lluvia.

Sonó el teléfono y Atticus dejó la mesa del desayuno para acudir a la llamada.

– Era Eula May –dijo al regreso–. Cito sus palabras: «Como no había nevado en Maycomb desde 1885, hoy no habrá clases».

Eula May era la telefonista en jefe de Maycomb. Le habían confiado la misión de comunicar anuncios públicos, invitaciones de boda, poner en marcha la sirena de incendios, y dar instrucciones para primeras curas cuando el doctor Reynolds estaba ausente…

     

Del Cap. 9

Sin embargo, ahora roía otro hueso.

– ¿Todos los abogados defienden nnn... negros, Atticus?–

 – Naturalmente que sí, Scout.

 – Entonces, ¿por qué decía Cecil que tú defiendes nigros? Lo decía con el mismo tono que si tuvieras una destilería.

 Atticus suspiró.

 – Simplemente, estoy defendiendo a un negro: se llama Tom Robinson. Vive en el pequeño campamento que hay más allá del vaciadero de la ciudad. Es miembro de la iglesia de Calpurnia, y ésta conoce bien a su familia. Dice que son personas de conducta intachable. Scout, tú no eres bastante mayor todavía para entender ciertas cosas, pero por la ciudad se ha hablado mucho y en tono airado de que yo no debería poner mucho interés en defender a ese hombre. Es un caso peculiar... No se presentará a juicio hasta la sesión del verano. John Taylor tuvo la bondad de concedernos un aplazamiento...

 – Si no debes defenderle, ¿por qué le defiendes?

 – Por varios motivos –contestó Atticus–. Pero el principal es que si no le defendiese no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta, no podría ordenaros a Jem y a ti que hiciéseis esto o aquello.

  –¿Quieres decir que si no defendieses a ese hombre, Jem y yo no deberíamos obedecerte?

 – Esto es, poco más o menos.

 – ¿Por qué?

 – Porque no podría pediros que me obedeciéseis nunca más. Mira, Scout, por la misma índole de su trabajo, cada abogado topa durante su vida con un caso que le afecta personalmente. Este es el mío, me figuro. Es posible que oigas cosas feas en la escuela: pero haz una cosa por mí, si quieres: levanta la cabeza y no levantes los puños. Sea lo que fuere lo que te digan, no permitas que te hagan perder los nervios. Procura luchar con el cerebro para variar... Es un cambio excelente, aunque tu cerebro se resista a aprender.

 ToKill 1– ¿Ganaremos el juicio, Atticus?

 – No, cariño.

 – Entonces como...

– Simplemente, el hecho de que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer –respondió Atticus.

– Hablas como el primo Ike Finch –dije.

 El primo lke Finch erá el único veterano confederado superviviente del condado de Maycomb

   

... A Jem y a mí siempre nos parecía chocante cuando tío Jack besaba a Atticus en la mejilla; eran los dos únicos hombres que habíamos visto jamás que se besasen. Tío Jack estrechó la mano a Jem, y a mi me levantó en alto, aunque no a suficiente altura: tío Jack era más bajo que Atticus; era el benjamín de la familia, más joven que tía Alexandra. Él y la tía se parecían, pero tío Jack hacía mejor uso de su cara: nosotros nunca mirábamos con recelo su afilada nariz y su barbilla.

Era uno de los pocos hombres de ciencia que jamás me causaron terror, probablemente porque nunca adoptaba los aires de médico. Siempre que nos prestaba algún pequeño servicio profesional a Jem y a mí, tal como arrancar una astilla de un pie, nos explicaba al detalle lo que iba a hacer, nos daba una idea aproximada de lo mucho que dolería y nos describía el uso de las pinza que hubiese de emplear. Una Navidad, asomaba yo por las esquinas llevando una astilla retorcida en el pie, sin permitir que se me acercarse nadie. Cuando me cogió tío Jack, me tuvo riendo todo el rato, hablándome de un predicador al cual le fastidiaba tanto ir la iglesia que todos los días se plantaba en la puerta del templo, en bata y fumando una pipa turca, pronunciaba unos sermones de cinco minutos a los transeúntes que deseaban auxilio espiritual. Yo le interrumpí para pedirle que cuando fuese a sacar la astilla me avisase, pero él me presentó un pedacito de madera ensangrentada cogido con unas pinzas y dijo que me lo había arrancado mientras yo estaba riendo, y que aquello se conocía por el nombre de relatividad...

   

Scout MaryBadhan... – ¡Jack! Por la bondad divina, cuando un niño te pregunte algo, contéstale. Los niños son niños, pero sorprenden una evasiva con mayor presteza que los adultos, y las evasivas solamente sirven para atontarles. No –murmuró mi padre–, esta tarde has tenido la respuesta acertada, pero los motivos eran equivocados. El lenguaje feo es una fase por la que pasan todos los niños, que desaparece cuando se dan cuenta de que con las malas palabras no llaman la atención. En cambio, la testarudez no desaparece. Scout ha de aprender a conservar la calma, y ha de aprender pronto, con lo que le reservan los próximos meses. De todos modos, va progresando. Jem se hace mayor, y ella sigue ahora un poco su ejemplo. Todo lo que necesita es que la ayuden alguna vez.

Atticus, tú nunca le has puesto la mano encima.

– Lo confieso. Hasta ahora he podido seguir adelante con amenazas, nada más. Jack, Scout me obedece lo mejor que sabe. La mitad de las veces no llega a la meta, pero lo intenta.

– Esta no es la solución –dijo tío Jack.

– No, la solución es que ella sabe que yo conozco que lo intenta. He ahí lo que importa. Lo que me atormenta es que ella y Jem tendrán que soportar pronto algunas cosas desagradables. No temo que Jem no sepa conservar la calma, pero Scout, cuando está en juego su orgullo, se arroja sobre uno con la misma rapidez que la vista...

Yo esperé para ver si tío Jack rompía su promesa. Todavía no lo hizo.

– Atticus, ¿será muy grave el caso? No has tenido mucha ocasión de hablarme de él.

– Podría haber sido peor, Jack. Lo único que tenemos es palabra de un negro contra la de los Ewell. Las pruebas se reducen a lo de «lo hiciste; no lo hice». No se puede esperar que el Jurado acepte la palabra de Tom Robinson contra la de los Ewell ¿Conoces a los Ewell?

Tío Jack dijo que sí; los recordaba. Y se los describió; pero Atticus dijo:

– Te quedas atrasado en una generación. Sin embargo, los Ewell actuales son igual.

– ¿Qué harás, pues?

– Antes de terminar, me propongo destrozar un poco el tímpano al Jurado... De todos modos, creo que una apelación nos dará una probabilidad razonable. En este estadio no puedo adivinarlo, en verdad, Jack. Ya sabes, yo confiaba terminar mi vida sin un caso de esta índole, pero John Taylor me señaló con el dedo y dijo: «Usted es el hombre».

– Apartad de mí ese cáliz, ¿eh?

– Exacto. Pero, ¿crees que de otro modo podría volver a mirar a la cara a mis hijos? Tú sabes lo mismo que yo lo que ha de ocurrir, y espero y ruego que Jem y Scout atraviesen la prueba sin amargura, y sobre todo, sin contraer la enfermedad corriente de Maycomb. El motivo de que personas razonables se pongan a delirar como dementes en cuanto surge algo relacionado con un negro es cosa que no pretendo comprender... Confío nada más en que Jem y Scout acudirán a mí para resolver sus dudas en lugar de prestar oídos a la población. Espero que tendrán bastante confianza en mí... ¡Jean Louise!

La cabeza me dio un salto. La asomé por la esquina.

– ¡Señor!

– Vete a la cama.

Me escabullí hacia mi cuarto y me acosté. Tío Jack había sido un príncipe de los hombres al no traicionarme. Pero no supe imaginarme cómo se enteró Atticus de que estaba escuchando, y sólo al cabo de muchos años comprendí que quería que oyese todas las palabras que dijo.

     

Del Cap. 10

Atticus estaba débil; se acercaba a los cincuenta. Cuando Jem y yo le preguntábamos por qué era tan viejo, nos respondía que había empezado a vivir tarde, lo cual nosotros lo reflejábamos sobre sus habilidades y su virilidad. Atticus era mucho más viejo que los padres de nuestros condiscípulos, y Jem y yo no podíamos replicar nada cuando los compañeros respectivos de clase comenzaban «Mi padre...»

Jem estaba loco por el fútbol. Atticus no se cansaba nunca jugar de guardameta, pero cuando Jem quería disputarle la pelota, Atticus solía decir:

– Soy demasiado viejo para esto, hijo.

Atticus no hacia nada; trabajaba en una oficina, no en una droguería. Atticus no conducía un camión volquete a cuenta del Condado, no era sheriff no cultivaba tierras, no trabajaba en un garaje, ni hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie

Aparte de lo dicho, llevaba gafas. Estaba casi ciego del ojo izquierdo, y decía que los ojos izquierdos eran la maldición tribal de los Finch. Cuando quería ver bien alguna cosa, volvía la cabeza y miraba con el ojo derecho.

No hacia las mismas cosas que los padres de nuestros compañeros de clase: jamás iba de caza, no jugaba póker, ni pescaba, ni bebía, ni fumaba. Se sentaba en la sala y leía.

Con esos atributos, no obstante, no quedaba tan olvidado como nosotros habríamos deseado: aquel año en la escuela zumbaban las conversaciones acerca de que nuestro padre defendía Tom Robinson, y ninguna de ellas tenía un tono laudatorio. Después de mi altercado con Cecil Jacobs, con motivo del cual me comprometí a una ArrendajoAzulpolítica de cobardía, corrió la voz de que Scout Finch no se pelearía más, ya que su padre no se lo permitía. Esto no era absolutamente exacto: yo no lucharía en público por Atticus, pero la familia era un terreno particular. Lucharía con cualquiera desde primo (sic) de tercer grado para arriba con los dientes y las uñas. Francis Hancock, por ejemplo, estaba enterado de ello.

Cuando nos regaló los rifles de aire comprimido, Atticus quiso enseñarnos a tirar. Tío Jack nos instruyó en los rudimentos de tal deporte, y nos dijo que a Atticus no le interesaban las armas. Atticus le dijo un día a Jem:

– Preferiría que disparáseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado.

ruiseñorAquélla fue la única vez que le oí decir a Atticus que ésta o aquélla acción fuesen pecado, e interrogué a miss Maudie sobre el caso.

–Tu padre tiene razón me respondió–. Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor. 

     

Del Cap. 11

 

– Todavía no es tiempo de inquietarse. Jamás creía que Jem perdiese la cabeza por ese asunto; pensaba que me crearías más problemas tú.

Yo contesté que no veía por qué habíamos de conservar la calma, al fin y al cabo; en la escuela no conocía a nadie que tuviera que conservar la calma por nada.

Scout –dijo Atticus–, cuando llegue el verano tendrás que conservar la calma ante cosas mucho peores... No es equitativo para ti y para Jem, lo sé, pero a veces hemos de tomar las cosas del mejor modo posible, y del modo que nos comportemos cuando estén en juego las apuestas... Bien, todo lo que puedo decir es que cuando tú y Jem seáis mayores, quizá volveréis, la vista hacía esta época con cierta compasión y con el convencimiento de que no os traicioné. Este caso, el caso de Tom Robinson, es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia de un hombre... Scout, yo no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no probara de ayudar a aquel hombre.

Atticus, es posible que te equivoques...

–¿Cómo es eso?

–Mira, parece que muchos creen que tienen razón ellos y que tú te equivocas...

–Tienen derecho a creerlo, ciertamente, y tienen derecho a que se respeten en absoluto sus opiniones –contestó Atticus–, pero antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno.

Cuando Jem regresó me encontró todavía en el regazo de mi padre…

– ¿Qué, hijo? –preguntó Atticus. Y se puso de pie. Yo procedí a un reconocimiento secreto de Jem. Parecía continuar todo de una pieza, pero tenía una expresión rara en el rostro. Quizá la vieja le había dado una dosis de calomelanos. –Le he limpiado el patio y he dicho que me pesaba (aunque no me pesa) y que trabajaría en su jardín todos los sábados para tratar de hacer renacer las plantas.

– No había por qué decir que te pesaba si no te pesa –dijo Atticus–. Es vieja y está enferma, Jem. No se la puede hacer responsable de lo que dice y hace. Por supuesto, hubiera preferido que me lo hubiese dicho a mí antes que a ninguno de vosotros dos, pero no siempre podemos ver cumplidos nuestros deseos.

Jem parecía fascinado por una rosa de la alfombra.

Atticus –dijo–, quiere que vaya a leerle.

– ¿A leerle?

– Sí, señor. Quiere que vaya todas las tardes al salir de la escuela, y también los sábados, y le lea en alta voz durante dos horas. ¿Debo hacerlo, Atticus?...

    

  

De la Segunda parte.

Del Cap. 12

– Parece como si fuéramos a un Martes de Carnaval –dijo Jem–. ¿A qué viene todo eso, Calpurnia?

– No quiero que nadie diga que no cuido de mis niños –murmuró Calpurnia–. Mister Jem, de ningún modo puedes llevar esa corbata con aquel traje. Es verde.

– ¿Cuál va mejor?

– La azul. ¿No las distingues?

– ¡Eh, eh! –grité yo–. Jem es ciego para los colores.

Jem se puso encarnado de rabia, pero Calpurnia dijo:

– Vamos, dejadlo los dos. Vais a ir a «Primera Compra» con la sonrisa en la cara.

TheFfirstPurchaseChurchLa «Primera Compra African M.E. Church» estaba en los Quarters, fuera de los límites meridionales de la ciudad, al otro lado de los caminos de las aserradoras. Era un antiguo edificio de madera, cuya pintura se desconchaba, el único templo de Maycomb con campanario y campana, llamado «Primera Compra» porque la pagaron con sus primeras ganancias los esclavos liberados. Los negros celebraban culto en ella todos los domingos, y los blancos iban a jugar allí los días de trabajo.

El patio era de arcilla dura como ladrillo, lo mismo que el cementerio que había al lado. Si moría alguien durante un periodo seco, cubrían el cadáver con pedazos de hielo hasta que la lluvia ablandaba la tierra. Unas cuantas sepulturas del cementerio estaban cubiertas con losas sepulcrales que se desmijaban; las más nuevas presentaban el contorno señalado con cristales de brillantes colores y botellas de Coca-Cola rotas. Los pararrayos que guardaban algunas tumbas denotaban muertos que tenían un descanso inquieto; en las cabeceras de las tumbas de los niños se veían cabos de cirios consumidos. Era un cementerio dichoso.

Al entrar en el patio de la iglesia nos dio la bienvenida el olor cálido, agridulce, de negro limpio: loción de Corazones de Amor mezclada con asafétida, rapé, Colonia Hoyt, tabaco de mascar, menta y talco lila. Cuando nos vieron a Jem y a mí en compañía de Calpurnia, los hombres retrocedieron unos pasos y se quitaron los sombreros; las mujeres cruzaron los brazos sobre la cintura, gestos cotidianos de respetuosa atención. Y separándose en dos filas nos dejaron un estrecho sendero hasta la puerta de la iglesia. Calpurnia caminaba entre Jem y yo, respondiendo a los saludos de sus vecinos, vestidos con ropas de colores llamativos.

–¿Qué se propone, miss Cal? –preguntó una voz detrás de nosotros...

     

Del Cap. 15

… La cárcel era el único motivo de conversación de Maycomb: sus detractores decían que tenía el aspecto de un retrete victoriano; sus defensores afirmaban que daba a la ciudad un aspecto sólido, respetable, interesante, y que ningún forastero sospecharía nunca que estaba llena de negros.

Mientras subíamos por la acera, vimos una luz solitaria encendida en la distancia.

– Es chocante –dijo Jem–, la cárcel no tiene ninguna luz exterior.

– Parece como si estuviese encima de la puerta –dijo Dill. Un largo cordón eléctrico descendía entre las barras de una ventana del segundo piso y por el costado del edificio. A la luz de una bombilla, Atticus estaba sentado, recostado contra la puerta de la fachada. Se sentaba en una silla de su oficina y sin prestar atención a los insectos nocturnos que danzaban sobre su cabeza.

Yo eché a correr, pero Jem me cogió.

– No vayas –me dijo–; es posible que no le gustase. Está bien y no le pasa nada. Volvámonos a casa. Sólo quería saber donde se encontraba.

Estábamos siguiendo un atajo a través de la plaza cuando entraron en ella cuatro coches polvorientos procedentes de la carretera de Meridian, avanzando lentamente en hilera. Dieron la vuelta a la plaza, dejaron atrás el edificio del Banco y se pararon delante de la cárcel.

No saltó nadie. Nosotros vimos que Atticus miraba por encima del periódico. Lo cerró, lo dobló pausadamente, lo dejó caer en su regazo y se echó el sombrero atrás. Parecía que les estaba esperando.

– Venid –susurró Jem. Volvimos a cruzar rápida y sigilosamente la plaza y la calle hasta encontrarnos en el hueco de la puerta de «Jitney Jungle». Jem miró acera arriba.

– Podemos acercarnos más –dijo. Entonces corrimos hasta la puerta de la «Ferretería Tyndal», suficientemente próxima, y al mismo tiempo discreta.

T-kill-a MarioJodraVarios hombres bajaron de los coches en grupos de uno y de dos. Las sombras tomaban cuerpo a medida que la luz ponía de relieve macizas figuras moviéndose en dirección a la puerta de la cárcel. Atticus continuó donde estaba. Los hombres lo escondían a nuestra vista.

– ¿Está ahí dentro, Finch? –dijo uno.

– Sí está –oímos que contestaba Atticus–, y duerme. No le despertéis.

En obediencia a mi padre, se produjo entonces lo que más tarde comprendí que era un aspecto tristemente cómico de una situación nada divertida; aquellos hombres hablaron casi en susurros.

– Ya sabe lo que queremos –dijo otro–. Apártese de la puerta, mister Finch.

– Puede dar media vuelta y regresar a casa, Walter –dijo Atticus con aire campechano–. Heck Tate está por estos alrededores.

– ¡Como el diablo está! –exclamó otro–. La patrulla de Heck se ha internado tanto en los bosques que no volverá a salir hasta mañana.

 – ¿De veras? ¿Y por qué?

– Los invitaron a cazar agachadizas –fue la lacónica respuesta–. ¿No se le había ocurrido pensar en eso, míster Finch?

– Si lo había pensado, pero no lo creía. Bien, pues –la voz de mi padre continuaba inalterada–, esto cambia la situación, ¿verdad?

– Sí, la cambia –dijo otra voz. Su propietario era una mera sombra.

–¿Lo cree así de veras?

Era la segunda vez en dos días que oía la misma pregunta de labios de Atticus, y ello significaba que alguno perdería una pieza del tablero. Aquello era demasiado bueno para no verlo de cerca. Apartándome de Jem corrí tan deprisa como pude hacia Atticus.

 Jem soltó un chillido e intentó cogerme, pero yo les llevaba delantera a él y a Dill. Me abrí paso entre oscuros y malolientes cuerpos y salí de repente al círculo de luz…

   

Del Cap. 16

El día parecía un sábado. La gente del extremo sur del condado pasaba por delante de nuestra casa en una riada pausada, pero continua.

Míster Dolphus Raymond pasó dando bandazos sobre su «pura sangre».

– ¿No véis cómo se sostiene sobre la silla? –murmuró Jem–. ¿Cómo es posible que uno aguante una borrachera que empieza antes de las ocho de la mañana?

Por delante de nosotros desfiló traqueteando una carreta cargada de señoras. Llevaban unos bonetes de algodón para protegerse del sol y unos vestidos con mangas largas. Guiaba la carreta un hombre con sombrero de lana.

– Allá van unos mennonitas (secta protestante –N.T.)  –le dijo Jem a Dill–. No usan botones.

Vivían en el interior de los bosques, realizaban la mayoría de sus transacciones en la otra orilla del río, y raras veces venían a Maycomb

 – Todos tienen los ojos azules –explicaba Jem–, y en cuanto se han casado ya no se afeitan más. A sus esposas les gusta que les hagan cosquillas con la barba.

 Míster X Billups pasó, caballero en una mula.

 – Es un hombre chocante –dijo Jem–. X no es una inicial, es todo su nombre. Una vez estuvo en el juzgado y le preguntaron cómo se llamaba. Contestó: «X Billups». El escribiente le pidió que dijera las letras y él contestó X. Le preguntó de nuevo y él volvió a contestar X. Continuaron así hasta que escribió una X en una hoja de papel y la sostuvo en la mano para que todos lo vieran. Entonces le preguntaron en dónde había sacado ese nombre y él dijo que sus padres le habían inscrito de este modo cuando nació. 

Maycomb 1930   Mientras el condado desfilaba por allí, Jem le contaba a Dill la historia y las características generales de las figuras más destacadas: Mister Tensaw Jones votaba la candidatura de los prohibicionistas absolutos; en privado, miss Emily Davis tomaba rapé; a míster Jake Slade le salían ahora los terceros dientes.

 Entonces apareció un carromato lleno de ciudadanos de caras inusitadamente serias. Cuando señalaban el patio de miss Maudie Atkinson, encendido en una llamarada de flores de verano, miss Maudie en persona salió al porche. Miss Maudie tenía un detalle curioso: su porche estaba demasiado lejos de nosotros para que distinguiésemos claramente su fisonomía, pero siempre adivinábamos su estado de humor por la postura de su cuerpo. Ahora estaba con los brazos en jarras, los hombros ligeramente caídos y la cabeza inclinada a un lado; sus gafas centelleaban bajo la luz del sol. Nosotros comprendimos que sonreía con la malignidad más absoluta. El que guiaba el carromato aminoró el paso de las mulas, y una mujer de voz estridente gritó:

 – «¡El que vino en vanidad partió en tinieblas!»

 – «¡Un corazón contento proporciona un semblante alegre!» –contestó miss Maudie.

 Mientras el carretero apresuraba el paso de sus mulas, yo supuse que los «lavapiés» pensarían que el diablo estaba citado con las Escrituras para sus propios fines. El motivo de que estuvieran disconformes con el patio de miss Maudie era un misterio; un misterio más impenetrable para mí por el hecho de que, para ser una persona que pasaba todas las horas diurnas fuera de casa, miss Maudie demostraba un dominio formidable de la Escritura.

 – ¿Irá al juzgado esta mañana? –preguntó Jem. Nos habíamos acercado allá.

 – No –respondió ella–. Esta mañana no tengo nada que hacer en el juzgado.

 – ¿No irá a ver qué pasa? –inquirió Dill.

 – No. Ir a ver a un pobre diablo que tiene la vida en juego es morboso. Fijaos en toda esa gente; parece un carnaval romano.

 – Tienen que juzgarle públicamente, miss Maudie –dije yo–. Si no lo hicieran no sería justo.

 – Me doy cuenta perfectamente –replicó ella–. Pero no porque el juicio sea público estoy obligada a ir, ¿verdad que no?

 Miss Stephanie Crawford pasaba por allí. Llevaba sombrero y guantes.

Peckatticus

De pronto me hallé en medio del Club de los Ociosos y procuré pasar lo más inadvertida posible. El Club de los Ociosos era un grupo de ancianos de camisa blanca, pantalones caqui y tirantes, que se habían pasado la vida sin hacer nada y dejaban transcurrir ahora sus días crepusculares dedicados a la misma ocupación en los bancos de pino de debajo las encinas de la plaza. Críticos minuciosos de los negocios del juzgado. Atticus decía que, a fuerza de largos años de observación sabían tantas leyes como el Juez Decano. Normalmente eran únicos espectadores de los juicios, y hoy parecían quejosos de que se hubiera alterado su confortable rutina. Cuando hablaron, sus voces me parecieron por casualidad revestidas de importancia. La conversación tenía por tema a mi padre.

– ...Se figura que sabe lo que hace –dijo uno.

– Oooh, yo no diría eso –opuso otro–. Atticus Finch es un hombre muy documentado, un hombre que sabe estudiar la ley a fondo.

– Sí, estudia mucho, es lo único que hace. –El Club soltó una risita.

 – Permíteme que te diga una cosa, Billy –intervino un tercero–. Tú sabes que el tribunal le encargó la defensa de ese negro.

– Sí, pero Atticus se propone defenderle. Esto es lo que no gusta del caso.

He ahí una noticia; una noticia que arroja una luz distinta sobre las cosas: Atticus tenía que defender al negro, tanto si le gustaba como si no. Me pareció raro que no nos hubiese dicho nada de ello; lo habríamos podido utilizar muchas veces para defenderle y defendemos. «Está obligado, he ahí la razón de que lo haga», habría significado menos peleas y menos alborotos. Pero, ¿explicaba esto la actitud de la ciudad? El tribunal designó a Atticus para defender al negro. Atticus se proponía defenderle. He ahí lo que no les gustaba del caso. Realmente, una se quedaba confundida…

   

 HorcaRuiseñor… La galería de la gente de color ocupaba tres paredes de la sala del juzgado, como una especie de terraza de segundo piso, y desde ella podíamos verlo todo.

El jurado estaba sentado hacia la izquierda, bajo unas altas ventanas. Sus miembros, tostados por el sol y flacos, parecían todos campesinos, aunque esto era natural: los hombres de la ciudad raras veces se sentaban en los bancos del jurado; o los recusaban, o se excusaban. Uno o dos del jurado tenían un lejano aire de Cunningham bien vestidos. En aquella fase del juicio estaban sentados muy erguidos y atentos.

El fiscal del distrito y otro hombre, Atticus y Tom Robinson estaban sentados a unas mesas, de espaldas a nosotros. En la mesa del fiscal había un libro marrón y varias tablillas amarillas. Atticus tenía la cabeza descubierta.

Dentro de la baranda que separaba a los espectadores del tribunal, los testigos estaban sentados en unas sillas con asientos de cuero de vaca. También ellos nos daban la espalda.

El juez Taylor estaba en la presidencia, con el aire de un tiburón viejo y somnoliento, mientras su pez piloto escribía rápidamente más abajo y enfrente de él. El juez Taylor tenía el aspecto de la mayoría de jueces que he visto: afable, con el cabello blanco, la cara ligeramente rubicunda; era un hombre que gobernaba su tribunal con una falta de formulismo alarmante; a veces levantaba los pies hasta la mesa, a menudo se limpiaba las uñas con la navaja de bolsillo. Durante las largas declaraciones de los juicios de faltas, especialmente después de comer, daba la impresión de estar dormitando, una impresión que se desvaneció definitivamente y para siempre en una ocasión en que un abogado empujó una pila de libros intencionalmente, haciéndolos caer al suelo, en un desesperado esfuerzo por despertarle. Sin abrir los ojos, el juez Taylor murmuró:

– Míster Whitley, repítalo una vez más y le costará cien dólares.

Era un profundo conocedor de la ley, y aunque parecía tomarse su empleo con indiferencia, en realidad gobernaba con mano fuerte todos los casos que se le presentaban. Sólo una vez se vió al juez Taylor en un punto muerto en el juzgado, y fue por causa de los Cunningham. Old Sarum, el reducido terreno en que se revolcaban, estaba poblado por dos familias, separadas y distintas al principio, pero que por desgracia llevaban el mismo apellido. Los Cunningham se casaron con los Coningham con tal frecuencia que la ortografía del apellido llegó a ser una cuestión académica..., académica hasta que un Cunningham disputó a un Coningham unos títulos de propiedad y acudió al juzgado. Durante una controversia sobre la cuestión, Jerus Cunningham declaró que su madre escribía Cunningham en documentos y papeles, pero en realidad era una Coningham, pues escribía mal, leía muy poco, y por las tardes, cuando se sentaba en la galería de la fachada, tenía la costumbre de fijar la mirada a lo lejos. Después de nueve horas de escuchar las excentricidades de los habitantes de Old Sarum, el juez Taylor echó el caso del juzgado. Cuando le preguntaron con qué fundamento, el juez Taylor contestó: «Connivencia entre las partes», y declaró que le pedía a Dios que los litigantes se sintieran satisfechos con haber podido decir en público cada cual lo que tenía que decir. No habían pretendido otra cosa desde el primer momento. El juez Taylor tenía una costumbre interesante. Permitía que se fumase en su sala, aunque él no fumaba, a veces, si uno era afortunado, disfrutaba del privilegio de verle poniéndose un cigarro largo y reseco en la boca y mascándolo poco a poco. Trocito a trozo, el apagado cigarro desaparecía, para reaparecer una horas más tarde en forma de una masa lisa y aplanada, cuya esencia había ido a mezclarse con los jugos digestivos del juez Taylor. Una vez le pregunté a Atticus cómo podía sufrir mistress Taylor el besar a su marido, pero Atticus contestó que no se besaban mucho…

   

Del Cap. 23

TheMaycombTribune– Desearía que Bob Ewell no mascara tabaco –fue todo el comentario de Atticus sobre el incidente.

Según miss Stephanie Crawford, sin embargo, Atticus salía de la oficina de Correos cuando míster Ewell se le acercó, le maldijo, le escupió y le amenazó con matarle. Miss Stephanie (que, después de haberlo contado dos veces resultó que estaba allí y lo vio todo, pues venia del «Jitney Jungle»), miss Stephanie dijo que Atticus ni siquiera había movido un párpado: se limitó a sacar el pañuelo y limpiarse la cara, y se quedó plantado permitiendo que míster Ewell le dirigiera insultos que ni los caballos salvajes soportarían que ella repitiese. Míster Ewell era veterano de una guerra indeterminada, lo cual, sumado a la pacífica reacción de Atticus, le impulsó a inquirir:

– ¿Demasiado orgulloso para luchar, bastardo ama-negros?

Miss Stephanie explicaba que Atticus respondió:

– No, demasiado viejo –y se puso las manos en los bolsillos y siguió andando. Miss Stephanie decía que había que reconocerle una cosa a Atticus Finch: a veces sabía ser perfectamente seco y lacónico.

A Jem y a mí aquello no nos pareció divertido.

– Después de todo, no obstante –dije yo–, en otro tiempo fue el tirador más certero del condado. Podría...

– Ya sabes que ni siquiera llevaría un arma, Scout. No tiene ninguna... –objetó Jem–. Ya sabes que ni aquella noche, delante de la cárcel, tenía ninguna. A mi me dijo que el tener un arma equivale a invitar al otro a que dispare contra ti.

– Esto es diferente –dije–. Podemos suplicarle que pida prestada una. Se lo dijimos, y él contestó:

– Tonterías...

   

... – ¿Qué te preocupa, hijo?

Jem fue muy concreto.

Míster Ewell.

– ¿Qué ha pasado?

– No ha pasado nada. Tenemos miedo por ti, y creemos que deberías tomar alguna medida en relación a ese hombre.

Atticus sonrió torcidamente.

– ¿Qué medida? ¿Hacerle encerrar por amenazas?

– Cuando un hombre asegura que matará a otro, parece que ha de decirlo en serio.

– Cuando lo dijo lo decía en serio –adujo Atticus–. Jem, a ver si sabes ponerte en el puesto de Bob Ewell durante un minuto. En el juicio yo destruí el último vestigio de crédito que mereciese su palabra, tenía que tomarse algún desquite; los de su especie siempre se lo toman. De modo que si el escupirme en la cara consiste en eso, acepto gustoso estas afrentas. Con alguien había de desahogarse, y prefiero que se haya desahogado conmigo antes que con la nidada de chiquillos que tiene en casa. ¿Lo comprendes?

Jem movió la cabeza afirmativamente.

Tía Alexandra entró en el cuarto mientras Atticus estaba diciendo:

– No tenemos nada que temer de Bob Ewell; esta mañana ha sacado toda la rabia fuera de su organismo.

– No estaría tan segura, Atticus –dijo ella–. Los de su especie son capaces de todo para devolver un agravio. Ya sabes cómo es esa gente.

– ¿Qué demonios puede hacerme Ewell, hermana?

– Te atacará a traición –respondió tía Alexandra– Puedes darlo por descontado.

– En Maycomb nadie tiene muchas posibilidades de hacer algo y pasar inadvertido.

EnfieldFarmPrisionDespués de aquello ya no tuvimos miedo. El verano se disipaba poco a poco, y nosotros lo aprovechábamos al máximo. Attticus nos aseguraba que a Tom Robinson no le pasaría nada hasta que el tribunal superior revisara su caso, y que tenía muchas posibilidades de salir absuelto, o al menos de que se le juzgase de nuevo. Estaba en la Granja-Prisión de Enfield, a setenta millas de distancia, en el Condado de Chester. Yo le pregunté si a su esposa e hijos les permitían ir a visitarle pero me contestó que no. 

– Si pierde la apelación, ¿qué le sucederá? –pregunté una tarde.

– Irá a la silla eléctrica –respondió Atticus– a menos que el gobernador le conmute la sentencia. No es tiempo de inquietarse todavía, Scout. Tenemos buenas probabilidades.

 Jem se había tendido en el sofá leyendo la Popular Mechanics.

– Esto no es justo– dijo levantando los ojos–. Aun suponiendo que fuese culpable, no mató a nadie. No quitó la vida a nadie.

– Ya sabes que en Alabama la violación es un delito capital –explicó Atticus.

– Sí, señor, pero el jurado no estaba obligado a condenarlo a muerte; si hubiesen querido habrían podido ponerle veinte años.

– Imponerle –corrigió Atticus–. Tom Robinson es negro, Jem. En esta parte del mundo ningún Jurado diría: «Nosotros creemos que usted es culpable, pero no mucho», tratándose de una acusación como ésta. O se obtenía una absolución total, o nada…

   

… Hay algo en nuestro mundo que hace que los hombres pierdan la cabeza; no sabrían ser razonables aunque lo intentaran. En nuestros Tribunales, cuando la palabra un negro se enfrenta con la de un blanco, siempre gana el blanco. Son feas, pero las realidades de la vida son así.

–Lo cual no las hace justas –dijo Jem con terquedad, mientras se daba puñetazos en la rodilla–. No se puede condenar a un hombre con unas pruebas como aquéllas; no se puede.

– No se puede; pero ellos podían, y le condenaron. Cuanto mayor te hagas, más a menudo lo verás. El sitio donde un hombre debería ser tratado con equidad es una sala de Tribunal, fuese hombre de cualquiera de los colores del arco iris; pero la gente tiene la debilidad de llevar sus resentimientos hasta dentro del departamento del Jurado. A medida que crezcas, verás a los blancos estafando a los negros, todos los días de tu vida, pero permíteme que te diga una cosa, y no la olvides: siempre que un hombre blanco abusa de un negro, no importa quién sea, ni lo rica que sea, ni cuán distinguida haya sido la familia de que procede, ese hombre blanco es basura.

Atticus estaba hablando tan sosegadamente que la última palabra fue como un estallido en nuestros oídos Levanté la vista y su cara tenía una expresión vehemente.

 – A mí nada me da más asco que un blanco de baja estofa se aproveche de la ignorancia de un negro. No os engañeis, todo se suma a la cuenta, y el día menos pensado la pagaremos. Espero que no sea durante vuestras vidas…

   

Del Cap. 28

... Para el último día de octubre, el tiempo estaba inusitadamente caluroso. Ni siquiera necesitábamos chaquetas. El viento arreciaba cada vez más, y Jem dijo que era posible que lloviese antes de que llegáramos a casa. No había luna.

La lámpara pública de la esquina proyectaba unas sombras bien definidas sobre la casa de los Radley. Oí que Jem reía por lo bajo.

 – Apuesto a que esta noche no nos molesta nadie –dijo. Jem llevaba mi traje de jamón, con cierta torpeza, pues resultaba difícil cogerlo bien. Yo le consideré muy galante por ello.

– De todos modos, es una casa que da miedo, ¿verdad que sí? –dije–. Boo no quiere hacer ningún daño a nadie, pero yo estoy muy contenta de que me acompañes.

– Ya sabes que Atticus no te habría dejado ir sola al edificio de la escuela –dijo Jem.

– No sé por qué; está al doblar la esquina, y entonces sólo hay que cruzar el patio.

 – Aquel patio es terriblemente largo para que las niñas pequeñas lo crucen solas de noche– Me zahirió Jem–. ¿No temes a los fantasmas?

 Nos pusimos a reír. Fantasmas, fuegos fatuos, encantaciones, signos secretos, todos se hablan desvanecido con el paso de los años lo mismo que la bruma al remontarse el sol.

 – ¿Cómo era aquello que decíamos? –preguntó Jem–. Ángel del destino, vida para el muerto, sal de mi camino, no me sorbas el aliento.

   

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