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 El fantasma de Canterville      

 

I

LLegadaAlCastilloTodos le dijeron al señor Hiram B. Otis, embajador de Estados Unidos de Norteamérica, que cometía un gran disparate cuando adquirió el castillo de Canterville, porque el lugar estaba embrujado.

Hasta el mismísimo Lord Canterville, como hombre de gran honradez, se creyó en el deber de comunicárselo cuando pactaron las condiciones de venta.

- Nosotros mismos no hemos vuelto a vivir allí -expuso Lord Canterville- desde que a mi anciana tía, la duquesa viuda de Bolton, le dio un ataque, del que no logró recobrarse nunca, a causa del terror que le produjo sentir sobre sus hombros dos manos esqueléticas, cuando estaba vistiéndose para la cena. Me creo también obligado a decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varias personas de la familia, aun en vida, como asimismo por el párroco de la localidad, el Rdo. P. Augusto Dampier, profesor asociado del King’s College de Cambridge. Después del lamentable incidente ocurrido a la duquesa, ninguno de los criados quiso continuar a nuestro servicio, y Lady Canterville muchas noches apenas si logró conciliar el sueño, debido a los ruidos misteriosos que provenían de la galería y la biblioteca.

- Milord -respondió el embajador-, me quedo con el mobiliario y con el fantasma por lo que valgan. Procedo de un país moderno, donde tenemos todo lo que se puede adquirir con dinero y, dada la diligencia de nuestros bravos compatriotas en divertirse por todo el Viejo Mundo y en robarles a ustedes su mejores cantantes y actrices, sospecho que, si hubiera habido algún fantasma en Europa, ya lo tendríamos en Norteamérica, en un museo o en una barraca de feria.

- Temo que el fantasma exista -dijo, sonriendo, Lord Canterville aunque haya podido resistir hasta ahora a las ofertas de los audaces empresarios norteamericanos. Ha dado pruebas sobradas de su existencia desde hace tres siglos, desde 1584 exactamente; y cada vez que alguna persona de la familia va a morir no deja de aparecer.

- Si vamos a eso, lo mismo hace el médico de la familia, Lord Canterville. Pero, los fantasmas, amigo mío, no existen, y supongo que la Naturaleza no habrá hecho una excepción en favor de la aristocracia inglesa.

- Se ve que ustedes los norteamericanos son muy aficionados a la Naturaleza -contestó Lord Canterville, no alcanzando a comprender exactamente la última observación del señor Otis-; pero tanto mejor si no le importa a usted tener un fantasma en casa. Yo, por mi parte, se lo he advertido. Le ruego que no lo olvide.

Pocas semanas después se legalizó la venta, y al finalizar la temporada el embajador y su familia se trasladaron al castillo de Canterville.

La señora Otis, que de soltera, como Lucrecia R. Tappan (de West 53 Street), había sido una de las bellezas más celebradas de Nueva York, era a la sazón una hermosa señora, de edad madura, con unos ojos magníficos y un perfil soberbio. Muchas damas norteamericanas, cuando abandonan su país natal, adoptan una enfermedad crónica, imaginando que ello es una forma del refinamiento europeo. La señora Otis nunca había caído en este error. Poseía una espléndida constitución y una vitalidad realmente extraordinaria; como que, en muchos sentidos, era absolutamente inglesa y un ejemplo vivo de que, en realidad, hoy día nada nos separa de los Estados Unidos, como no sea el idioma, naturalmente. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un rapto de patriotismo, que el interesado lamentara toda su vida, era un muchacho rubio y bien parecido, que, dirigiendo el cotillón en el casino de Newport, durante tres años consecutivos, había hecho méritos bastantes para ingresar en la diplomacia norteamericana, sin contar que aun en el mismo Londres era conocido como un excelente bailarín. Las gardenias y la nobleza eran su única debilidad, por lo demás, extremadamente razonable.

Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un ciervo y con una dulce expresión de candor al par que de franqueza en sus grandes ojos azules. Era, además, una amazona sorprendente, y en una ocasión había corrido sobre su poney en competencia con el viejo Lord Bilton y, después de dar dos veces la vuelta al parque, le había ganado, llegando ante la estatua de Aquiles con un cuerpo y medio de ventaja, lo que provocó tan gran entusiasmo en el joven duque de Cheshire, que se le declaró en el acto; razón por la cual sus tutores le enviaron a Eton aquella misma noche, hecho un mar de lágrimas. Después de Virginia, venían los gemelos, a quienes habitualmente les llamaban «las estrellas y las barras» porque estaban siempre dando motivos para que les zurraran. Eran dos niños encantadores y, exceptuando al digno embajador, los únicos republicanos sinceros de la familia.

Como el castillo de Canterville está a siete millas de Ascot, la estación del ferrocarril más próxima, el señor Otis había telegrafiado que enviaran un coche, en el que montaron todos rebosantes de alegría. Era un atardecer de julio delicioso, y el aire estaba saturado del aroma de los pinos. De vez en cuando, se oía el dulce arrullo de las palomas y entre los helechos susurrantes se entreveía la bruñida pechuga de un faisán. Ardillas diminutas les atisbaban al paso desde las hayas, y los conejos huían precipitadamente entre la maleza y cuesta arriba de las lomas musgosas, con el rabillo tieso. Pero cuando entraron en la avenida del castillo de Canterville el cielo se encapotó inesperadamente. Una extraña quietud pareció invadir la atmósfera; una gran bandada de cornejas pasó silenciosamente sobre sus cabezas y, antes -de llegar al castillo, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia.

De pie en la escalinata, les aguardaba una anciana, pulcramente ataviada con un vestido de seda negra y una cofia y un delantal blanco. Era la señora Umney, el ama de llaves, en cuyo puesto había sido respetada por la señora Otis, en atención a las reiteradas instancias de Lady Canterville. La señora Umney, a medida que iban, bajando, les saludaba con una profunda reverencia, diciendo de la manera más primorosa, a la antigua usanza: «Bienvenido sea al castillo de Canterville».

Atravesaron en pos de ella el magnífico vestíbulo Tudor y entraron en la biblioteca, una habitación grande, baja de techo y revestida de roble oscuro, con una amplia vidriera de colores al fondo. El té estaba servido y, una vez que se hubieron despojado de los abrigos de viaje, se sentaron y comenzaron a mirar en torno, mientras la señora Umney les servía.

De pronto, la señora Otis percibió sobre el suelo, junto a la chimenea, una mancha de un rojo oscuro, y sin darse cuenta de lo que realmente significaba, preguntó a la señora Umney:

- Parece como si se hubiera derramado algo ahí.

- Sí, señora -replicó la anciana, en voz queda-, se derramó sangre...

- ¡Qué horror! -exclamó la señora Otis-. No está bien que haya manchas de sangre en un salón. Es preciso limpiarla inmediatamente.

La anciana sonrió y, en el mismo tono grave y misterioso, añadió:

- Es la sangre de Lady Eleonora de Canterville, que fue asesinada por su propio marido en ese mismo sitio, el año 1575. Sir Simón la sobrevivió nueve años y desapareció repentinamente del modo más misterioso. No se logró encontrar su cuerpo, pero su alma en pena continúa rondando por el castillo. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y visitantes, pero es imposible hacerla desaparecer.

- ¡Qué tontería! -exclamó Washington Otis-. El quitamanchas Campeón, marca Pinkerton, la hará desaparecer al momento.

Y antes de que la aterrorizada anciana hubiera podido intervenir, se hincó de rodillas y comenzó a restregar el piso con una barrita que parecía de cosmético negro. Al cabo de unos instantes, no quedaba el menor rastro de la mancha de sangre.

- Ya sabía yo que el Pinkerton es infalible -exclamó Washington en tono de triunfo, mirando en torno suyo a la familia, que le admiraba como correspondía. Pero no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó el oscuro aposento y un trueno pavoroso los hizo a todos ponerse en pie estremecidos, en tanto que la señora Umney se desmayaba.

- ¡Qué clima tan horrible! -dijo el embajador, encendiendo tranquilamente un enorme cigarro-. Supongo que estos viejos países están tan superpoblados que no puede haber buen tiempo para todos. Siempre he pensado que la emigración es el único recurso para Inglaterra.

- Querido Hiram -exclamó la señora Otis-. ¿Qué vamos a hacer con una mujer que se desmaya?

- Cargárselo en cuenta con los platos rotos -contestó el embajador- . Te aseguro que no volverá a desmayarse.

Y, en efecto, pocos momentos después la señora Umney volvió en sí. Pero no había duda que estaba extraordinariamente emocionada, y con voz serena advirtió al señor Otis que se preparase a presenciar calamidades en el castillo.

- He visto, señor -prosiguió-, cosas con mis propios ojos, que pondrían los pelos de punta al más cristiano, y durante noches y noches no he podido dormir a causa de los horrores que aquí suceden.

Pero el señor Otis y su señora aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo a los fantasmas, en vista de lo cual, después de invocar las bendiciones de la Providencia para sus nuevos señores y preparar las cosas para una próxima petición de aumento de sueldo, la anciana ama de llaves se dirigió con paso vacilante hacia su cuarto.

  

II

AsustarAMrOtisToda la noche rugió furiosamente la tormenta, pero nada de particular ocurrió.

A la mañana siguiente, sin embargo, cuando bajaron a desayunar, se encontraron de nuevo con la terrible mancha de sangre en el suelo.

- No creo que sea la culpa del Quitamanchas Pinkerton -dijo Washington-, pues nunca ha fallado. Debe ser el fantasma.

Frotó, entonces, la mancha por segunda vez, pero sin mejor éxito, porque a la mañana siguiente reapareció. Y allí estaba la tercera mañana, a pesar de que el señor Otis en persona cerró la biblioteca la noche anterior, llevándose la llave a su habitación.

Ello fue causa de que la familia en masa se interesara en extremo. El señor Otis comenzó a sospechar que quizás había sido demasiado dogmático al negar la existencia de los fantasmas; la señora Otis manifestó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una extensa carta a los señores Myers y Podmore sobre la persistencia de las manchas de sangre relacionadas con un crimen. Aquella noche se desvanecieron definitivamente todas las dudas que hubieran podido quedar respecto a la existencia objetiva de los fantasmas.

Había sido una jornada calurosa y de sol y, aprovechando el frescor del atardecer, toda la familia salió a dar un paseo en coche No volvieron a casa hasta las nueve y cenaron ligeramente. La conversación no giró en modo alguno alrededor de los fantasmas. No había, por tanto, ni siquiera esas condiciones primarias de expectación y receptividad que tan a menudo preceden a las manifestaciones de los fenómenos psíquicos. Los temas de discusión, según me informó después el señor Otis, habían sido los de costumbre tratándose de norteamericanos cultos de la clase alta, tales como la inmensa superioridad como actriz de Miss Fanny Davenport sobre Sarah Bernhardt; la dificultad de obtener maíz tierno, pan de trigo y polenta, aun en las casas inglesas más distinguidas; la importancia de Boston en el desarrollo del alma universal; las ventajas del sistema de facturación de equipajes en los viajes por ferrocarril y la dulzura del acento neoyorquino, comparada con la balbuciente pronunciación londinense. Ni la más ligera alusión a las cosas sobrenaturales, ni mención alguna de Sir Simón de Canterville. A las once, toda la familia se retiró a sus habitaciones y a las once y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis fue despertado por un extraño ruido en el pasillo. Era como un rechinar de metales y parecía aproximarse gradualmente. Se levantó, encendió una cerilla y consultó el reloj. Era la una en punto. Se sentía absolutamente tranquilo y, tomándose el pulso, pudo comprobar que no tenía la menor fiebre. Sin embargo, el ruido proseguía y al mismo tiempo se oyó distintamente un resonar de pasos. Calzándose las zapatillas, cogió un frasquito alargado de su estuche de aseo y abrió la puerta. Justamente frente a él, al claror de la luna vio a un anciano de aspecto pavoroso. Sus ojos eran rojos como carbones encendidos; largos cabellos en desgreñados rizos grises caían sobre sus hombros; sus vestiduras eran de corte antiguo y estaban polvorientas y andrajosas, y de sus muñecas y tobillos colgaban cadenas y grilletes enmohecidos.

- Querido señor -dijo el señor Otis-: permítame recomendarle engrase esas cadenas, para lo cual le ruego acepte esta botellita de lubricante Tammany Sol Naciente. Aseguran que es eficacísimo y que basta una sola aplicación. En la etiqueta constan varios testimonios de nuestros más prestigiosos teólogos. Se lo dejaré aquí, al lado de las palmatorias y, si necesita usted más, tendré mucho gusto en procurárselo. Apenas pronunciadas estas palabras, el embajador de los Estados Unidos colocó el frasco sobre un velador de mármol y, después de cerrar la puerta, se retiró a descansar. Por un momento, el Fantasma de Canterville permaneció inmóvil, presa de una fuerte indignación; después, arrojando violentamente la botellita contra el suelo, huyó por el pasillo, lanzando profundos gemidos y despidiendo una siniestra luz verdosa. Pero, al llegar al rellano de la escalera principal se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos figuras blancas, ¡y una almohada salió proyectada hacia su cabeza! Evidentemente, no había tiempo que perder. Adoptando, entonces, con toda premura, la cuarta dimensión del espacio como medio defensivo se desvaneció a través del muro y la casa quedó de nuevo en silencio. Al llegar a una reducida cámara secreta, situada en el ala izquierda del castillo, se apoyó en un rayo de luna para recobrar aliento y comenzó a meditar sobre su situación. Jamás en su brillante e ininterrumpida carrera de trescientos años había sido insultado tan groseramente.

Pensó en la duquesa viuda, a quien había aterrorizado hasta el punto de hacerla desmayarse, en el momento en que se contemplaba ante el espejo, cubierta de encajes y diamantes; en las cuatro doncellas que habían sufrido un ataque de nervios, simplemente por haberles hecho unas cuantas muecas a través de los visillos de uno de los dormitorios para invitados; en el párroco de la localidad a quien había apagado de un soplo la vela con que se alumbraba y que desde entonces quedara al cuidado de Sir William Gull, víctima de un desequilibrio nervioso; y en aquella anciana Madame de Tremoiullac, que, al despertar una mañana temprano, se encontró en su cuarto con un esqueleto sentado en un sillón, junto al fuego, leyendo su diario de vida, lo que la tuvo recluida en el lecho durante seis semanas con un acceso de fiebre cerebral y la hizo, una vez restablecida, reconciliarse con la Iglesia y abandonar todo comercio con el famoso escéptico Monsieur de Voltaire. Recordó la noche terrible en que se encontró medio ahogado en su habitación al malvado Lord Canterville, con la sota de diamantes hundida en el gaznate, confesando, poco antes de morir, que había estafado unas 50.000 libras a Charles James Fox, por medio de aquella misma carta, y jurando que era el Fantasma quien se la había hecho tragar. Todas sus memorables hazañas se le venían a la memoria; desde la del mayordomo que se pegó un tiro en la despensa por haber visto una mano verde llamar al cristal de la ventana, hasta la de la bella Lady Stutfield, a quien condenó a llevar continuamente una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, para ocultar la huella de cinco dedos marcados como a fuego sobre su nítida piel, y que acabó por suicidarse en el estanque de carpas situado al final de la Avenida del Rey. Con todo el egotismo entusiasta del verdadero artista, pasó revista a los hechos más notables de su vida y sonrió amargamente para sí mismo al recordar su última aparición en el papel de Rubén el Rojo o el Niño estrangulado, su debut en Gibeon el Flaco o el Vampiro del Páramo de Bexley, y el éxito que había tenido un delicioso atardecer de junio, jugando simplemente a los bolos con sus propios huesos en el campo de tenis. ¡Y que, después de todo esto, viniesen unos infames yanquis a la moderna, a ofrecerle el lubricante Sol Naciente y a tirarle almohadas a la cabeza! La cosa era absolutamente intolerable. Sin contar que no se registraba en la historia un solo caso de fantasma que hubiese sido tratado tan descortésmente. Decidió, por tanto, vengarse. Y allí se estuvo, hasta que apuntó el día en actitud de profunda meditación.

  

III

GolpeRodillaA la mañana siguiente, cuando la familia Otis bajó a desayunar, se discutió detenidamente a propósito del Fantasma. El embajador de los Estados Unidos estaba lógicamente un tanto molesto, al ver que el Fantasma no se había dignado aceptar su presente.

-No me guía -declaró- el menor deseo de molestar personalmente al Fantasma y debo comunicarles que, considerando el mucho tiempo que ha vivido en esta casa, me parece poco correcto que se le arrojen almohadas al pasar. Observación muy justa, que, lamento decirlo, hizo estallar en carcajadas a los gemelos.

-Por otra parte -prosiguió-, si continúa negándose a utilizar el lubricante Sol Naciente, nos veremos en el duro trance de tener que privarle de sus cadenas. Porque, con un ruido semejante, sería imposible dormir.

Pero en toda la semana no volvieron a ser molestados.

Lo único que les intrigaba era la renovación continua de la mancha de sangre en el piso de la biblioteca. Era realmente extraño, pues por la noche siempre cerraba el señor Otis con llave la puerta y trancaba las ventanas cuidadosamente. También la rara mutabilidad de la mancha, que, semejante a un camaleón, cambiaba de color con frecuencia, provocó numerosos y variados comentarios.

Unas mañanas era de un rojo oscuro, casi cobrizo; otras, tornábase bermellón; más tarde, de un púrpura violento; y en una ocasión, en que se reunieron para decir las oraciones familiares, con arreglo a los simples ritos de la Iglesia Episcopal Reformada Norteamericana Independiente, la encontraron de un brillante verde esmeralda.

Estos cambios caleidoscópicos regocijaban a la familia extraordinariamente, y con ese motivo se cruzaban apuestas todas las noches. La única persona que no tomaba parte en estas bromas era la dulce Virginia, que, por razones explicables, se sentía muy afligida cuando veía la mancha de sangre, y la mañana que apareció verde esmeralda estuvo a punto de llorar.

El Fantasma hizo su segunda aparición el domingo por la noche.

Hacía poco que se había acostado toda la familia, cuando se produjo una gran alarma, causada por un estrépito horroroso procedente del vestíbulo. Bajaron precipitadamente y se encontraron con que una gran armadura se había desplomado y todas las piezas estaban desperdigadas por el piso, mientras el Fantasma de Canterville se frotaba las rodillas con expresión de agudo dolor. Los gemelos, que llevaban consigo sus cerbatanas, le dispararon dos proyectiles con esa puntería que sólo se adquiere mediante una larga y concienzuda práctica contra el profesor desde los pupitres de la escuela. Mientras tanto el embajador de los Estados Unidos le apuntaba con su revólver y, con arreglo a la fórmula californiana, le invitaba a levantar las manos en alto.

El Fantasma se incorporó bruscamente, con un alarido de rabia y se desvaneció ante sus ojos como una niebla, apagando al pasar la vela que llevaba Washington Otis y dejándolos sumidos en la más completa oscuridad.

Al llegar a lo alto de la escalera, ya recobrado, se decidió a ensayar su célebre y satánica carcajada, que en más de una ocasión le fuera extremadamente útil.

Se cuenta que bastó para hacer encanecer en una sola noche la peluca de Lord Raker y fue sin ningún género de duda causa de que renunciasen, antes del mes reglamentario, tres institutrices francesas de Lady Canterville.

Lanzó, entonces, su más horrenda carcajada, hasta hacer resonar las viejas bóvedas; pero, apenas se habían extinguido tan pavorosos ecos, cuando se abrió una puerta y apareció la señora Otis, envuelta en una bata celeste.

- Temo que se encuentre usted indispuesto -dijo. Aquí le traigo un frasco de tintura del Dr. Dobell. Si se trata de una indigestión verá usted cómo le alivia.

El Fantasma le lanzó una mirada furiosa y comenzó a hacer los preparativos necesarios para transformarse en un enorme perro negro, hazaña que le había procurado justa fama y a la que siempre atribuyó el médico de la familia la idiotez incurable del tío de Lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un rumor de pasos que se aproximaban, le hizo desistir de sus diabólicos propósitos. Se contentó con hacerse vagamente fosforescente, desvaneciéndose al fin con un tétrico gemido, en el momento en que los gemelos se le venían ya encima.

Al entrar en sus habitaciones, se sintió profundamente abatido y cayó presa de la más violenta agitación. La vulgaridad de los gemelos y el grosero materialismo de la señora Otis eran sin duda extraordinariamente desagradables; pero lo que más le afligía era el no poder ya soportar la cota de mallas. Había contado con que, aun tratándose de norteamericanos a la moderna, la aparición de un espectro armado les haría estremecerse, aunque sólo fuera por respeto al poeta nacional Longfellow, cuya poesía graciosa y sugestiva en más de una ocasión le había ayudado a matar el tiempo, cuando los Canterville estaban en la ciudad. Además, se trataba de su propia armadura. La había llevado con gran éxito en el torneo de Kenilworth, donde fue elogiado nada menos que por la misma Reina Virgen. Pero cuando quiso ponérsela se había sentido materialmente aplastado bajo el peso de la coraza y del yelmo de acero y había caído pesadamente sobre el piso, desollándose las rodillas y lastimándose los nudillos de la mano derecha.

Durante algunos días estuvo muy enfermo y sólo se movió de su habitación para mantener la mancha en buen estado. No obstante, a fuerza de cuidados, acabó por restablecerse. Decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al embajador de Estados Unidos y familia. Escogió para su aparición el viernes 17 de agosto y dedicó la mayor parte del día a revisar su guardarropa. Se decidió al fin por un doblado sombrero de pluma roja, un sudario rizado en las muñecas y el cuello y un puñal herrumbroso.

Al anochecer se desencadenó una terrible tormenta. El viento era tan fuerte, que todas las puertas y ventanas de la antigua mansión crujían y retemblaban. El tiempo, en suma, le convenía.

Su plan era el siguiente: se introduciría sigilosamente en el cuarto de Washington Otis, le farfullaría unas palabras indistintas desde los pies de la cama y le hundiría tres veces el puñal en la garganta, al son de una música en sordina. Profesaba particular ojeriza a Washington, porque sabía que era él quien hacía desaparecer obstinadamente la famosa mancha de sangre por medio del Quitamanchas Campeón.

Después de haber reducido al insensato y temerario joven a un estado de terror abyecto, se dirigiría a la habitación que ocupaban el embajador de los Estados Unidos y su esposa. Una vez allí posaría una mano viscosa sobre la frente de la señora Otis, mientras murmuraría al oído de su trémulo cónyuge los secretos terribles del osario.

Con respecto a Virginia, aún no tenía pensado nada. Nunca le había dirigido el menor insulto y, además, ¡era tan bonita y tan dulce! Algunos gruñidos cavernosos desde el ropero, pensó, serían más que suficiente; pero, si no lograban despertarla, siempre podría arañar la colcha con dedos retorcidos por la parálisis.

En cuanto a los gemelos, estaba absolutamente decidido a darles una lección. En primer lugar, se sentaría sobre sus pechos, para darles una sensación angustiosa de pesadilla; luego, como sus camas estaban una junto a otra, se situaría entre ellas, bajo la forma de un cadáver verdoso y glacial, y allí permanecería hasta dejarlos petrificados de terror; por último, se despojaría del sudario y se arrastraría alrededor de la alcoba, transformado en un esqueleto, con un solo ojo girándole en la órbita, en el papel de Daniel el Mudo o el Esqueleto del Suicida, que más de una vez produjera sensación. Realmente era tan admirable como su famosa interpretación de Martín el Maniático o el Misterio Enmascarado.

A las diez y media, oyó que la familia se retiraba a descansar. Durante algún tiempo se sintió inquieto por los alaridos y la risa de los gemelos que, con la natural alegría de los colegiales, jugaban un rato antes de dormir. A las once y cuarto todo quedó en reposo y cuando sonó medianoche se puso en marcha. El buho golpeaba los vidrios de las ventanas, el cuervo graznaba desde el tejo, árbol secular, y el viento vagaba alrededor del castillo, gimiendo como un alma en pena. La familia Otis dormía inconsciente de su destino y, a pesar de la lluvia y los truenos se oían los sonoros ronquidos del embajador norteamericano. Deslizóse el Fantasma furtivamente a través del entablamento y una sonrisa proterva se dibujó en sus labios crueles y arrugados. La luna ocultó su rostro tras una nube cuando le vio pasar ante el mirador grande, donde sus propias armas y las de su esposa asesinada se destacaban en azul y oro. Como una sombra maligna siguió adelante, y las mismas tinieblas parecían retroceder a su paso. Hubo un momento en que creyó oír que le llamaban, y se detuvo; mas era un perro que ladraba desde la Granja Roja. Prosiguió su camino, murmurando extrañas maldiciones del siglo XVI y blandiendo a diestra y siniestra su enmohecido puñal en medio de la noche.

Por fin llegó al ángulo del corredor que conducía a la habitación del infortunado Washington. Allí, se detuvo un momento. El viento agitaba sus largos mechones grises alrededor de su cabeza y retorcía en los más grotescos y fantásticos pliegues el horror indecible de su sudario. En aquel momento sonaron en el reloj las doce y cuarto y sintió que había llegado la hora. Riendo entre dientes, dobló la esquina del corredor, pero, apenas lo había hecho, retrocedió lanzando un lastimero gemido de terror y ocultando el rostro lívido entre sus manos largas y huesudas. ¡He aquí que ante él se erguía un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un loco! Su cabeza era calva y reluciente, y su rostro redondo, adiposo y lívido; una risa espantosa parecía haber contraído sus rasgos en una mueca eterna. Sus ojos despedían rayos de luz escarlata, la boca parecía un abismo de fuego y un traje horrible, semejante al suyo, envolvía en su nieve silenciosa aquella forma de titán. Colgaba de su pecho un cartel con una extraña inscripción en caracteres antiguos. Algún estigma de vergüenza, sin duda, acaso una relación de horrendos pecados, un monstruoso calendario de crímenes quizás. Con su mano derecha, mantenía en alto una cimitarra de deslumbrante acero.

Como hasta entonces no había visto un fantasma, se sintió lógica y terriblemente amedrentado. Después de lanzar otra ojeada rápida al horroroso espectro, huyó hacia su habitación, pisándose el sudario y dando traspiés según corría por los pasillos, acabando por perder el puñal herrumbroso, que fue a caer dentro de una de las grandes botas del embajador, donde lo encontró a la mañana siguiente el mayordomo. Una vez que se hubo refugiado en su cuarto, se arrojó sobre el jergón de su lecho y ocultó la cabeza entre las sábanas. Poco después, sin embargo, recobró el legendario valor de los Canterville y decidió hablar al otro fantasma, tan pronto como amaneciera.

En consecuencia, apenas la aurora plateaba la cima de los montes, se dirigió hacia el sitio en que sus ojos habían contemplado por primera vez al espantoso fantasma, pensando que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno y que, con la ayuda de su nuevo amigo, podría luchar más confiadamente contra los gemelos. Pero, cuando hubo llegado, un espectáculo desolador se ofreció a sus ojos. Evidentemente, algo le había sucedido al espectro, pues la luz había huido de las cuencas de sus ojos, el alfanje relumbrante había caído de sus manos y su cuerpo se apoyaba contra el muro en una actitud incómoda y violenta.

Se precipitó hacia el espectro y le cogió en sus brazos, quedando horrorizado al ver que su cabeza se desprendía y rodaba por el suelo, mientras el cuerpo se desplomaba y él, el auténtico, se daba cuenta de que estaba abrazado a una cortina blanca y que una escoba, una cuchilla de cocina y una calabaza ahuecada yacían a sus pies. Incapaz de comprender tan curiosa transformación, se apoderó del cartel con mano febril y, a la indecisa claridad del alba, leyó estas terribles palabras:

El fantasma Otis.

Único espectro verdadero y original.

Desconfiad de las imitaciones.

Todos los otros son una falsificación.

En un relámpago de perspicacia, comprendió toda la verdad. ¡Había sido burlado, mistificado, ultrajado! El mirar de los antiguos Canterville reapareció en sus ojos. Apretó con rabia sus desdentadas mandíbulas y, elevando al cielo sus manos descarnadas, juró, con arreglo a la fórmula pintoresca de la antigua escuela, que cuando el canto optimista del gallo sonara dos veces sucedería algo tremendo y la muerte saldría de su guarida con pies silenciosos.

Apenas había acabado de pronunciar tan terrible juramento, cuando del rojo tejado de una alquería lejana se elevó el canto de un gallo. Rió prolongada y quedamente, con risa amarga, y esperó. Hora tras hora permaneció esperando. Pero el gallo, no se sabe por qué misteriosas razones, no volvió a cantar. Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le hizo renunciar a su pavorosa vigilia y regresó a su habitación, meditando sobre sus vanas esperanzas y sus fallidos propósitos.

Una vez allí, consultó antiguos libros de caballería, a los que era muy aficionado, y pudo comprobar que el gallo había cantado dos veces siempre que se empleó tal juramento.

«¡El diablo cargue con ese maldito avechucho! -murmuró-. En mis buenos tiempos, me hubiera precipitado contra él, lanza en ristre, y le hubiera hecho cantar de nuevo, aunque fuese en las agonías de la muerte».

Dicho esto, se retiró a un confortable ataúd de plomo, y allí permaneció hasta el anochecer.

  

IV

JarroDeAguaAl día siguiente, el Fantasma se sentía muy débil y fatigado. La vida de excitación que llevaba desde hacía cuatro semanas comenzaba a surtir sus efectos. Tenía los nervios completamente desquiciados y el menor ruido le hacía sobresaltarse.

Durante cinco días permaneció en sus habitaciones, decidiéndose por último a renunciar a la mancha de sangre en la biblioteca. Si a los Otis no les gustaba, es que indudablemente eran indignos de ella. Era, sin duda alguna, gente que vivía en un nivel de vida inferior y materialista, incapaces de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión de las apariciones y el desarrollo de los cuerpos astrales era ya otra cosa, realmente fuera de su radio de acción. Era deber suyo ineludible manifestarse en la galería una vez por semana y farfullar desde el ancho mirador todos los viernes primero y tercero de cada mes, y la verdad es que no veía medio de eludir honrosamente sus obligaciones. Es cierto que su vida había dejado mucho que desear, pero, en cambio, era extremadamente escrupuloso en todo lo relacionado con lo sobrenatural.

Consecuentemente, durante los tres sábados que siguieron, cruzó la galería como de costumbre, entre media noche y las tres de la madrugada, tomando todo género de precauciones para no ser visto ni oído. Quitándose las botas, caminaba lo más levemente que podía sobre el viejo entarimado carcomido. Se ponía una amplia capa de terciopelo negro que le cubría por completo, y tenía buen cuidado de engrasar las cadenas con el lubricante Sol Naciente. Fuerza es reconocer que sólo tras prolongadas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de protección, aprovechando una noche que la familia se hallaba reunida en el comedor para deslizarse en la alcoba del señor Otis y hurtar el frasco.

En un principio se sintió algo humillado, pero luego fue lo suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía todos los elogios y que, en cierto modo, favorecía sus planes. Pero, a pesar de su irreprochable conducta, no le dejaban tranquilo.

Le ponían cuerdas atravesadas en el pasillo que le hacían tropezar en la oscuridad y, en una ocasión que se había ataviado para el personaje de Isaac el Negro o el Cazador de los Bosques de Hogley, se dio un tremendo batacazo al pisar una rebanada de mantequilla que habían puesto los gemelos a la entrada de la Estancia de los Tapices, en el descanso superior de la escalera. Este último agravio le irritó de tal modo, que decidió hacer un último esfuerzo para afirmar su dignidad y situación social, resolviendo visitar a los dos muchachos la noche próxima en su famoso papel de Ruperto el Temerario o el Conde Descabezado.

Hacía más de setenta años que no había usado este disfraz. Desde el día en que había asustado de tal manera a la encantadora Lady Bárbara Modish, que la hizo romper sus relaciones con el bisabuelo del actual Lord Canterville y fugarse a Gretna Green con el apuesto Jack Castleton, después de declarar que por nada del mundo accedería a formar parte de una familia que permitía a un fantasma tan horrible pasearse por la terraza al anochecer. El pobre Jack fue muerto poco después por Lord Canterville en un duelo a pistola efectuado en Wandsworth, en tanto que Lady Bárbara moría de dolor en Tunbridge Wells antes de que transcurriera un año; de manera que había sido por todos conceptos un éxito completo. Era, sin embargo, un papel de muy difícil caracterización, si se me permite emplear semejante expresión escénica en relación con uno de los más grandes misterios de lo sobrenatural, o para hablar en términos más científicos, del mundo extrafísico. Necesitó más de tres horas para llevar a cabo todos los preparativos.

Al fin, todo estuvo listo, y la verdad es que quedó muy contento de su apariencia. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, le estaban un tanto holgadas, y sólo logró encontrar una de las dos pistolas de palo. En conjunto, quedó bastante satisfecho, y a la una y cuarto en punto se filtró a través de la pared en dirección a la galería. Al llegar a la habitación ocupada por los gemelos, llamada la Alcoba Azul, por el color de sus colgaduras, se encontró con la puerta justamente entornada. Deseando hacer una entrada sensacional la abrió bruscamente de par en par, recibiendo a continuación un gran jarro de agua que le caló hasta los huesos, faltando muy poco para que le hundiera el hombro izquierdo.

Acto seguido oyó unas risas ahogadas procedentes del lecho. Sus nervios sufrieron una sacudida tan violenta que huyó hacia su habitación lo más de prisa que pudo y al día siguiente se vio obligado a guardar cama a consecuencia de un fuerte resfriado.

Lo único que le consolaba en todo aquello era el no haber llevado consigo su cabeza, pues, de haberlo hecho, las consecuencias hubieran podido ser mucho más serias.

Renunció desde entonces a toda esperanza de amedrentar a aquella grosera familia norteamericana y se limitó a recorrer los pasillos calzado de silenciosas babuchas, con una espesa bufanda roja liada al cuello, por temor a las corrientes, y armado de un arcabuz en previsión de posibles agresiones de los gemelos.

Pero aún faltaba el golpe de gracia, que sobrevino el 19 de septiembre. Había bajado al vestíbulo pensando que allí por lo menos estaría seguro de no ser molestado, y se distraía haciendo irónicas observaciones sobre las grandes fotografías Saroni del embajador de los Estados Unidos y su esposa, que ocupaban ahora el lugar de los antiguos retratos de familia de los Canterville. Iba vestido sencilla pero decorosamente, con un amplio sudario maculado por el verdín de los cementerios. Se había sujetado las mandíbulas con una tira de lienzo amarillo y llevaba consigo una linterna sorda y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba ataviado de Jonás el Insepulto o el Ladrón de cadáveres de la Granja de Chertsey, una de sus más notables creaciones, que por más de un motivo jamás olvidarían los Canterville, pues fue la verdadera causa de la querella que tuvieron con su vecino Lord Rufford.

Eran, poco más o menos, las dos y cuarto de la madrugada y, al parecer, todo reposaba en el castillo. Sin embargo, cuando se dirigía hacia la biblioteca para ver si quedaba algún rastro de la mancha de sangre, de repente se destacaron de un rincón oscuro dos sombras, que, agitando curiosamente los brazos sobre sus cabezas, se le vinieron encima, gritándole al oído: ¡BUU...!

Presa de un terror pánico, cosa nada extraña en semejantes circunstancias, se precipitó hacia la escalera, donde le aguardaba Washington Otis con la gran manguera de riego. Al verse así acorralado por sus enemigos, se desvaneció a través de la estufa de hierro, que, afortunadamente para él, no estaba encendida, y a través de las tuberías y conductos de humo tuvo que abrirse camino hasta su cuarto. Llegó en un estado terrible de suciedad, desorden y desesperación.

Después de lo sucedido, no volvió a emprender ninguna nueva expedición nocturna. Los gemelos le estuvieron acechando en varias ocasiones y sembraron los corredores con cáscaras de nuez, noche tras noche, con gran indignación de sus progenitores y de los criados; pero todo fue en vano. Era evidente que su amor propio se sentía tan mortificado que había decidido no reaparecer. El señor Otis volvió, por tanto, a enfrascarse en su gran obra sobre la historia del Partido Demócrata, que comenzara hacía tres años; la señora Otis organizó un picnic, que fue el asombro de toda la comarca; los muchachos se dedicaron a jugar al lacrosse, al eucbre, al poker y demás juegos nacionales de Norteamérica, y Virginia a pasear a caballo por los alrededores, en compañía del duquesito de Cheshire, que vino a pasar en el castillo de Canterville la última semana de vacaciones. Era opinión general que el Fantasma había desaparecido, y con este motivo el señor Otis escribió una carta a Lord Canterville, quien le contestó congratulándose de la noticia y enviando sus mejores saludos a la digna esposa del embajador.

Se equivocaban, sin embargo, los Otis. El Fantasma seguía habitando el castillo. Aunque inválido por el momento, no se sentía de ningún modo dispuesto a que las cosas quedaran así. Menos ahora, cuando supo que entre los invitados se encontraba el duquesito de Cheshire, cuyo tío abuelo, Lord Francis Stilton, había apostado en una ocasión cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el Fantasma de Canterville, hallándosela al día siguiente tendido en el suelo de la sala de juego, con un ataque de parálisis tal, que, aunque llegó a una edad avanzada, no pudo desde entonces pronunciar otra palabra que «¡El seis doble!». El caso fue muy comentado en su tiempo, aunque, como es natural, por respeto a los sentimientos de dos familias linajudas, se hizo todo lo posible por ocultarlo. Se puede hallar una relación minuciosa de todas las circunstancias relacionadas con este asunto en el tercer tomo de las Memorias de Lord Tattle sobre el Príncipe Regente y sus Amigos. El Fantasma, por tanto, se sentía naturalmente anheloso de demostrar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, a los que, además, le unía un lejano parentesco, pues una prima hermana suya había estado casada en segundas nupcias con el señor de Bulkeley, del que, como todo el mundo sabe, descienden en línea recta los duques de Cheshire.

Hizo, en consecuencia, todos sus preparativos para aparecerse al enamorado de Virginia en su famosa creación de El Monje Vampiro o el Benedictino Exangüe, interpretación tan horrible, que cuando la anciana Lady Startup la presenció una noche fatal del Año Nuevo de 1764, estalló en los más penetrantes alaridos, que culminaron en un violento ataque de apoplejía, falleciendo a los tres días, después de desheredar a los Canterville, sus parientes más próximos, y de legar toda su fortuna a su farmacéutico de Londres.

A última hora, sin embargo, el terror que le inspiraban los gemelos, hizo que no abandonara sus habitaciones y el duquesito pudo dormir en paz bajo el dosel de plumas del dormitorio real y soñar tranquilamente con Virginia.

  

V

VirginiaYElFantasmaPocos días después, Virginia y su enamorado caballero salieron a pasear por las praderas de Brockley, donde, al franquear una valla, se desgarró la muchacha de tal manera el vestido que al volver a casa decidió subir por la escalera interior, a fin de no ser vista. Al pasar corriendo ante la Estancia de los Tapices, como diera la casualidad de que la puerta estuviese abierta, le pareció ver a alguien en el interior y pensando que podía ser la doncella de su madre, entró con la idea de pedirle que le cosiera el traje. Pero, con gran sorpresa suya, se encontró con el Fantasma de Canterville en persona. Estaba sentado junto a la ventana contemplando el oro marchito de los árboles otoñales y las hojas cobrizas que danzaban frenéticamente avenida abajo en brazos del viento. Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud expresaba el más profundo abatimiento.

Tan decaído y tan postrado era su aspecto que Virginia, cuya primera idea había sido correr a encerrarse en su cuarto, se sintió apiadada y decidió tratar de consolarle. Pero era su andar tan ligero y tan profunda la melancolía del Fantasma, que éste no se dio cuenta de su presencia hasta que Virginia le habló.

- Crea usted que siento mucho todo lo sucedido -comenzó-, pero mis hermanos vuelven a Eton mañana y de aquí en adelante, si se porta usted bien, nadie le molestará.

- Es absurdo aconsejarme que me porte bien -contestó el Fantasma, mirando; lleno de sorpresa a la encantadora muchacha que se había aventurado a interpelarle-. Completamente absurdo. Yo necesito hacer rechinar mis cadenas, gemir a través de las cerraduras y pasearme durante la noche, si es a esto a lo que usted se refiere. Es mi única razón de ser.

- No es de ningún modo una razón de ser y bien sabe usted que ha sido muy malo. La señora Umney nos dijo el día que llegamos aquí que había usted matado a su señora.

- Sí, señor, de acuerdo -dijo el Fantasma con petulancia-. Pero fue un asunto puramente familiar, que a nadie incumbe.

- Está muy mal matar -dijo Virginia, que de vez en cuando sacaba una dulce gravedad puritana, sin duda heredada de algún antepasado de la Nueva Inglaterra.

- ¡Ah, detesto la severidad barata de la ética abstracta! Mi mujer era vulgarísima. Jamás me tenía los puños bien almidonados y no entendía una palabra de cocina. Figúrese usted que un día maté un gamo en los bosques de Hogley, una magnífica pieza. Pues bien, ¿quiere usted saber cómo me lo presentó a la mesa? Pero, en fin, poco importa ya, es cosa pasada, Aunque la verdad es que no creo que estuviese nada bien, por parte de sus hermanos, dejarme morir de hambre, aunque yo la matara.

- ¿Matarle de hambre? ¡Oh!, señor Fantasma; quiero decir, Sir Simón; ¿tiene usted hambre? ¿No querría usted un emparedado que tengo en el costurero?

- No, gracias. Ahora nunca como nada, pero, de todos modos, es usted muy amable, mucho más simpática que el resto de su horrible, grosera, ordinaria y poco honorable familia.

- ¡Alto ahí! -gritó Virginia, dando con el pie en tierra-, usted sí que es grosero, horrible y ordinario, y en cuanto a época honorabilidad, debo recordarle que me ha robado todos los colores de mi caja de pintura, para mantener esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted hurtándome los rojos, incluso el bermellón, y me impidió pintar más puestas de sol. Luego se llevó usted el verde esmeralda y el amarillo, acabando por no dejarme más que el índigo y el blanco porcelana, de manera, que sólo podía pintar escenas a la luz de la luna, que siempre son deprimentes, y nada fáciles de pintar. Ya sabe usted que nada le he dicho, aunque le aseguro que no me hacía ninguna gracia. Sin contar con que la cosa era en extremo ridícula; pues, ¿quién ha visto nunca una mancha de sangre verde esmeralda?

-Conformes -reconoció el Fantasma, con cierta docilidad- pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Es realmente muy difícil hoy día procurarse sangre auténtica, y como su hermano fue quien empezó con su Quitamanchas Campeón, no veo por qué razón no iba a poder yo usar sus pinturas. En cuanto al color, es cuestión de gustos. Además, los Canterville tienen sangre azul; la más azul de Inglaterra... Pero ya sé que ustedes los norteamericanos no le dan importancia a esas cosas.

- No sabe usted una palabra de nosotros y lo mejor que podría hacer es emigrar y aprender. Mi padre tendrá mucho gusto en facilitarle un pasaje gratis. Aunque los derechos de aduana correspondientes a los espíritus, sean de la clase que sean, son muy elevados, no tendría usted grandes dificultades para pasar, pues todos los empleados son del partido demócrata. Y una vez en Nueva York, puede usted estar seguro de que tendría un gran éxito. Conozco mucha gente que daría cien mil dólares por tener un abuelo y muchísimo más por un fantasma de familia.

- No creo que me gustasen gran cosa los Estados Unidos...

- Porque no tenemos ruinas ni curiosidades, ¿verdad? -preguntó irónicamente Virginia.

-¿Qué no tienen ruinas ni curiosidades? Pues, ¿y su marina y sus modales?

- Buenas noches. Voy a pedir a papá que conceda otra semana de vacaciones a los gemelos.

- ¡No, por favor, señorita! -imploró el Fantasma-. ¡Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que realmente no sé lo que digo! Quisiera dormir y no puedo.

- ¡Pero es absurdo! Bastaría con que se acostase usted y apagara la vela. A veces, es muy difícil estar despierto, sobre todo en misa; pero, para dormir, no creo que haya dificultad. Hasta los niños pequeños lo saben, y eso que no son muy inteligentes que digamos.

-No he dormido desde hace trescientos años -dijo tristemente el Fantasma, mientras los hermosos ojos azules de Virginia se dilataban de asombro-. Desde hace trescientos años no he dormido y me siento muy cansado.

Virginia se puso seria y sus labios temblaron como pétalos de rosa. Acercándose a él y arrodillándose a su lado, contempló su vieja faz arrugada.

- ¡Pobre, pobre Fantasma! -murmuró-. ¿No tiene usted donde poder dormir?

- Allá lejos, más allá del pinar -murmuró el Fantasma en voz queda y soñadora-, hay un jardín pequeño. Crece en él una hierba espesa y alta; en él se abren las pálidas estrellas de la cicuta; en él canta el ruiseñor toda la noche. Toda la noche canta y la fría luna de cristal mira la tierra, y el tejo secular extiende sus brazos gigantescos sobre los durmientes...

Los ojos de Virginia se humedecieron de lágrimas y ocultó el rostro entre las manos.

- El Jardín de la Muerte, quiere usted decir -murmuró.

- Sí, de la Muerte. La Muerte, ¡debe ser tan hermosa! Descansar sobre la tierra oscura y suave, bajo la hierba acariciada por el aire, y escuchar el silencio... No tener ni ayer ni mañana. Olvidar el tiempo, perdonar la vida, reposar en paz... Usted puede ayudarme. Usted puede abrirme las puertas de la Muerte, porque el Amor está siempre al lado de usted y el Amor es más fuerte que la Muerte.

Virginia tembló. Sintió un escalofrío helado que recorría su cuerpo, y durante breves instantes reinó un gran silencio. Parecíale como si fuera presa de una terrible pesadilla.

Luego, el Fantasma habló de nuevo y su voz era semejante al suspirar del viento.

- ¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía inscrita sobre la vidriera de la biblioteca?

-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha, mirándole-. La conozco muy bien. Está pintada en unas letras negras muy raras y muy difíciles de leer. Son solamente seis líneas:

 

Cuando una virgen rubia haga brotar

De labios del pecador una oración;

Cuando el almendro seco dé su flor,

O un niño sus lágrimas derrame,

Tranquila entonces la casa quedará

Y la paz a Canterville volverá.

 

Pero no sé lo que significa.

-Significa dijo el Fantasma tristemente que debe usted llorar conmigo mis pecados, porque yo no tengo lágrimas; y orar conmigo por mi alma, porque yo no tengo fe; y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y compasiva, el Angel de la Muerte tendrá piedad de mí. Verá usted seres monstruosos en las tinieblas y voces malignas murmurarán a su oído; pero no podrán nada contra usted, pues contra la pureza de una virgen los poderes del Infierno no pueden prevalecer.

Virginia no contestó y el Fantasma se retorció con desesperación las manos al contemplar su cabecita rubia inclinada. Pero, de pronto, la muchacha se puso en pie, muy pálida y, con una extraña luz en los ojos, exclamó con firmeza:

- No tengo miedo. Pediré al Angel que tenga compasión de usted.

El Fantasma se levantó de su asiento, lanzando un grito de alegría y, tomándola de la mano, e inclinándose con una cortesía que recordaba tiempos pasados, puso en ella sus labios. Sus dedos estaban helados y sus labios eran como de fuego, pero Virginia no desfalleció mientras era conducida a través de la estancia sombría. Sobre un tapiz de un verde descolorido aparecían bordados unos cazadores que al paso de ella soplaron en sus cuernos y le hicieron señas de que volviera atrás.

«No sigas, Virginia -gritaban-; no sigas».

Pero el Fantasma le apretó más fuerte la mano y ella cerró los ojos para no verlos. Monstruos horribles con cola de lagarto y ojos saltones hacíanle muecas desde la esculpida chimenea y murmuraban:

«¡Cuidado, Virginia, cuidado! ¡Quizá no te volvamos a ver!». Pero el Fantasma se deslizaba más rápidamente y Virginia no les prestó oído. Cuando llegaron al final de la estancia, el Fantasma se detuvo y murmuró algunas palabras que Virginia no pudo entender. Abrió entonces los ojos y vio que el muro se desvanecía lentamente como una bruma y una oscura caverna se abría ante ella. Un vendaval helado les envolvió y Virginia sintió que alguien le tiraba del vestido.

¡De prisa, de prisa -gritó el Fantasma-, o será demasiado tarde!». Y, en un abrir y cerrar de ojos, el muro se cerró tras ellos y la Estancia de los Tapices quedó vacía.

  

VI

BusquedaVirginiaUnos diez minutos después sonó la campana para el té y, como Virginia no bajase, la señora Otis envió a uno de los criados a avisarla. El criado volvió a los pocos instantes y dijo que no había logrado encontrar a la señorita Virginia por ninguna parte. Como tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a coger flores para la cena, la señora Otis no se alarmó al principio; pero, como dieran las seis y Virginia no apareciese, se sintió realmente intranquila y envió a los muchachos en busca suya, mientras ella y el señor Otis la buscaban por toda la casa.

A las seis y media volvieron los muchachos y dijeron que no habían logrado encontrar ni el más leve rastro de su hermana habían llegado todos al mayor grado de excitación y no sabían que hacer, cuando el señor Otis recordó de repente que hacía algunos días había dado permiso a una banda de gitanos para que acampasen en el parque. Se encaminó, sin pérdida de tiempo, hacia Blackfell Hollow, donde sabía que se hallaban, acompañado de su hijo mayor y de dos mozos de la alquería. El duquesito de Cheshire, que estaba loco de ansiedad, suplicó que le permitieran acompañarlos, pero el señor Otis, no se lo consintió, por temor a lo que pudiera suceder.

Al llegar al lugar en cuestión, se encontraron con que los gitanos habían partido, siendo evidente que la marcha había sido precipitada, pues las hogueras aún estaban encendidas y algunos platos diseminados sobre la hierba. Después de ordenar a Washington y a los dos mozos que recorrieran los alrededores, se dirigió precipitadamente al castillo y desde allí telegrafió a todos los inspectores de policía de la provincia, encargando se buscara a una muchacha que había sido raptada por unos vagabundos gitanos. Luego ordenó que le trajeran de nuevo su caballo y, después de haber encargado insistentemente a su mujer y a los tres muchachos que cenasen, se fue a todo galope por el camino de Ascot con un lacayo. Apenas llevaban recorridas un par de millas, cuando sintió que alguien galopaba tras él y, volviéndose, vio al duquesito que se acercaba sobre su yegua, con el rostro encendido y sin sombrero.

- Lo siento mucho, señor Otis -dijo el mozo con voz entrecortada- ; pero no me será posible cenar mientras Virginia no aparezca. No se enfade usted conmigo, se lo ruego. Si hubiera usted permitido nuestras relaciones el año pasado, no hubiera sucedido esto. Pero, ¿no me mandará usted volverme, verdad? No me sería posible...

El embajador no pudo menos que sonreír al escuchar las palabras del joven, conmoviéndole en extremo el afecto que demostraba por Virginia e, inclinándose, le dio cariñosamente unos golpecitos en el hombro, y dijo:

- Está bien, Cecil. Si no quiere usted volverse, venga conmigo, pero será preciso que compremos un sombrero al llegar a Ascot.

- ¡Al diablo el sombrero! Lo que necesito es encontrar a Virginia -exclamó riendo el duquesito, y galoparon hacia la estación.

Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si había visto en el andén alguna muchacha que respondiera a las señas de Virginia, pero el jefe no pudo darle razón. No obstante, telegrafió a todas las estaciones de la línea y le aseguró que se ejercería una estrecha vigilancia.

Después de haber comprado un sombrero para el duquesito en una tienda que estaban ya cerrando, el señor Otis decidió llegar hasta Bexley, un pueblo a unas cuantas millas de distancia, que, según parece, era lugar muy frecuentado por los gitanos a causa de su cercanía a la ciudad. Allí despertaron al guarda rural, quien no pudo facilitarles información alguna; y después de haber recorrido toda la localidad, se volvieron por donde habían venido y llegaron al castillo alrededor de las once, muertos de cansancio y transidos de dolor.

Washington y los gemelos les esperaban a la puerta con linternas, pues la avenida estaba muy oscura. Tampoco ellos habían logrado descubrir el menor rastro de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en las praderas de Brockley, pero Virginia no estaba con ellos. Por otra parte, habían justificado la partida repentina explicando que, habiendo equivocado la fecha en que tenía lugar la feria de Cherton, tuvieron que levantar el campamento precipitadamente a fin de no llegar tarde. Además, demostraron gran sentimiento al enterarse de la desaparición de Virginia, agradecidos como estaban al señor Otis por haberles permitido acampar en el parque. Cuatro de la tribu se habían quedado con ellos para contribuir a las pesquisas.

Se vació el estanque de las carpas y todo el castillo fue registrado palmo a palmo, sin el menor resultado. Era evidente que, al menos por aquella noche, Virginia estaba perdida para su familia. En un estado de profundo abatimiento, el señor Otis y los muchachos se dirigieron hacia el castillo, seguidos de un criado con los dos caballos y el poney. En el vestíbulo se encontraron con un grupo de servidumbre aterrada y en la biblioteca, tendida sobre un diván, yacía la pobre señora Otis casi fuera de sí de ansiedad y terror, con la doncella a la cabecera humedeciéndole de continuo la frente con agua de colonia.

El señor Otis, de inmediato, insistió en que debía tomar algo sólido, y ordenó que sirvieran la cena para todos. Fue una comida fúnebre, en la que apenas se despegaron los labios; los mismos gemelos querían demasiado a su hermana para no sentirse consternados. Cuándo hubieron terminado, el señor Otis, a pesar de las súplicas del duquesito, mandó que todo el mundo se fuera a la cama, diciendo que no se podía hacer ya nada aquella noche y que telegrafiaría por la mañana a Scotland Yard, pidiendo que le mandaran inmediatamente algunos detectives.

Pero, en el momento preciso en que salían del comedor, comenzaron a dar las doce en el reloj de la torre, y cuando hubo sonado la última campanada, se oyó de pronto un chasquido; a continuación un grito agudísimo. Un trueno pavoroso hizo retemblar el castillo; una música ultraterrena lo invadió todo; un tabique del rellano de la escalera se hundió ruidosamente y en el espacio abierto apareció Virginia, muy pálida y muy blanca, con un cofrecillo en la mano. Todos se precipitaron hacia ella. La señora Otis la estrechó apasionadamente entre sus brazos, el duquesito casi la asfixió de besos, y los gemelos ejecutaron una danza salvaje de guerra en torno al grupo.

- ¡Alabado sea Dios, hija mía! ¿Dónde has estado? -dijo el señor Otis, no sin cierta irritación, con la idea de que todo había sido una broma insensata-. Cecil y yo hemos recorrido toda la comarca a galope en busca tuya y tu madre ha estado a punto de morir del susto. ¡Que no se vuelvan a repetir estas bromas!

- ¡Nada de bromas, como no sea el Fantasma! -gritaron los gemelos, haciendo cabriolas.

- Gracias a Dios que te hemos encontrado, hija mía. Ya no te apartarás nunca de mi lado -murmuró la señora Otis besando a la trémula muchacha y alisando el oro, un tanto enmarañado, de sus cabellos.

- Papá -dijo Virginia dulcemente-, he estado con el Fantasma. Ha muerto y tienen que venir a verle. Fue muy malo; pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que hizo y me ha regalado este cofrecillo de joyas antes de morir.

Toda la familia la contempló, muda de asombro. Virginia estaba muy seria y, volviéndose hacia la abertura por donde apareciera, les condujo, a través del muro, por un estrecho pasadizo secreto. Washington, que llevaba en la mano una vela encendida que cogiera de la mesa, venía el último. Por fin llegaron ante una gran puerta de roble tachonada de grandes clavos herrumbrosos.

Apenas Virginia la hubo tocado, giró sobre sus pesados goznes, abriéndoles paso a una reducida cámara abovedada que iluminaba una ventanita con rejas. Empotrada en la pared había una gran argolla de hierro y sujeto a ella por una cadena un esqueleto amarillento tendido todo a lo largo sobre el suelo, en actitud de querer alcanzar con sus largos dedos descarnados una escudilla y una jarra colocadas fuera de su alcance.

La jarra, evidentemente, había estado llena de agua en otro tiempo; su interior estaba tapizado de verdín, En la escudilla, sólo se percibía un montoncito de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto y juntando las manos comenzó a rezar en silencio, mientras los demás contemplaban llenos de asombro la terrible tragedia, cuyo secreto les era ahora revelado.

- ¡Bravo! -gritó de repente uno de los gemelos, que había estado mirando por la ventana, para saber en qué parte del castillo estaba situada aquella habitación-. ¡Bravo! El viejo almendro seco ha florecido. Desde aquí se ven perfectamente las flores a la luz de la luna.

- ¡Dios te ha perdonado! -dijo Virginia gravemente, poniéndose en pie. Y una luz maravillosa pareció iluminar su rostro.

- ¡Eres un ángel! -grito el duquesito. Y echándole los brazos al cuello, la besó,

  

VII

CecilYVirginiaCuatro días después de tan curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un cortejo fúnebre del castillo de Canterville. La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros y cada uno de ellos llevaba un gran penacho de plumas de avestruz sobre la cabeza. El féretro estaba cubierto por un rico paño de púrpura, sobre el cual aparecían bordadas en oro las armas de los Canterville. A uno y otro lado de la carroza y de los coches, caminaban los criados con antorchas encendidas y toda la procesión resultaba en extremo impresionante. Lord Canterville presidía el duelo. Había venido expresamente de Gales para asistir al funeral y ocupaba el primer coche con Virginia. En el segundo, iban el embajador de los Estados Unidos y su esposa; en el siguiente Washington y los tres muchachos, y en el último la señora Umney, pues fue opinión general que, habiendo vivido bajo la influencia terrorífica del Fantasma durante más de cincuenta años, tenía derecho a verle desaparecer para siempre.

Se había cavado una profunda fosa en un rincón del cementerio, justamente bajo el tejo secular, y el Reverendo Augusto Dampier leyó el oficio de difuntos en el tono más solemne.

Una vez la ceremonia terminada, los criados apagaron las antorchas, como era tradicional en la familia Canterville y, en el momento en que el féretro era descendido a la fosa, Virginia se adelantó y colocó sobre él una gran cruz de flores de almendro, blancas y rosadas. En aquel preciso instante, la luna surgió tras de una nube, inundando el cementerio con su plata silenciosa y en un lejano matorral comenzó a cantar un ruiseñor. Pensó Virginia en la descripción que le hiciera el Fantasma del Jardín de la Muerte, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Durante el trayecto de regreso apenas pudo pronunciar una palabra.

A la mañana siguiente, antes de que Lord Canterville regresara a la ciudad, el señor Otis tuvo una entrevista con él para tratar de las joyas que el Fantasma regalara a Virginia. Eran realmente espléndidas; sobre todo un collar de rubíes de antigua montura veneciana, ejemplar soberbio del siglo XVI y de tan gran valor que el señor Otis sintió considerables escrúpulos en permitir a su hija que lo aceptara.

- Milord -dijo a Lord Canterville-, sé que en este país la Ley del Mayorazgo se aplica lo mismo a los bienes muebles que a los inmuebles; es, por tanto, indudable que estas joyas, siendo bienes muebles, son, o deben ser, consideradas como formando parte del patrimonio de su familia. Le ruego a usted, pues, que las lleve consigo a Londres y las considere como una simple porción de su propiedad, restituida en condiciones un tanto extrañas. Por lo que respecta a mi hija, aún es una niña, y puedo asegurar con alegría que no le interesa gran cosa el poseer objetos de lujo inútiles. Sé, además, por la señora Otis, cuya autoridad en materia de arte no es desdeñable -pues ha tenido la suerte de pasar en su mocedad varios inviernos en Boston-, que estas piedras tienen un gran valor y que si se pusieran a la venta alcanzarían un alto precio. En estas condiciones, reconocerá usted, Lord Canterville, la imposibilidad en que me encuentro de permitir que queden en poder de un miembro de mi familia. Sin contar que tan vanos adornos sientan muy bien y hasta son necesarios a la aristocracia inglesa, pero estarían completamente fuera de lugar en quienes han sido educados con arreglo a los principios severos, y a mi juicio inmortales, de la simplicidad republicana. A lo sumo, quizás me atrevería a indicar que Virginia se alegraría mucho de que le permitiese usted conservar el cofrecillo, como recuerdo del que, a pesar de sus extravíos, fue su infortunado antecesor. Como es muy antiguo y por consiguiente está en muy mal estado, quizás no tenga usted inconveniente en complacerla. Yo, por mi parte, le aseguro que me sorprende en extremo descubrir que una hija mía tiene esas aficiones medievales, fenómeno que sólo me explico por el hecho de haber nacido Virginia en uno de los suburbios de Londres, poco después del regreso de la señora Otis de un viaje a Atenas.

Lord Canterville escuchó gravemente el discurso del digno embajador, atusando su bigote de cuando en cuando para ocultar una involuntaria sonrisa, y cuando el señor Otis hubo terminado, le estrechó la mano cordialmente y dijo:

- Mi querido amigo: su encantadora hija ha prestado un gran servicio a mi infeliz antepasado Sir Simón, y tanto yo como mi familia nos consideramos obligadísimos para con ella por su maravilloso valor y sangre fría. Las joyas le pertenecen de derecho, sin contar que, si yo fuera tan egoísta que me permitiera despojarla de ellas, estoy seguro de que el maligno viejo no tardaría ni una quincena en salir de la tumba para hacerme la vida imposible. En cuanto a que constituyan parte del mayorazgo, nada que no conste en testamento u otro documento legal cualquiera puede ser considerado como tal. Mucho menos estas joyas cuya existencia era totalmente desconocida hasta ahora. Así, le aseguro a usted que tengo el mismo derecho a ellas que su mayordomo, y también creo poder asegurarle que cuando la señorita Virginia sea mayor no le disgustará lo más mínimo tener unas cuantas cosas bonitas que ponerse. Además olvida usted, señor Otis, que en el precio de venta quedó incluido el valor del Fantasma y que, por tanto, todo lo que pudiera pertenecerle pasó a ser propiedad de usted desde aquel momento. Por muy activo que se mostrara Sir Simón en la galería durante la noche, desde el punto de vista legal estaba absolutamente muerto y, una vez cerrado el trato, quedó de su absoluta propiedad.

Al señor Otis le disgustó en extremo la negativa de Lord Canterville y le suplicó que meditase de nuevo su decisión; pero el generoso aristócrata se mantuvo firme en ella y acabó por convencer al embajador que permitiera a su hija aceptar el regalo que le hizo el Fantasma.

Cuando, en la primavera de 1890, fue presentada en la primera recepción de la Reina con motivo de su boda la joven Duquesa de Cheshire, sus joyas fueron motivo de general admiración. Virginia tuvo su corona, que es el premio con que se recompensa a todas las niñas norteamericanas buenas, y tan pronto como tuvo edad para ello la casaron con el duquesito.

Eran ambos tan encantadores y se querían tanto, que todo el mundo se alegró de este matrimonio, a excepción de la vieja marquesa de Dumbleton, que había intentado atrapar al duque para una de sus siete niñas solteras, dando nada menos que tres comidas costosísimas con este fin. Aunque parezca extraño, también el señor Otis constituía otra excepción, pues, aunque sintiera extraordinario afecto personal por el duquesito, teóricamente era enemigo de los títulos y, para emplear sus propias palabras: «no dejaba de temer que, en medio de las influencias deprimentes de una aristocracia frenética de placer, pudieran olvidarse los verdaderos principios de la simplicidad republicana». Sus objeciones, sin embargo, fueron completamente dominadas y sospecho que, cuando avanzaba del brazo de su hija por la nave de la iglesia de San Jorge, de Hanover Square, no había un hombre más satisfecho en toda Inglaterra.

Una vez pasada la luna de miel, el duque y la duquesa se trasladaron al castillo de Canterville y, al día siguiente de la llegada, se dirigieron paseando, al atardecer, hacia el cementerio solitario junto al pinar. En un comienzo, hubo grandes dificultades con respecto a la inscripción que convenía grabar sobre la lápida de Sir Simón; pero al fin se decidió poner simplemente las iniciales de su nombre y los versos de la profecía. La duquesa había llevado consigo un ramo de magníficas rosas que esparció sobre la tumba, y luego de haber estado un rato de pie junto a ella, se pusieron a pasear por el claustro ruinoso de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, echado a sus pies, fumaba un cigarrillo y contemplaba sus hermosos ojos. De repente, arrojando el cigarrillo, le tomó una mano y dijo:

- Virginia, una mujer no debe tener secretos para su marido.

- Yo no tengo secretos para ti, querido Cecil.

- Sí, los tienes -contestó él, sonriendo-. Nunca me dijiste lo que te sucedió cuando estuviste encerrada con el Fantasma.

- No se lo he dicho a nadie, Cecil -dijo Virginia gravemente.

- Ya lo sé; pero podrías decírmelo a mí.

- No me lo pidas, Cecil, te lo ruego. No podría decírtelo. ¡Pobre Sir Simón! Le debo mucho. Sí, Cecil. No te rías, es verdad. Me hizo comprender lo que es la vida y lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que ambas.

El duque se levantó y besó a su mujer apasionadamente.

 - Puedes guardar tu secreto con tal de que tu corazón sea mío - murmuró.

- Siempre ha sido tuyo Cecil.

- Y algún día se lo dirás a nuestros hijos, ¿verdad?

Virginia se ruborizó.

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