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Fragmentos de libros. EL INVIERNO EN LISBOA de Antonio Muñoz Molina   Comienzo II:

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Urinol Noctur177
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

           ... Yo estaba sentado en la barra, de espaldas a los músicos, y cuando oí que el piano insinuaba muy lejanamente las notas de una canción cuyo título no supe recordar, tuve un brusco presentimiento de algo, tal vez esa abstracta sensación de pasado que algunas veces he percibido en la música, y cuando me volví aún no sabía que lo que estaba reconociendo era una noche perdida en el Lady Bird, en San Sebastián, a donde hace tanto que no vuelvo. El piano casi dejó de oírse, retirándose tras el sonido del bajo y de la batería, y entonces, al recorrer sin propósito las caras de los bebedores y los músicos, tan vagas entre el humo, vi el perfil de Biralbo, que tocaba con los ojos entornados y un cigarrillo en los labios. 

      Caratula2 EIELisLo reconocí en seguida, pero no puedo decir que no hubiera cambiado. Tal vez lo había hecho, sólo que en una dirección del todo previsible. Llevaba una camisa oscura y una corbata negra, y el tiempo había añadido a su rostro una sumaria dignidad vertical. Más tarde me di cuenta de que yo siempre había notado en él esa cualidad inmutable de quienes viven, aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado en la adolescencia. Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez, ellos se afianzan en una extraña juventud a la vez enconada y serena, en una especie de tranquilo y receloso coraje. La mirada fue el cambio más indudable que noté aquella noche en Biralbo, pero aquella firme mirada de indiferencia o ironía era la de un adolescente fortalecido por el conocimiento. Aprendí que por eso era tan difícil sostenerla.

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      Durante algo más de media hora bebí cerveza oscura y helada y lo estuve observando. Tocaba sin inclinarse sobre el teclado, más bien alzando la cabeza, para que el humo del cigarrillo no le diera en los ojos. Tocaba mirando al público y haciendo rápidas contraseñas a los otros músicos, y sus manos se movían a una velocidad que parecía excluir la premeditación o la técnica, como si obedecieran únicamente a un azar que un segundo más tarde, en el aire donde sonaban las notas, se organizase por sí mismo en una melodía, igual que el humo de un cigarrillo adquiere formas de volutas azules.

     En cualquier caso, era como si nada de eso concerniera al pensamiento o a la atención de Biralbo. Observé que miraba mucho a una camarera uniformada y rubia que servía las mesas y que en algún momento intercambió con ella una sonrisa. Le hizo una señal: poco después, la camarera dejó un whisky sobre la tapa del piano. También su forma de tocar había cambiado con el tiempo. No entiendo mucho 9qgGzeFde música, y casi nunca me interesé demasiado por ella, pero oyendo a Biralbo en el Lady Bird yo había notado con algún alivio que la música puede no ser indescifrable y contener historias. Esa noche, mientras lo escuchaba en el Metropolitano, yo advertía de una manera muy vaga que Biralbo tocaba mejor que dos años atrás, pero a los pocos minutos de estar mirándolo dejé de oír el piano para interesarme en los cambios que habían sucedido en sus gestos menores: en que tocaba erguido, por ejemplo, y no volcándose sobre el teclado como en otro tiempo, en que algunas veces tocaba sólo con la mano izquierda para tomar con la otra su copa o dejar el cigarrillo en el cenicero. Vi también su sonrisa, no la misma que cruzaba de vez en cuando con la camarera rubia. Le sonreía al contrabajista o a sí mismo con una brusca felicidad que ignoraba el mundo, como puede sonreír un ciego, seguro de que nadie va a averiguar o a compartir la causa de su regocijo. Mirando al contrabajista pensé que esa manera de sonreír es más frecuente en los negros, y que está llena de desafío y orgullo. El abuso de la soledad y de la cerveza helada me conducía a iluminaciones arbitrarias: pensé también que el baterista nórdico, tan ensimismado y a su aire, pertenecía a otro linaje, y que entre Biralbo y el contrabajista había una especie de complicidad racial.

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     Cuando terminaron de tocar no se detuvieron a agradecer los aplausos. El baterista se quedó inmóvil y un poco extraviado, como quien entra en un lugar con demasiada luz, pero Biralbo y el contrabajista abandonaron rápidamente la tarima conversando en inglés, riendo entre ellos con evidente alivio, igual que si al sonar una sirena dejasen un trabajo prolongado y liviano. Saludando fugazmente a algunos conocidos, Biralbo vino hacia mí, aunque en ningún momento había dado señales de verme mientras tocaba. Tal vez desde antes de que yo lo viera él había sabido que yo estaba en el bar, y supongo que me había examinado tan largamente como yo a él, fijándose en mis gestos, CarMundocalculando con exactitud más adivinadora que la mía lo que el tiempo había hecho conmigo. Recordé que en San Sebastián -muchas veces yo lo había visto andando solo por las calles- Biralbo se movía siempre de una manera elusiva, como huyendo de alguien. Algo de eso se traslucía entonces en su forma de tocar el piano. Ahora, mientras lo veía venir hacia mí entre los bebedores del Metropolitano, pensé que se había vuelto más lento o más sagaz, como si ocupara un lugar duradero en el espacio. Nos saludamos sin efusión: así había sucedido siempre. La nuestra había sido una amistad discontinua y nocturna, fundada más en la similitud de preferencias alcohólicas -la cerveza, el vino blanco, la ginebra inglesa, el bourbon- que en cualquier clase de impudor confidencial, en el que nunca o casi nunca incurrimos. Bebedores solventes, ambos desconfiábamos de las exageraciones del entusiasmo y la amistad que traen consigo la bebida y la noche: sólo una vez, casi de madrugada, bajo el influjo de cuatro imprudentes dry martinis, Biralbo me había hablado de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmente -Lucrecia- y de un viaje con ella del que acababa de volver. Ambos bebimos demasiado aquella noche. Al día siguiente, cuando me levanté, comprobé que no tenía resaca, sino que todavía estaba borracho, y que había olvidado todo lo que Biralbo me contó. Me acordaba únicamente de la ciudad donde debiera haber terminado aquel viaje tan rápidamente iniciado y concluido: Lisboa.

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      Al principio no hicimos demasiadas preguntas ni explicamos gran cosa sobre nuestras vidas en Madrid. La camarera rubia se acercó a nosotros. Su uniforme blanco y negro olía levemente a almidón, y su pelo a champú. Siempre agradezco en las mujeres esos olores planos. Biralbo bromeó con ella y le acarició la mano mientras le pedía un whisky, yo insistí en la cerveza. Al cabo de un rato hablamos de San Sebastián, y el pasado, impertinente como un huésped, se instaló entre nosotros. 

     -¿Te acuerdas de Floro Bloom? -dijo Biralbo-. Tuvo que cerrar el Lady Bird. Volvió a su pueblo, recobró una novia que había tenido a los quince años, heredó la tierra de su padre. Hace poco recibí una carta suya. Ahora tiene un hijo y es agricultor. Los sábados por la noche se emborracha en la taberna de un cuñado suyo.  

    PeineVientosSin que en ello intervenga su lejanía en el tiempo, hay recuerdos fáciles y recuerdos difíciles, y a mí el del Lady Bird casi se me escapaba. Comparado con las luces blancas, con los espejos, con los veladores de mármol y las paredes lisas del Metropolitano, que imitaba, supongo, el comedor de un hotel de provincias, el Lady Bird, aquel sótano de arcos de ladrillo y rosada penumbra, me pareció en el recuerdo un exagerado anacronismo, un lugar donde era improbable que yo hubiese estado alguna vez. Estaba cerca del mar, y al salir de él se borraba la música y uno oía el estrépito de las olas contra el Peine de los Vientos. Entonces me acordé: vino a mí la sensación de la espuma brillando en la oscuridad y de la brisa salada y supe que aquella noche de penitencia y dry martinis había terminado en el Lady Bird y había sido la última vez que yo estuve con Santiago Biralbo

    - Pero un músico sabe que el pasado no existe -dijo de pronto, como si refutara un pensamiento no enunciado por mí-. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente. 

   - Pero quedan los discos. -Yo no estaba muy seguro de entenderlo, y menos aún de lo que yo mismo decía, pero la cerveza me animaba a disentir. Él me miró con curiosidad y dijo, sonriendo: 

   Caratula1 EIELis- He grabado algunos con Billy Swann. Los discos no son nada. Si son algo, cuando no están muertos, y casi todos lo están, es presente salvado. Ocurre igual con las fotografías. Con el tiempo no hay ninguna que no sea la de un desconocido. Por eso no me gusta guardarlas. 

   Meses más tarde supe que sí guardaba algunas, pero entendí que ese hallazgo no desmentía su reprobación del pasado. La confirmaba más bien, de una manera oblicua y acaso vengativa, como confirman el infortunio o el dolor la voluntad de estar vivo, como confirma el silencio, habría dicho él, la verdad de la música.

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   Algo parecido le oí decir una vez en San Sebastián, pero ahora ya no era tan proclive a esas afirmaciones enfáticas. Entonces, cuando tocaba en el Lady Bird, su trato con la música se parecía al de un enamorado que se entrega a una pasión superior a él: a una mujer que a veces lo solicita y a veces lo desdeña sin que él pueda explicarse nunca por qué le es ofrecida o negada la felicidad. Con alguna frecuencia había notado yo entonces en Biralbo, en su mirada o en sus gestos, en su manera de andar, una involuntaria propensión a lo patético, más intensa porque ahora, en el Metropolitano, se me revelaba ausente, excluida de su música, ya invisible en sus actos. Ahora miraba siempre a los ojos, y había perdido el hábito de vigilar de soslayo las puertas que se abrían. Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando. Pensé: Biralbo se acuesta con ella, y me acordé de Lucrecia, de una vez que la vi sola en el paseo Marítimo y me preguntó por él. Lloviznaba, Lucrecia tenía el pelo recogido y mojado y me pidió un cigarrillo. Su aspecto era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo. Cruzamos unas palabras, me dijo adiós y tiró el cigarrillo. 

    LhiverALisbonne2- Me he librado del chantaje de la felicidad -dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre, estaba hablándome de ella. Continuó-: De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio. 

    Dije que no lo entendía: lo vi mirarme y sonreír en el largo espejo del otro lado de la barra, entre las filas de relucientes botellas que atenuaba el humo, la somnolencia del alcohol. 

   - Sí me entiendes. Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo. Es un alivio, es tan fácil como alargar la mano y desconectar la radio. 

     - Supongo que uno se resigna -me alarmé, ya no seguí bebiendo. Temía que si continuaba iba a empezar a hablarle de mi vida a Biralbo

   - Uno no se resigna -dijo, en voz tan baja que casi no se notaba en ella la ira-. Ésa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña.

    Eso era lo que le había ocurrido, lo que lo había cambiado hasta afilar sus pupilas con el brillo del coraje y del conocimiento, de una frialdad semejante a la de esos lugares vacíos donde se advierte poderosamente una presencia oculta. En aquellos dos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y temible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro. Por eso yo ya no lo conocía: nadie, ni Lucrecia, lo habría reconocido, no era necesario que se hubiera cambiado el nombre y viviera en un hotel. 

      GranViaHyattSerían las dos de la madrugada cuando salimos a la calle, silenciosos y ateridos, oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos. Mientras lo acompañaba a su hotel -estaba en la Gran Vía, no muy lejos del Metropolitano- fue explicándome que al fin había logrado vivir únicamente de la música. Se ganaba la vida de una manera irregular y un poco errante, tocando casi siempre en los clubs de Madrid, y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann.«Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música», dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos: también tocaba algunas veces en sesiones de estudio, en discos imperdonables en los que por fortuna no constaba su nombre. «Pagan bien», me dijo, «y cuando uno sale de allí se olvida de lo que ha tocado». Si yo oía un piano en una de esas canciones de la radio era probable que fuese él quien lo tocaba: al decir eso sonrió como si se disculpara ante sí mismo. Pero no era cierto, pensé, él ya nunca iba a disculparse de nada, ante nadie. En la Gran Vía, junto al resplandor helado de los ventanales de la Telefónica, se apartó un poco de mí para comprar tabaco en un puesto callejero. Cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver. Pero no estoy haciendo una vana comparación literaria: él tenía una historia y guardaba un revólver.

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Lectura+CAPÍTULO II

     Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro -lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles y sus fotografías- donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. De vez en cuando, en un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música, cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo

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