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Fragmentos de libros. SANTUARIO de Wiliam Faulkner  Final II:

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...  - ¿Para qué? –dijo Popeye, mirando por primera vez al carcelero, con la cabeza levantada, mostrando en su rostro pálido y bien afeitado unos ojos redondos y blandos como eses ventosas de las fechas de juguete que usan los niños. Luego volvió a tumbarse. A partir de entonces el carcelero le tiraba todas las mañanas un periódico enrollado dentro de la celda. Caían al suelo y allí se quedaban, acumulándose, desenrollándose y aplastándose lentamente por su propio peso, en progresión diurna.

  _  

Cuando le faltaban tres días llegó un abogado de Memphis. Sin que nadie se lo pidiera se apresuró a meterse en la celda. Durante toda aquella mañana el carcelero le oyó alzar la voz, suplicante, colérico, recriminador; para mediodía se había quedado ronco y tenía que hablar en susurros.

Sanctuary1-  ¿Vas a seguir ahí tumbado y dejar…?

-   Estoy perfectamente –dijo Popeye-. No te he mandado a buscar. No quiero que metas la nariz en mis asuntos.

 -  ¿Quieres que te ahorquen? ¿Es eso lo que quieres? ¿Estás tratando de suicidarte? ¿Estás tan cansado de amontonar dinero que…? Tú, el más listo…

 -    Te lo dije una vez. Sé más que suficiente acerca de ti.

-    ¡Dejar que te cuelgue el sambenito un insignificante juez de paz! Cuando vuelva a Memphis y lo cuente, nadie se lo va a creer.

-    No se lo digas, entonces –siguió tumbado algún tiempo, mientas el abogado lo contemplaba con desconcertada y furiosa incredulidad-. Esos malditos patanes –añadió Popeye-. Cielo santo…, lárgate de una vez. Ya te lo he dicho. Estoy perfectamente.

La noche antes de la ejecución recibió la visita de un clérigo.

-    Me permite que rece por usted? –dijo.

-    Claro –dijo Popeye-; adelante. No se preocupe por mí.

     El pastor se arrodilló junto al catre donde Popeye estaba tumbado, fumando. Al cabo de un rato le oyó levantarse, cruzar la celda y volver al catre. Cuando el pastor se puso en pie.

 Sanctuary2 Popeye estaba otra vez tumbado en el catre, fumando. El pastor miró hacia donde había oído moverse a Popeye y vio doce marcas, a intervalos iguales, en el suelo, junto a la pared hechas con cerillas usadas. Dos de los espacios estaban llenos de colillas, ordenadas en perfectas hileras. En el tercer espacio solo había dos. Antes de marcharse vio cómo Popeye se levantaba, iba junto a la pared, aplastaba dos colillas más y las depositaba cuidadosamente junto a las otras.

Nada más dar las cinco regresó el pastor. Todos los espacios estaban llenos excepto el duodécimo, al que le faltaba la cuarta parte. Popeye seguía tumbado en el catre.

 - ¿Todo listo? –preguntó.

     -   Todavía no –dijo el pastor-. Trate de rezar –añadió-. Inténtelo.

     -   Claro –dijo Popeye-; empiece.

El pastor se arrodilló de nuevo. Oyó levantarse una vez a Popeye, cruzar la celda y regresar.

A las cinco y media apareció el carcelero.

-    Le he traído… -dijo. Introdujo torpemente el puño cerrado entre los barrotes-. Aquí tiene el cambio de aquellos cien que nunca… Le he traído… Son cuarenta y ocho dólares –añadió-. Espere; lo voy a contar otra vez; no lo sé con exactitud, pero puedo darle una lista…, conservo los ticket…

-    Guarde el dinero –dijo Popeye, sin moverse-, y lárguese de una vez.

Sanctuary5

A las seis fueron a buscarlo. El pastor le acompañó, la mano bajo el codo de Popeye, y se quedó rezando junto al patíbulo mientras ajustaban la soga, que al pasar sobre la acicalada y engomada cabeza de Popeye le despeinó. Como tenía atadas las manos, empezó a mover la cabeza, echándose el pelo para atrás cada vez que volvía a caerle sobre la frente, mientas el pastor rezaba y los otros permanecían inmóviles en sus puestos con la cabeza inclinada.

Popeye empezó a adelantar el cuello mediante breves sacudidas.

-    ¡Pssst! –dijo, logrando que el sonido destacara con nitidez sobre el zumbido monótono del pastor-; ¡pssst!

El sheriff le miró. Popeye dejó de mover el cuello y se quedó completamente rígido, como si mantuviera un huevo en equilibrio sobre la cabeza.

-    Arrégleme el pelo, Jack, dijo.

-    Claro –dijo el sheriff-. Ahora mismo te lo arreglo e hizo caer la trampilla.

Sanctuary3

El día había sido gris, como gris había sido el verano y el año entero. Por la calle, los ancianos llevaban gabanes y, cuando Temple y su padre cruzaron los jardines de Luxemburgo, las mujeres hacían punto envueltas en sus chales y hasta los hombres que jugaban al croquet se cubrían con abrigos y capas, mientras, bajo las sombras melancólicas de los castaños, el seco entrechocar de las bolas y los gritos fortuitos de los niños tenían un algo de caballeresco, evanescente y desolado, que lograba dotar de contenido el paisaje otoñal. Desde más allá del espacio abierto con su falsa balaustrada griega, sembrado de grupos en movimiento e inmerso en una luz gris del mismo color y textura que el agua derramada por la fuente del estanque, les llegaba el continuo fragor de la música. Temple y su padre siguieron andando, y luego de pasar junto al estanque donde los niños y un anciano con un raído abrigo marrón hacían navegar barcos de juguete, se refugiaron de nuevo entre los árboles y encontraron asiento. De inmediato, con decrépita prontitud, se les acercó una anciana que les cobró cuatro sous.

  _  

 En el pabellón, una banda con el uniforme azul verdoso del ejército interpretaba Massenet, Scriabine y Berlioz, convirtiéndolo en una delgada capa de Chaikovski torturado sobre una rebanada de pan correoso, mientras el crepúsculo se disolvía en húmedos reflejos que caían desde las ramas sobre el pabellón y los sombríos hongos de los paraguas. Vibrantes y llenos de resonancias, los acordes de los instrumentos de viento estallaban y morían en el verde espesor del crepúsculo, despeñándose luego en intensas oleadas tristes. Temple ocultó un bostezo con la mano y después, sacando una polvera, la abrió para contemplar en el espejo un rostro en miniatura, malhumorado, descontento y triste. Al cerrar la polvera, protegida por el ala de su elegante sombrero nuevo, dio la impresión de seguir con los ojos las ondas de la música, de disolverse en los compases moribundos del metal, para –más allá del estanque y del opuesto semicírculo de árboles, donde, entre intervalos de sombra, cavilaban tranquilas las reinas muertas con sus mármoles con pátina- perderse finalmente en un cielo que yacía, postrado y vencido, estrechamente abrazado a la estación de la lluvia y de la muerte.

***

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