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Fragmentos de libros. EN EL CAMINO de Jack Kerouac   Fragmentos I

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: larimer street
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... —No estoy seguro —dije—. Viajo lo más rápido que puedo y no creo que tenga tiempo para eso. —Eddie dijo lo mismo, y el viejo dijo adiós con la mano, subió sin prisa a su coche y se alejó. Y eso fue todo.

Nos reímos un rato y especulamos sobre cómo hubiera sido aquello. Entreví una noche oscura y polvorienta en la pradera, y los rostros de las familias de Nebraska paseando entre los puestos, con sus chavales sonrosados mirándolo todo con temor, y supe lo mal que me habría sentido engañándolos con todos aquellos trucos baratos de feria. Y la noria girando en la oscuridad de la llanura, y, ¡Dios todopoderoso!, la música triste del tiovivo y yo esperando llegar a mi destino, y durmiendo en un carromato de colores chillones sobre un colchón de arpillera.

  Eddie resultó ser un compañero de carretera muy poco seguro. Se acercó un aparato muy raro conducido por un viejo; era de aluminio o algo parecido, cuadrado como una caja: un remolque, sin duda, pero un remolque de fabricación casera de Nebraska, raro y disparatado. Iba muy despacio y se detuvo. Corrimos; el viejo dijo que sólo podía llevar a uno; sin decir ni una sola palabra, Eddie saltó dentro y desapareció poco a poco de mi vista llevándose mi camisa de lana. Bueno, una verdadera pena; lancé un beso de adiós a la camisa; en cualquier caso sólo tenía un valor sentimental.

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p38  Aunque Gene era blanco tenía algo de viejo negro cansado y sabio, y también mucho de Elmer Hassel, el adicto a las drogas neoyorquino, pero un Hassel de trenes, un Hassel viajero épico, cruzando y volviendo a cruzar el país todos los años, hacia el Sur en invierno y hacia el Norte en verano, y eso sólo porque no podía quedarse en un sitio sin cansarse enseguida de él y porque no había adónde ir excepto a todas partes, y tenía que mantenerse bajo las estrellas, por lo general las estrellas del Oeste.

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p42 …Pasamos zumbando por otro pueblo; pasamos junto a otra hilera de hombres altos y flacos con pantalones vaqueros arracimados en la penumbra como mariposas alrededor de la luz, y regresamos a la tremenda oscuridad, y las estrellas se mostraban encima puras y brillantes porque el aire se hacía gradualmente más y más tenue a medida que ascendíamos la empinada pendiente de la meseta occidental, alrededor de veinte centímetros cada kilómetro, o eso decían, y sin árboles en parte alguna que ocultaran las estrellas. Y una vez vi una vaca melancólica de cabeza blanca entre la salvia del borde de la carretera cuando pasábamos a toda prisa. Era como ir en tren, justo con la misma regularidad, justo con idéntica seguridad.

Al rato llegamos a un pueblo, aminoramos la marcha, y Montana Slim dijo:

—Hora de mear —pero los de Minnesota no pararon y siguieron a toda marcha—. ¡Joder! Tengo que hacerlo —gritaba Slim.

—Hazlo por un lado —dijo alguien.

—Bueno, lo haré —respondió él, y lentamente, observado por todos, se fue arrastrando hasta la parte de atrás de la caja agarrándose a lo que podía, hasta que las piernas le quedaron colgando fuera. Alguien golpeó la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los hermanos. Se desplegaron sus enormes sonrisas en cuanto se volvieron. Y justo cuando Slim estaba preparado para empezar, en la posición precaria en la que se encontraba, empezaron a hacer zigzags con el camión a más de cien kilómetros por hora. Se cayó de espaldas y durante un momento vimos un surtidor de ballena en el aire; trabajosamente consiguió sentarse de nuevo. Hicieron oscilar el camión otra vez. ¡Whaam! Montana Slim cayó de costado y se puso todo perdido. Entre el ruido del motor le oíamos soltar maldiciones como gemidos de un hombre llegando desde lejanas montañas.

—¡Cojones! ¡Me cago en la puta! —y no se daba cuenta de que lo estaban haciendo aposta mientras se esforzaba por superar la prueba, ceñudo como el mismo Job. Cuando terminó estaba empapado, y ahora tuvo que hacer el camino de vuelta, y con expresión compungida nos miraba reír a todos, excepto el melancólico chico rubio, y a los de Minnesota que se desternillaban en la cabina. Le tendí la botella para que se animara un poco.

GenerBeat

p52  ...Era una guerra con cierto matiz social. Dean era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre. Solía mendigar en las callejas que daban a Larimer y entregaba el dinero a su padre que esperaba entre botellas rotas con algún viejo amigacho. Luego, cuando Dean creció, empezó a frecuentar los billares de Glenarm; estableció un nuevo récord de robo de coches en Denver, y fue a parar a un reformatorio. Desde los once a los diecisiete años pasó la mayor parte del tiempo en reformatorios. Su especialidad era el robo de coches; luego acechaba a las chicas a la salida de los colegios, y se las llevaba a las montañas, se las cepillaba, y volvía a dormir a cualquier cuartucho de un hotel de mala muerte. Su padre, en otro tiempo un respetable y habilidoso fontanero, se había hecho un alcohólico de vinazo, lo que es peor que ser alcohólico de whisky, y se vio reducido a viajar en trenes de carga a Texas durante el invierno y a regresar los veranos a Denver.

—¡Qué coño pasa! ¿Una pelea? No tenéis más que avisarme.

Se alzaron grandes risotadas por todas partes. Me preguntaba lo que estaría pensando el Espíritu de la Montaña, levanté la vista y vi pinos y la luna y fantasmas de viejos mineros, y pensé en todo esto. En toda la oscura vertiente Este de la divisoria, esta noche sólo había silencio y el susurro del viento, si se exceptúa la hondonada donde hacíamos ruido; y al otro lado de la divisoria estaba la gran vertiente occidental…

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p73 …No tenía dinero. Le había mandado una carta urgente a mi tía pidiéndole cincuenta dólares y diciéndole que sería el último dinero que le pediría; después, en cuanto me embarcara, se lo devolvería.

  Luego fui a reunirme con Rita Bettencourt y la llevé al apartamento. Nos metimos en el dormitorio tras una larga conversación en la oscuridad de la sala de estar. Era una chica agradable, sencilla y sincera, y con un miedo tremendo al sexo. Le dije que era algo hermoso. Quería demostrárselo. Me dejó que lo intentara, pero yo estaba demasiado impaciente y no le demostré nada. Ella sollozaba en la oscuridad.

  —¿Qué le pides a la vida? —le pregunté, y solía preguntárselo a todas las chicas.

  —No lo sé —respondió—. Sólo atender a las mesas e ir tirando.

  Bostezó. Le puse mi mano en la boca y le dije que no bostezara. Intenté hablarle de lo excitado que me sentía de estar vivo y de la cantidad de cosas que podríamos hacer juntos; le decía esto y pensaba marcharme de Denver dentro de un par de días. Se apartó molesta. Quedamos tumbados de espaldas mirando al techo y preguntándonos qué se habría propuesto Dios al hacer un mundo tan triste. Hicimos vagos proyectos de reunirnos en Frisco.

Mis días en Denver estaban llegando a su fin; lo sentía cuando la acompañaba caminando hacia su casa…

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p80  . .. - Debe haber un montón de italianos en Sausalito.

—¡Debe haber un montón de italianos en Sausalito! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Aaaaah! —se golpeó el pecho, cayó de la cama, casi rodó por el suelo—. ¿Has oído lo que ha dicho Paradise? ¿Que hay un montón de italianos en Sausalito? ¡Aaaah! ¡Venga! ¡Yupiiii! —se puso colorado como un pimiento de tanto reírse—. Me vas a matar, Paradise, eres el tipo más divertido del mundo, y ahora estás aquí, por fin has llegado, entró por la ventana, tú lo has visto, Lee Ann, siguió las instrucciones y entró por la ventana. ¡Aaaah! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

Lo más raro era que en la puerta de al lado de Remi vivía un negro llamado señor Nieve, cuya risa, lo juro con la Biblia en la mano, era indudable y definitivamente la risa más potente de todo este mundo. Este señor Nieve empezaba a reírse cuando se sentaba a cenar y su mujer, una vieja también, decía algo sin importancia; entonces se levantaba, aparentemente sufriendo un ataque, se apoyaba en la pared, miraba al cielo, y empezaba; salía dando traspiés por la puerta, se apoyaba en las paredes de las casas de sus vecinos y parecía borracho de risa; se tambaleaba por las sombras de Mill City lanzando un alarido triunfante como si llamase al mismo demonio que debía inducirle a obrar así. No sé si alguna vez consiguió terminar de cenar. Existe la posibilidad de que Remi, aun sin advertirlo, se hubiera contagiado de la risa de este señor Nieve. Y aunque Remi tenía problemas en su trabajo y una vida amorosa difícil con una mujer de lengua muy afilada, por lo menos había aprendido a reírse mejor que casi ninguna otra persona del mundo, y enseguida comprendí que nos íbamos a divertir mucho en Frisco

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p106  ¡Qué noches más brutales, calientes y llenas de sirenas eran! Una vieja pensión miserable de enfrente fue el escenario de una tragedia. El coche patrulla se detuvo y los policías interrogaban a un viejo de pelo gris. Llegaban sollozos de dentro. Lo oía todo junto al zumbido del anuncio de neón de mi hotel. Nunca me había sentido más triste en toda mi vida. LA es la ciudad más solitaria y la más brutal de toda América; Nueva York tiene un frío en invierno que te cala hasta los huesos, pero se nota cierta cordialidad en algunas de sus calles. LA es la jungla...

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p128  Esa noche dormí en un banco de la estación de ferrocarril de Harrisburg; al amanecer el jefe de estación me echó fuera. ¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable y pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida. Salí dando tumbos de la estación; ya no podía controlarme. Lo único que veía de la mañana era una blancura semejante a la blancura de la tumba. Me moría de hambre. Lo único que me quedaba en forma de calorías eran las gotas para la tos que había comprado en Shelton, Nebraska, meses atrás; las chupé porque tenían azúcar. No sabía ni cómo pedir limosna. Salí de la ciudad dando tumbos con apenas fuerzas suficientes para llegar a las afueras. Sabía que me detendrían si me quedaba otra noche en Harrisburg. ¡Maldita ciudad! Me recogió un tipo siniestro y delgado que creía en el ayuno controlado para mejorar la salud. Cuando ya en marcha hacia el Este le dije que me estaba muriendo de hambre, me respondió:

—Estupendo, estupendo, no hay nada mejor. Yo llevo tres días sin comer. Y viviré ciento cincuenta años.

  Era un montón de huesos, un muñeco roto, un palo escuálido, un maníaco. Podría haberme recogido un hombre gordo y rico que me propusiera:

  —Vamos a pararnos en este restaurante y comer unas chuletas de cerdo con guarnición.

  Pero no. Aquella mañana tenía que cogerme un maníaco que creía que el ayuno controlado mejoraba la salud…

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p135  —Durante todo el camino, tío, era un chica encantadora. Hablamos y hablamos de incendios y de que el desierto se convertiría en un paraíso y de un loro suyo que decía palabrotas en español.

Dejaron a estos pasajeros y siguieron hacia Tucson. La nueva esposa de Ed se quejaba de que estaba cansada y quería dormir en un motel. Si lo hacían gastarían el dinero de la chica mucho antes de llegar a Virginia. Pero la chica consiguió que se detuvieran un par de noches y gastaron los billetes de diez dólares en los moteles. Cuando llegaron a Tucson ya no tenía ni un centavo. Dean y Ed le dieron puerta en el vestíbulo de un hotel y continuaron el viaje solos con el marinero, y sin el menor remordimiento…

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p140  Era un conjunto de circunstancias sin sentido lo que había hecho venir a Dean, y yo me fui con él también sin motivo ninguno…

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p149  —¿Quién sería? —dijo Carlo.

Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero ¿quién quiere morir? En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo…

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p151 …Todo se estaba entremezclando y todo se estaba yendo a la mierda. Sabía que mi relación con Lucille no duraría mucho más. Quería que me adaptara a su modo de ser. Estaba casada con un estibador que la trataba mal. Yo quería casarme con ella y ocuparme de su hija y de todo si se divorciaba; pero no teníamos dinero ni para el divorcio y todo el asunto carecía de solución, aparte de que Lucille nunca me comprendería porque me gustan demasiadas cosas y me confundo y desconcierto corriendo detrás de una estrella fugaz tras otra hasta que me hundo. Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia confusión….

—¡Eso es! ¡Perfecto! —decía Dean—. ¡Sí! ¡Sí!

Shearing sonreía, se balanceaba. Se levantó y se alejó del piano empapado de sudor; era su gran época de 1949 antes de hacerse frío y comercial. Cuando se marchó, Dean señaló el vacío taburete.

—El taburete vacío de Dios —dijo.

Sobre el piano había una trompeta; su sombra dorada producía un reflejo extraño sobre la caravana del desierto pintada en la pared detrás de la batería. Dios se había ido; era el silencio de su partida. Era una noche lluviosa. Era el mito de la noche lluviosa. Dean abrió los ojos con miedo. Esta locura no podía llevar a ninguna parte. No sabía lo que me estaba pasando, y de pronto me di cuenta que sólo se trataba de la tila, de la marihuana, que habíamos estado fumando; Dean la había traído a Nueva York. Eso me hizo pensar que podía suceder cualquier cosa… era el momento en que uno lo sabe todo y todo queda decidido para siempre.

      

p158Marylou dijo que tenía razón. Éramos tres hijos de la tierra intentando decidir algo por la noche y con todo el peso de los siglos pasados flotando en la oscuridad allí delante de nosotros. Había una extraña quietud en el apartamento. Fui junto a Dean, le di una palmada en el hombro y le dije que fuera a ver a Marylou; yo me retiré al sofá. Oía a Dean resoplando y agitándose frenéticamente. Sólo alguien que ha pasado cinco años en la cárcel puede llegar a estos extremos de maniático sin remedio; suplicando en la boca del manantial de la dulzura; enloquecido con la realización completamente física de los orígenes de la bendita vida; buscando ciegamente el regreso al lugar del que procede. Ése es el resultado de años enteros mirando fotografías porno entre rejas; observando las piernas y los pechos de las mujeres de las revistas, considerando la dureza de las celdas de acero y la blandura de la mujer que no está allí. En la cárcel uno se promete el derecho a vivir. Dean jamás había conocido a su madre. Cada nueva chica, cada nueva mujer, cada nuevo niño era un agregado más a su triste empobrecimiento. ¿Dónde estaba su padre? El viejo vagabundo Dean Moriarty viajando en trenes de carga, trabajando de pinche de cocina en las cantinas del ferrocarril, dando tumbos lleno de vino por callejas nocturnas, expirando sobre montones de carbón, perdiendo sus amarillentos dientes uno a uno en las zanjas del Oeste. Dean tenía pleno derecho a morir de la dulce muerte del amor total de su Marylou. No quería interferir, sólo quería ser su suceso…

OntheRoad

p160  …no pararíamos hasta el verdor y el olor a río de la vieja Nueva Orleans, en el fondo de América; luego iríamos al Oeste. Ed iba en el asiento de atrás; Marylou, Dean y yo íbamos delante y hablábamos animadamente de lo buena y alegre que era la vida. Dean de pronto se puso tierno.

 —Bueno, maldita sea, escuchadme bien, debemos admitir que todo está bien y que no hay ninguna necesidad de preocuparse, y de hecho debemos de darnos cuenta de lo que significa para nosotros ENTENDER que EN REALIDAD no estamos preocupados por NADA. ¿De acuerdo? —todos dijimos que sí—. Allá vamos todos juntos…

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p176  —¡Burocracia! —dice Bull sentado con Kafka sobre sus rodillas, una lámpara sobre su cabeza, resoplando, fuuuu, fuuuu.

Su vieja casa cruje. Y los grandes troncos de Montana bajan de noche por el negro río…

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p182 …y ganó y pagaron mucho. Esta tarde sucedió lo mismo —agitó la cabeza—. Vámonos de aquí, es la última vez que apuesto a los caballos estando tú cerca; todas esas visiones me distraen. —En el coche mientras volvíamos a casa dijo—: La humanidad se dará cuenta algún día que de hecho estamos en contacto con los muertos y con el otro mundo, sea el que sea; si utilizáramos del modo adecuado nuestros poderes mentales, podríamos predecir lo que va a suceder dentro de cien años y seríamos capaces de evitar todo tipo de catástrofes. Cuando un hombre muere se produce una mutación en su cerebro de la que no sabemos nada todavía pero que resultará clarísima alguna vez si los científicos dan en el clavo. Pero a esos hijoputas ahora sólo les interesa ver cómo consiguen hacer saltar el mundo en pedazos

Se lo contamos a Jane. Husmeó el aire y dijo:

—Me parece una tontería.

Luego siguió barriendo la cocina. Bull fue al cuarto de baño para meterse el fije de la tarde…

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p197 …Más allá de unos árboles, entre la arena, había un parador con un gran letrero de neón rojo encendido. Hingham siempre iba allí a tomarse una cerveza cuando se cansaba de escribir. Se sentía muy solo y quería volver a Nueva York. Era triste ver cómo su elevada figura se perdía en la oscuridad mientras nos alejábamos, lo mismo que había pasado con las otras figuras de Nueva York y Nueva Orleans: se las veía inseguras bajo los inmensos cielos y todo lo que les rodeaba sumergido en la negrura. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Para qué hacerlo…? dormir. Pero nuestro grupo de locos se lanzaba hacia delante...

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p203  ... Vivimos juntos un par de días en el hotel. Me di cuenta que, ahora Dean se había esfumado, a Marylou yo no le interesaba nada; lo único que quería era encontrar a Dean a través de mí, su amigo íntimo. Discutimos en la habitación; también pasamos noches enteras en la cama mientras yo le contaba mis sueños. Le hablé de la gran serpiente del mundo que estaba enrollada en el interior de la Tierra lo mismo que un gusano dentro de una manzana y que algún día empujaría la Tierra creando una montaña que desde entonces se llamaría La Montaña de la Serpiente y se lanzaría sobre la llanura. Su longitud sería de ciento cincuenta kilómetros y devoraría todo lo que se pusiera por delante. Le dije que esa serpiente era Satanás.

—¿Y qué pasará entonces? —dijo Marylou apretándose asustada contra mí.

—Un santo, llamado Doctor Sax, la destruirá con unas hierbas secretas que está preparando en este mismo momento en su escondite subterráneo de algún lugar de América. También podría resultar que la serpiente no fuera más que la vaina de unas palomas y que cuando muriera salieran de ella grandes nubes de palomas de un gris espermático que llevaran la nueva de la paz por todo el mundo —yo deliraba de hambre y amargura.

Una noche Marylou desapareció con la dueña de un club nocturno. Yo estaba hambriento esperándola a la entrada, que era donde habíamos quedado, una esquina entre Larkin y Geary, y de pronto la vi salir de una casa de citas con su amiga, la propietaria del club, y un viejo grasiento con un paquete. En principio sólo había ido a ver a su amiga. Comprendí lo puta que era. No quiso hacerme ni un gesto amistoso aunque vio que la estaba esperando. Avanzó con paso ligero y se metió en un Cadillac y se largaron.

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Ahora no tenía a nadie, nada.

Anduve por las calles cogiendo colillas del suelo. Pasé junto a un puesto de comidas de la calle Market y, de pronto, la mujer que despachaba me miró aterrada; era la propietaria y parecía pensar que iba a entrar con una pistola y atracarla. Caminé unos cuantos pasos. En esto, se me ocurrió que aquella mujer era mi madre de hace doscientos años en Inglaterra, y que yo era su hijo, un salteador de caminos, que acababa de salir de la cárcel e iba a perturbar su honrado trabajo. Me detuve congelado por el éxtasis en mitad de la acera…

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p262 … Los niños se pusieron a llorar. Una densa y apolillada eternidad se extendía por la enloquecida sala de estar parda con el lúgubre papel pintado, la lámpara color rosa, los rostros excitados. El pequeño Jimmy estaba asustado; le acosté con uno de los perros al lado. Frankie estaba borracha y llamó a un taxi y mientras lo esperábamos me telefoneó mi amiga. Esta amiga mía tenía un primo de edad madura que me odiaba a rabiar, y aquella misma tarde yo le había escrito una carta al viejo Bull Lee, que ahora estaba en Ciudad de México, contándole las aventuras de Dean y mías y los motivos de nuestra estancia de Denver. Le decía: «Tengo una amiga que me regala whisky y me da dinero y me invita a cenar».

  Estúpidamente le di aquella carta a este primo de mi amiga para que la echara al correo, justo después de haber cenado pollo. El tipo la abrió, la leyó, y corrió a contarle lo miserable que era yo. Ahora mi amiga me llamaba llorando y diciéndome que no quería volver a verme. Después el primo cogió el teléfono y empezó a llamarme hijo de puta. Mientras el taxi tocaba el claxon fuera y los niños lloraban y los perros ladraban y Dean bailaba con Frankie solté todas las maldiciones que sabía y añadí muchas nuevas y en mi locura de borracho le dije por teléfono que se fuera a tomar por el culo y colgué y salí a emborracharme.

ChParker  MilesDavis  LouisArmstron

p285 …El otro saxo era un alto, tenía unos dieciocho años, era un negro frío y contemplativo, un joven a lo Charlie Parker con aspecto de estudiante, la boca muy grande, más alto que los demás, serio. Levantaba su saxo y tocaba tranquila y pensativamente y obtenía frases de pájaro y una arquitectura lógica musical a lo Miles Davis. Eran los hijos de los grandes innovadores del bop.

RoyEldridge    thelonious-monk 

Dizzy Gillespie    LesterYoung

Una vez hubo un Louis Armstrong que tocaba sus hermosas frases en el barro de Nueva Orleans; antes que él, estaban los músicos locos que habían desfilado en las fiestas oficiales y convertido las marchas de Sousa en ragtime. Después estaba el swing, y Roy Eldridge, vigoroso y viril, que tocaba la trompeta y sacaba de ella todas las ondas imaginables de potencia y lógica y sutileza… miraba su instrumento con ojos resplandecientes y amorosa sonrisa y transmitía con él al mundo del jazz. Después había llegado Charlie Parker, un niño en la cabaña de su madre en Kansas City, que tocaba su agudo alto entre los troncos, que practicaba los días lluviosos, que salía para escuchar el viejo swing de Basie y Benny Molten, en cuya banda estaban Hot Lips Page y los demás… Charlie Parker dejó su casa y fue a Harlem y conoció al loco de Thelonius Monk y al más loco aún de GillespieCharlie Parker en sus primeros tiempos cuando flipeaba y daba vueltas mientras tocaba. Era algo más joven que Lester Young, también de Kansas City, ese lúgubre y santo mentecato en quien queda envuelta toda la historia del jazz; mientras mantuvo el saxo tenor en alto y horizontal era el más grande tocándolo, pero a medida que le fue creciendo el pelo y se volvió perezoso y despreocupado, el instrumento cayó cuarenta y cinco grados, hasta que finalmente cayó del todo y hoy lleva zapatos de suelas muy gruesas y no puede sentir las aceras de la vida y apoya el saxo contra el pecho y toca fríamente y con frases muy fáciles. Ésos eran los hijos de la noche bop americana...

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p289   Era hora de que nos moviéramos. Cogimos un autobús a Detroit. Nuestro dinero bajaba. Cargamos con nuestro miserable equipaje por la estación. Por entonces el vendaje del dedo de Dean estaba negro como el carbón y todo deshecho. Teníamos el aspecto miserable que tendría cualquiera que hubiera hecho las cosas que habíamos hecho. Dean se quedó dormido en el autobús que recorrió el estado de Michigan. Entablé conversación con una apetecible campesina que llevaba una blusa muy escotada y exhibía parte de sus hermosos pechos tostados por el sol. Era medio idiota. Me habló de los atardeceres en el campo haciendo palomitas de maíz en el porche. En otra ocasión eso me hubiera alegrado pero como ella no estaba nada alegre cuando me lo contó, me di cuenta que era algo que hacía porque debía hacerlo, y nada más.

—¿Y qué más haces para divertirte?

Intentaba hablar de ligues y de sexo. Sus grandes ojos negros me miraron vacíos y con una especie de tristeza que se remontaba a generaciones y generaciones de gente que no había hecho lo que estaba pidiendo a gritos que debía de hacer… sea lo que sea, aunque todo el mundo sabe lo que es.

—¿Qué esperas de la vida? —añadí queriendo sonsacarla; pero no tenía la más ligera idea de lo que quería o esperaba.

Habló vagamente de empleos, del cine, de visitar a su abuela en verano, de que quería ir a Nueva York y ver el Roxy, de la ropa que llevaría… algo parecido a lo que estrenó en Pascua: un gorrito blanco, rosas, zapatos color de rosa y una chaqueta de gabardina color lavanda.

—¿Qué haces los domingos por la tarde? —le pregunté.

Se sentaba en el porche. Los chicos pasaban en bicicleta y se paraban a charlar un rato. Leía tebeos, se tumbaba en la hamaca.

—Y las noches calurosas de verano, ¿qué haces?

Se sentaba en el porche, veía pasar los coches por la carretera. Y ayudaba a su madre a hacer palomitas.

—¿Y qué hace tu padre las noches de verano?

Trabajaba, tiene el turno de noche en una fábrica de cacharros de cocina, dedica toda su vida a mantener a su mujer y sus hijos sin merecer nada a cambio, ni siquiera respeto.

—Y tu hermano, ¿qué hace tu hermano los veranos por la noche?

—Pasea en bicicleta por delante de la heladería.

—¿Y qué quiere hacer tu hermano? ¿Qué queremos hacer todos? ¿Qué hacemos de hecho?

Ella lo ignoraba. Bostezó. Tenía sueño. Aquello era demasiado. Nadie podría expresarlo bien. Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida.

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Y Dean y yo, harapientos y sucios como si hubiéramos vivido en un vertedero, nos apeamos del autobús en Detroit. Decidimos pasar la noche en uno de los cines de sesión continua del barrio chino. Hacía frío para pasarla en un parque. Hassel había vivido en el barrio chino de Detroit, conocía todos los billares y los cines nocturnos y los ruidosos bares. Lo había observado todo con sus ojos oscuros muchísimas veces. Su espíritu se apoderó de nosotros. Nunca volveríamos a verle en Times Square. Pensamos que quizá el viejo Dean Moriarty anduviera casualmente por aquí… pero no estaba. Por treinta y cinco centavos cada uno entramos en un cine destartalado y nos tumbamos en el entresuelo hasta por la mañana, que nos echaron. La gente que había en aquel cine nocturno era de lo peor. Negros destrozados que habían venido desde Alabama a trabajar en las fábricas de automóviles y no tenían contrato; viejos vagabundos blancos; jóvenes hipsters de pelo largo que habían llegado al final del camino y le daban al vino sin parar; putas, parejas normales y corrientes y amas de casa que no tenían nada que hacer, ningún sitio al que ir, ni nadie en quien confiar. Si se pasara a todo Detroit por un tamiz no quedarían reunidos mejor sus desechos. Eran dos películas. La primera era del vaquero cantante Eddie Dean y su valiente caballo blanco Bloop; la segunda era de George Raft, Sidney Greenstreet y Peter Lorre, y se desarrollaba en Estambul. Vimos cada una de ellas seis veces a lo largo de la noche. Las vimos despiertos, las oímos dormidos, las seguimos soñando y cuando llegó la mañana estábamos completamente saturados del extraño Mito Gris del Oeste y del sombrío y siniestro Mito del Este. A partir de entonces, todos mis actos han sido dictados automáticamente por esta terrible experiencia de ósmosis. Oí las terribles risotadas de Greenstreet mil veces; oí otras tantas el siniestro «Vamos» de Peter Lorre; acompañé a George Raft en sus paranoicos temores; cabalgué y canté con Eddie Dean y disparé contra los bandidos innumerables veces. La gente bebía a morro y se volvía y miraba a todas partes buscando algo que hacer, alguien con quien hablar. Al fondo todos estaban quietos y con aire de culpabilidad y nadie hablaba. Cuando llegó el gris amanecer y se coló como un fantasma por las ventanas del cine, estaba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de madera de la butaca y seis empleados me rodeaban con toda la basura que se había acumulado durante la noche; la estaban barriendo y formaron un enorme montón maloliente que llegó hasta mi nariz… estuvieron a punto de barrerme a mí también. Esto me lo contó Dean que observaba desde diez asientos más atrás. En aquel montón estaban todas las colillas, las botellas, las cajas de cerillas, toda la basura de la noche. Si me hubieran barrido, Dean no me habría vuelto a ver. Hubiera tenido que recorrer todos los Estados Unidos mirando en todos los montones de basura de costa a costa antes de encontrarme enrollado como un feto entre los desechos de mi vida, de su vida, y de la vida de todos. ¿Qué le habría dicho desde mi seno de mierda?

—No te preocupes por mí, tío, aquí me encuentro muy bien. Me perdiste aquella noche en Detroit, era en agosto de mil novecientos cuarenta y nueve, ¿recuerdas? ¿Con qué derecho vienes ahora a perturbar mi sueño dentro de este cubo de basura?

En 1942 fui la estrella de uno de los dramas más asquerosos de todos los tiempos. Era marinero y fui al Café Imperial, en Scollay Square, Boston, a tomar un trago; me bebí sesenta cervezas y fui al retrete donde me abracé a la taza y me quedé dormido. Durante la noche por lo menos un centenar de marinos y de individuos diversos fueron al retrete y soltaron sus excrementos encima de mí hasta que me dejaron irreconocible. Pero ¿qué importaba…? El anonimato en el mundo de los hombres es mejor que la fama en los cielos, porque, ¿qué es el cielo?, ¿qué es la tierra? Todo ilusión.

Al amanecer, Dean y yo salimos dando tumbos de aquella cámara de los horrores y fuimos en busca de un coche…

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p302 … La sombra de un hombre atravesaba a la niña sobre el soleado pavimento; unos largos pantalones en medio de la tristeza.

—¿Quién es?

—Es Ed Dunkel. Volvió con Galatea, ahora están en Denver. Se pasan el día haciendo fotos.

Ed Dunkel, con una compasión inadvertida como la compasión de los santos. Dean sacó otras fotografías. Comprendí que eran las fotos que algún día mirarían asombrados nuestros hijos pensando que sus padres habían vivido unas vidas tranquilas, ordenadas, estables y levantándose por las mañanas a pasear orgullosos por las aceras de la vida, sin imaginarse jamás la locura y el follón de nuestras arrastradas vidas reales, de nuestra auténtica noche, del infierno contenido en ella, de la insensata pesadilla de la carretera. Todo el interior de unas vidas interminables y sin final que es vacío. Lastimosas formas de ignorancia.

—Adiós, adiós.

Dean se alejó en el crepúsculo rojizo. Las locomotoras pasaban por encima de él soltando humo. Sus sombras le seguían, imitaban su caminar y pensamientos y su propio ser…

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p304  —Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso… pero eso no es todo —me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado—. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je, je! —me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso—. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso —me explicó lo que quería decir «andar publicándose»—. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello «anda publicándose» a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: «¡No andes publicándote conmigo!». Mal asunto ese de andar publicándose… ¿me entiendes?

  —Nunca andaré publicándome, Henry.

  —Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría larimer-streetmatado si no me sacan de allí. El juez dijo: «¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?». «Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo». Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando.

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… —Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.

Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.

—No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.

  Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera…

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p332 … Un gran valle que era una verde jungla con grandes zonas cultivadas, también muy verdes, se abría ante mí. Grupos de hombres nos miraron al pasar por un estrecho y antiguo puente. Fluía un río ardiente. Después ascendimos hasta que reapareció una especie de región desértica. Delante estaba la ciudad de Gregoria. Los otros dos dormían y yo seguía solo al volante con mi eternidad a cuestas. La carretera era una larga línea recta. No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benarés, la capital del mundo. Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la «historia». Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción al mundo de la «historia» y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Éstos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol…

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p346   Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás, estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba…

Sierramadre 

p350 … Muy arriba, en el pico más alto, tanto como muchos de los picos de las Montañas Rocosas, vimos que crecían bananas. Dean bajó del coche para señalarlas y se quedó inmóvil frotándose el vientre. Estábamos sobre una plataforma donde una choza con techo de paja quedaba como suspendida sobre el precipicio del mundo. El sol creaba doradas brumas que oscurecían el Moctezuma, ahora casi dos mil metros más abajo.

Delante de la cabaña había una niña india de unos tres años que se chupaba el dedo y nos observaba con unos enormes ojos oscuros.

—Probablemente no haya visto a nadie aparcado aquí en toda su vida —suspiró Dean—. ¡Hola, niña! ¿Cómo estás? ¿Te gustamos? —La niña miró hacia otro lado avergonzada y se echó a llorar. Seguimos hablándole y se tranquilizó; volvió a examinarnos y a chuparse el dedo—. Me gustaría poder regalarle algo… esta plataforma representa todo lo que conoce de la vida. Su padre probablemente esté bajando por la quebrada atado con una cuerda y cogiendo piñas o cortando leña en un ángulo de ochenta grados con todo el precipicio debajo. Esta niña nunca saldrá de aquí ni conocerá otra parte del mundo. Esto es una nación. ¡Vaya jefe que deben tener! Y probablemente más lejos de la carretera, encima de aquel farallón, a muchos kilómetros de aquí, sean más salvajes y extraños, seguro que sí, porque la Autopista Panamericana civiliza parcialmente a los que están más cerca de la carretera. —Dean señaló a la niña con una mueca de dolor—. Y no suda como nosotros, su sudor es aceitoso y siempre está ahí porque siempre hace calor, todo el año y no sabe lo que es no sudar; nació sudando y morirá sudando. —El sudor de la frente de la niña era espeso, perezoso; no corría; simplemente estaba allí y brillaba como aceite de oliva—. ¡Hay que ver lo que eso supondrá para ellos! ¡Lo diferentes que serán de nosotros en intereses y valoraciones y deseos! —Dean reanudó la marcha boquiabierto, a diez kilómetros por hora, deseando ver a todos los seres humanos que encontráramos en la carretera. Subíamos y subíamos…

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…  Entramos en las alturas de la Sierra Madre Oriental y casi sentimos vértigo. Los plátanos tenían un extraño brillo dorado entre la bruma. La niebla bostezaba más allá de las paredes de piedra a lo largo del precipicio. Abajo el río Moctezuma era un fino hilo amarillo en la verde alfombra de la jungla. Pasamos por extraños pueblos de la cima del mundo y las indias nos observaban bajo el ala de los sombreros y de los rebozos*. La vida era densa, oscura, antigua. Observaban con ojos de gavilán a Dean que iba serio y enloquecido al volante. Todos tendían la mano. Habían bajado desde las sombrías montañas y desde las alturas a tender las manos hacia algo que pensaban que podía ofrecerles la civilización sin imaginarse la tristeza y pobreza y decepciones de ésta. Desconocían que había una bomba capaz de destruir todos nuestros puentes y carreteras y reducirlos a polvo, y que algún día seríamos tan pobres como ellos y tenderíamos nuestras manos del mismo modo en que ellos lo hacían. Nuestro destartalado Ford, el Ford americano de los años treinta, pasaba haciendo ruido y se perdía en el polvo…

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