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Fragmentos de libros.  Momo de Michael Ende.  Final II:

Acceso/Volver a FINAL I de Momo: Arriba FraLib

Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)
 
 

... Con cuidado, Momo dio un paso. Efectivamente, podía moverse con la misma facilidad de siempre. Sobre la mesita estaban todavía los restos del desayuno. Momo se sentó sobre uno de los sillones tapizados, pero los almohadones eran ahora todavía un sorbo de chocolate, pero no se podía mover la tacita. Momo quiso hundir el dedo en el líquido, pero estaba duro como el vidrio. Lo mismo ocurría con la miel. Incluso las migas que había sobre el plato eran totalmente inamovibles. Nada, ni la más minúscula pequeñez podía cambiarse ya, ahora que ni había tiempo. Casiopea pataleó y Momo la miró. Pero pierdes el tiempo, ponía en el caparazón.

Icon Momo2¡Y tanto! Momo se enderezó. Atravesó la sala, pasó por la puertecita, siguió por el pasillo y espió por el gran portal, para echarse atrás en seguida. Su corazón empezó a latir más de prisa. ¡Los ladrones de tiempo no se iban! Al contrario, venían a través de la calle de Jamás, en la que también había dejado de correr el tiempo al revés, hacia la casa de Ninguna Parte. Esto no lo habían previsto.

Momo corrió hacia atrás a la gran sala y se escondió, con Casiopea en brazos, detrás de un gran reloj.

- ¡Empezamos bien! -murmuró.

FitzStuttgartEntonces oyó resonar fuera, en el pasillo, los pasos de los hombres grises. Uno tras otro se arrastraron a través de la puertecilla hasta que hubo en la sala todo un grupo. Miraron a su alrededor.

- Impresionante -dijo uno de ellos-. Así que esta es nuestra nueva casa.

- La niña Momo ha abierto la puerta -dijo otra voz cenicienta-, lo he visto exactamente. Una niña razonable. Me gustaría saber cómo se las ha arreglado para persuadir al viejo.

Y una tercera voz, muy semejante, contestó:

- En mi opinión, habrá cedido el propio Alguien. Porque el que no exista la aspiración del tiempo en la calle de Jamás sólo puede significar que él mismo la ha detenido. Se habrá dado cuenta de que tiene que someterse a nosotros. Ahora lo arreglaremos. ¿Dónde estará metido?

Los hombres grises miraron alrededor, buscando, cuando, de pronto, dijo uno de ellos, con una voz más cenicienta aún, si cabe:

- Algo falla, señores. ¡Los relojes! Miren los relojes. Están todos parados. Incluso este reloj de arena.

- Los habrá parado -dijo otro, inseguro.

- No se puede parar un reloj de arena -dijo el primero-. Y, sin embargo, mírenlo señores, la arena se ha detenido en medio de la caída. Ni se puede mover el reloj. ¿Qué significa eso?

Todavía hablaba, cuando se oyeron pasos por el pasillo, y otro hombre gris se introdujo penosamente por la puertecita, gesticulando salvajemente.

HombreGrises LinaMorenoIlustración de hombres grises. Lina Moreno. https://linamoreno.com/momo-michael-ende.

- Acaban de llegar noticias de nuestros agentes de la ciudad. Se han detenido sus coches. Todo está parado. Es imposible sacar de ningún hombre ni la más pequeña cantidad de tiempo. Se ha desmoronado todo nuestro servicio de aprovisionamiento. ¡Ya no hay tiempo! ! Hora ha detenido el tiempo!

Durante un instante reinó un silencio sepulcral. Entonces, uno preguntó:

- ¿Qué dice? ¿Que se ha desmoronado el servicio de aprovisionamiento? ¿Y qué será de nosotros cuando se hayan consumido los cigarros que llevamos?

- Usted sabe perfectamente qué será de nosotros -gritó otro-. ¡Es una catástrofe, señores!

Y de repente, todos empezaron a gritar a la vez:

- !Hora quiere destruirnos!

- ¡Tenemos que levantar en seguida el asedio!

- Tenemos que llegar a nuestros almacenes de tiempo.

- ¿Sin coche? ¡No llegaremos a tiempo!

- ¡Sólo tengo cigarros para veintisiete minutos!

- ¡Y yo para cuarenta y ocho!

- ¡Déme!

- ¿Está loco?

- ¡Sálvese quien pueda!

    

Todos habían corrido hacia la puertecita y pretendían salir al mismo tiempo. Desde su escondrijo, Momo podía ver cómo, en su pánico todos se golpeaban, tiraban y empujaban y se embrollaban en una pelea terrible. Todos querían salir antes que los demás y peleaban por su vida gris. Se tiraban los sombreros de la cabeza, se arrancaban de la boca, mutuamente, los pequeños cigarros. A quien esto le ocurría parecía perder, al momento, toda su fuerza. Se quedaba con las manos extendidas, una expresión llorosa y aterrorizada en la cara, se volvía transparente y desaparecía. No quedaba nada de él, ni siquiera el bombín.

Al final no quedaron más que tres hombres grises en la sala, que consiguieron ir saliendo, uno tras otro.

Momo, con la tortuga en un brazo y la flor horaria en la otra mano, los siguió. Ahora todo dependía de que no perdiera de vista a los hombres grises.

JB MomoCuando salió del gran portal vio que los ladrones de tiempo ya habían corrido hasta el extremo de la calle de Jamás. Allí estaban, en medio de nubes de humo, otros grupos de hombres grises, que discutían con gestos airados. Cuando vieron correr a los que salían de la casa de Ninguna Parte, también empezaron a correr, otros se sumaron a los que huían y, al poco rato, todo el ejército se hallaba en una retirada a la desbandada. Una caravana casi interminable de hombres grises corría hacia el centro de la ciudad a través del misterioso barrio de sueños con sus casas blancas como la nieve y las sombras que caían en distintas direcciones. A causa de la desaparición de la ciudad también había desaparecido aquí la curiosa inversión de prisa y lentitud. La comitiva de hombres grises pasó al lado del monumento del huevo y llegó hasta donde estaban aquellas casas de vecindad grises, tristes, en las que moraba la gente que vivía al borde del tiempo. Pero también aquí todo estaba rígido.

Icon Momo2Momo seguía a una distancia prudencial detrás de los últimos rezagados. Así comenzó una persecución al revés a través de la gran ciudad, una persecución en la que un grupo enorme de hombres grises huía y una niña con una flor en una mano y una tortuga en la otra los perseguía.

   

¡Pero qué aspecto tan misterioso tenía la gran ciudad! En la calzada, los coches estaban parados uno al lado del otro; detrás del volante, los conductores estaban inmóviles, con las manos en el cambio de marchas o en la bocina (uno tenía un dedo en la sien y miraba muy enfadado a su vecino); los ciclistas tenían un brazo levantado, como señal de que iban a girar; y en las aceras, todos los peatones, hombres, mujeres, niños, perros y gatos, totalmente inmóviles, incluso los gases de los tubos de escape.

En los cruces estaban los urbanos, con los silbatos en la boca, detenidos mientras hacían señales. Una bandada de palomas flotaba en el aire encima de una plaza. En lo alto había un avión que parecía pintado en el cielo. El agua de las fuentes parecía hielo. Las hojas que caían de los árboles se mantenían inmóviles a medio camino. Y un perrito, que precisamente levantaba la pata junto a un farol, parecía disecado.

PinterestBehancePor esa ciudad, muerta como una fotografía, corrían los hombres grises. Y Momo detrás, siempre cuidando que no la vieran. Pero aquéllos ya no prestaban atención a nada, porque, de todos modos, su huida resultaba cada vez más difícil y agotadora.

No estaban acostumbrados a recorrer trechos tan largos. Jadeaban y respiraban anhelosamente. Además, tenían que mantener entre los labios sus pequeños cigarros, sin los cuales estaban perdidos. A más de uno se le escapaba en la carrera, y antes de haberlo podido recoger del suelo, ya se disolvía.

Pero no eran sólo estas circunstancias externas las que dificultaban su huida, sino que cada vez se hacían más peligrosos los propios compañeros de infortunio. Porque algunos cuyos últimos cigarros se acababan, se lo arrancaban a otro de la boca. De este modo, su número se reducía lenta, pero constantemente.

Aquellos que todavía llevaban una pequeña reserva en sus carteras tenían que ir con mucho cuidado para que los demás no se dieran cuenta, porque si no, los que ya no tenían se abalanzaban sobre los más ricos e intentaban apoderarse de sus riquezas. Montones enteros se lanzaban los unos sobre los otros para conseguir algún fragmento de las reservas. En esto, los cigarros rodaban por la calle y eran pisoteados en el tumulto. El miedo a tener que desaparecer del mundo había hecho perder la cabeza a los hombres grises.

   

Icon Momo2Había otra cosa que les deparaba más dificultades cuanto más se acercaban al centro de la ciudad. En algunos puntos de la gran ciudad, la gente estaba tan apretada, que los hombres grises apenas podían pasar entre las personas inmóviles como árboles en el bosque. A Momo, que era pequeña y delgada, le resultaba mucho más fácil. Pero incluso una pluma que flotaba en el aire estaba tan inmóvil que los hombres casi se hundían la cabeza cuando, sin querer, topaban con ella.

Era un largo camino, Y Momo no tenía ni idea de cuánto quedaba por recorrer. Preocupada, miró su flor horaria. Pero ésta sólo acababa de abrirse del todo. Todavía no había motivo de preocupación.

Entonces ocurrió algo que hizo que Momo olvidase de inmediato todo lo demás: en una calle lateral vio a Beppo Barrendero.

Beppo! -gritó, fuera de sí de alegría, y corrió hacia él-. ¡Beppo, te he buscado por todas partes! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Beppo, Beppo, querido!

Quiso saltarle al cuello, pero salió rechazada como si fuera de hierro. Momo se hizo bastante daño y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó sollozando ante él y le miró.

Pinter2Su cuerpo pequeño parecía más encorvado que antes. Su cara bondadosa estaba delgada y hundida y muy pálida. Alrededor de la barbilla le había crecido una barba blanca, porque ya no tenía tiempo de afeitarse. Entre las manos sostenía una vieja escoba, gastada ya de tanto barrer. Así estaba, inmóvil como todo lo demás, y miraba, a través de sus viejas gafas, la porquería de la calle.

Ahora, por fin, le había encontrado Momo, ahora, cuando ya no servía de nada, porque ya no podía lograr que él la viera. Podría ser que fuera la última vez que le veía. Quién sabe cómo acabaría todo. Si todo acababa mal, Beppo estaría parado aquí por toda la eternidad.

La tortuga se agitaba en el brazo de Momo. Sigue, ponía en su caparazón.

Momo volvió corriendo a la calle principal y se asustó. Ya no se veía ninguno de los ladrones de tiempo. Momo corrió un trecho en la dirección en que habían huido antes los hombres grises, pero en vano.

¡Había perdido la pista!

Se quedó quieta, perpleja. ¿Qué hacer? Miró interrogadora a CasiopeaLos encuentras, sigue, fue el consejo de la tortuga.

Si Casiopea sabía de antemano que encontraría a los ladrones de tiempo, eso ocurriría, tomara el camino que tomara. Así que siguió corriendo como le parecía, a veces a la derecha, a veces a la izquierda, a veces seguía recto.

Icon Momo2Mientras tanto había llegado a aquella parte en el extremo norte de la gran ciudad donde estaban los barrios nuevos con sus casas, todas iguales, y las calles tiradas a cordel hasta el horizonte. Momo siguió corriendo, pero como todas las casas y calles eran exactamente iguales, pronto le pareció que no se movía, que estaba corriendo siempre en el mismo sitio. Era un verdadero laberinto, pero un laberinto de regularidad e igualdad.

Momo ya casi había perdido el ánimo cuando, de repente, vio volver la esquina a uno de los hombres grises. Cojeaba, sus pantalones estaban desgarrados, le faltaba el bombín y la cartera; sólo en su boca, voluntariosamente apretada, humeaba todavía la colilla de un pequeño cigarro gris.

Momo le siguió hasta un punto en que, en la interminable fila de casas, faltaba una. En su lugar, había una gran valla que rodeaba un amplio solar. En la valla había una puerta entreabierta, por la que se coló el último hombre gris rezagado.

Sobre la puerta había un cartel, y Momo se paró para descifrarlo:

¡Atención!

Peligro de muerte

Prohibida la entrada

a toda persona extraña

PROHIBIDO

   

21.    Un fin con el que comienza algo nuevo

HannoverMichaelEndePlatzMomo se había entretenido al deletrear el aviso. Cuando atravesó la puerta, ya no se veía nada del último hombre gris.

Ante ella se extendía una fosa de obra que podría tener veinte o treinta metros de profundidad. Había excavadoras y otras máquinas de la construcción. En una rampa que conducía al fondo de la fosa, unos cuantos camiones se habían parado en medio de su recorrido. Acá y allá había obreros de la construcción, paralizados en sus posturas respectivas.

¿A dónde ir? Momo no podía descubrir ninguna entrada que pudiera haber usado el hombre gris. Miró a Casiopea, pero ésta tampoco parecía saber nada más. No apareció nada en su caparazón.

Momo bajó al fondo de la fosa y miró alrededor. Y, así, volvió a ver una cara conocida. Allí estaba Nicola, el albañil que le había pintado su bonito cuadro de flores en la pared. Claro que él también estaba inmóvil, como todos los demás, pero en su postura había algo curioso. Tenía una mano al lado de la boca, como si le gritara algo a alguien, y con la otra mano señalaba la abertura de un tubo gigantesco que salía del fondo de la fosa a su lado. Y resultó que parecía mirar directamente a Momo.

Momo no lo pensó mucho, sino que lo tomó como una señal y se metió en el tubo. Apenas estuvo dentro, empezó a resbalar, porque el tubo conducía derecho abajo. Daba toda clase de vueltas, de modo que daba tumbos de un lado a otro como en un tobogán. La bajada, en una oscuridad cada vez más espesa, se hizo vertiginosa. A veces daba una voltereta, de modo que bajaba con la cabeza por delante. Pero no soltó la tortuga ni la flor. Cuanto más bajaba, más frío hacía.

Icon Momo2Durante un momento pensó, también, si jamás volvería a salir de allí, pero antes de poder asustarse, el tubo acabó de repente en un pasillo subterráneo. Ya no estaba oscuro.

Reinaba una media luz cenicienta que parecía surgir de las propias paredes.

Momo se levantó y siguió andando. Como iba descalza, sus pasos no hacían ruido, pero sí los del hombre gris, que volvía a oír delante de ella. Siguió ese ruido.

Del pasillo que recorría se bifurcaban otros hacia todos lados, como un laberinto subterráneo que parecía extenderse por todo el barrio de reciente construcción.

Entonces oyó un revoltijo de voces. Se guió hacia él y espió por una esquina.

Ante sus ojos había una sala inmensa con una mesa casi interminable en su centro. Alrededor de esa mesa estaban sentados en dos largas filas los hombres grises o, mejor dicho, los pocos que quedaban. ¡Qué mísero aspecto tenían ahora esos ladrones de tiempo! Sus trajes estaban destrozados, tenían arañazos y chichones en sus calvas cabezas y sus caras estaban distorsionadas por el miedo.

Sólo sus cigarros humeaban todavía.

Icon Momo2Momo vio que en la lejana pared del fondo de la sala había, algo entreabierta, una puerta acorazada enorme. Salía de la sala un frío glacial. Aunque Momo sabía que no servía de nada, se acurrucó en el suelo y se tapó los pies con la falda.

- Tenemos que ser ahorrativos con nuestras provisiones -oyó que decía el hombre gris que estaba en el extremo superior de la mesa, ante la puerta acorazada-, porque no sabemos cuánto tendremos que resistir con ellas. Tenemos que limitarnos.

- ¡Si sólo somos unos pocos! -gritó otro-. Las provisiones bastan para muchos años.

- Cuanto antes empecemos a ahorrar -continuó impertérrito, el orador-, más aguantaremos. Y ustedes, señores, saben a qué me refiero cuando digo «ahorrar». Basta que unos pocos de nosotros sobrevivan a la catástrofe. Tenemos que ver las cosas objetivamente. Los que estamos aquí, señores míos, somos demasiados. Tenemos que reducir notablemente nuestro número. Es un imperativo de la razón. ¿Serían tan amables, señores, de numerarse?

LosHombresGrisesSeNumeraron

Los hombres grises se numeraron. Después, el presidente sacó del bolsillo una moneda y dijo:

- Vamos a sortearlo. Cara quiere decir que se quedan los señores con los números pares; cruz, que se quedan los impares.

Echó la moneda al aire y la recogió.

- ¡Cara! -gritó-. Los señores con los números pares se quedan, a los otros se les ruega que se disuelvan inmediatamente.

Un gemido átono recorrió la fila de los perdedores, pero nadie protestó. Los ladrones de tiempo con los números pares les arrancaron a los otros sus cigarros y éstos se disolvieron en la nada.

- Ahora -dijo, en medio del silencio, el presidente-, vamos a repetirlo, por favor.

El mismo terrible procedimiento se repitió una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. Al final no quedaron más que seis de los hombres grises. Estaban sentados, tres a cada lado, frente a frente, en el extremo superior de la mesa y se miraban glacialmente.

Momo había observado el espectáculo temblorosa. Notó que, cada vez que se reducía el número de los hombres grises, disminuía sensiblemente el frío. Ahora casi era soportable.

- Seis -dijo uno de los hombres grises- es un número feo.

- Ya basta -dijo otro desde el otro lado de la mesa-. No vale la pena reducir todavía más nuestro número. Si nosotros seis no conseguimos sobrevivir a la catástrofe, tampoco lo conseguirían tres.

- Eso está por ver -opinó otro-, pero en caso necesario se puede discutir todavía, más adelante.

Calló durante un rato, para decir:

- Qué bien que la puerta de los almacenes estuviera abierta cuando comenzó la catástrofe. Si en ese momento hubiera estado cerrada, ninguna fuerza del mundo sería capaz de abrirla ahora. Habríamos estado perdidos.

PinByChistinaBee- Por desgracia, no tiene toda la razón, señor mío -contestó otro-. Al estar abierta la puerta, se escapa el frío de los almacenes congeladores. Poco a poco, las flores horarias se irán descongelando. Y todos ustedes saben que entonces no podremos impedirles que vuelvan allí de donde han venido.

- ¿Quiere usted decir -repuso el segundo hombre gris- que nuestro frío ya no basta para mantener las provisiones congeladas?

- Sólo somos seis -respondió el otro-, lamentablemente, y ya me dirá usted qué podemos hacer. Me parece que nos apresuramos demasiado en limitar tan rigurosamente nuestro número. No ganaremos nada.

- Teníamos que decidirnos por una de las dos posibilidades - dijo el primer hombre gris-, y nos hemos decidido.

De nuevo se hizo el silencio.

- Así que puede ser que durante muchos años no hagamos otra cosa que estar sentados aquí y vigilarnos mutuamente -dijo uno-. Tengo que decir que no me parece una perspectiva demasiado agradable.

   

Momo reflexionaba. No tenía sentido estarse allí y esperar. Así que si ya no había más hombres grises, las flores horarias se descongelarían por sí mismas. Pero todavía había hombres grises. Y continuaría habiéndolos si ella no hacía nada. Pero, ¿qué podía hacer, cuando la puerta del almacén estaba abierta y los hombres grises podían aprovisionarse cuando quisieran? Casiopea pataleaba y Momo la miró. Cierras la puerta, ponía en su caparazón.

- No va -susurró Momo-. Está inmovilizada. Tocarla con la flor, era la respuesta.

- ¿Puedo moverla si la toco con la flor horaria? -preguntó Momo en un murmullo. Lo harás, apareció en el caparazón.

Kassiopeia-von-momoSi Casiopea lo preveía, sería así. Momo dejó la tortuga cuidadosamente en el suelo. Entonces ocultó la flor horaria, que ya estaba bastante marchita y sólo tenía muy pocos pétalos, bajo su chaquetón.

Consiguió arrastrarse bajo la larga mesa sin que los hombres grises la vieran. Gateó bajo la mesa hasta que llegó al otro extremo. Ahora se encontraba entre los pies de los ladrones de tiempo. El corazón le latía como si quisiera reventar.

Muy, muy despacio sacó la flor horaria, se la puso entre los dientes y gateó entre las sillas sin que ningún hombre gris se diera cuenta.

Llegó a la puerta abierta y la tocó con la flor, empujándola al mismo tiempo, con la mano. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes y se cerró con estrépito. El golpe hizo nacer un eco centuplicado en la sala y en todos los corredores subterráneos.

Icon Momo2Momo se levantó de un salto. Los hombres grises que ni por casualidad habían pensado en que podía haber alguien, además de ellos, exceptuando la inmovilidad total, quedaron rígidos por el espanto y clavaron la vista en la niña.

Sin pensarlo dos veces, Momo corrió por su lado hacia la salida de la sala. Entonces también se recobraron los hombres grises, que se lanzaron en su persecución.

- ¡Esa niña terrible! -oyó que gritaba uno-. ¡Es Momo!

- ¡No puede ser! -gritó otro-. ¿Cómo puede moverse?

- Tiene una flor horaria -gritó un tercero.

- ¿Y con eso -preguntó el cuarto- pudo mover la puerta?

El quinto se dio un golpe en la frente:

- También habríamos podido hacerlo nosotros. Tenemos de sobra.

- ¡Teníamos! ¡Teníamos! -chilló el sexto-. Ahora la puerta está cerrada. Sólo hay un remedio: tenemos que quitarle la flor. Si no, se acabó.

Mientras tanto, Momo ya había desaparecido por los pasillos, que se bifurcaban una y otra vez. Pero los hombres grises le llevaban ventaja, porque conocían los corredores. Momo corría de un lado a otro, alguna vez iba casi directamente a los brazos de algún perseguidor, pero siempre consiguió esquivarlos.

MomoYCasiopeaTeatroEn el camino para ahuyentar a los ladrones del tiempo: David Kramer (tortuga) y Ariadne Pabst (Momo). FOTO: Marlies Kross/ Theaterfotografin / Marlies Kross

También Casiopea participaba a su manera en esa lucha. Cierto que sólo podía arrastrarse lentamente, pero como sabía de antemano por dónde iban a pasar los perseguidores, llegaba a tiempo a ese sitio y se ponía de tal manera que los hombres grises tropezaran con ella y cayeran al suelo dando tumbos. Los que venían detrás caían sobre el caído, y de ese modo la tortuga salvó varias veces a la niña de ser atrapada. Claro está que ella también fue a parar varias veces contra la pared, de una patada. Pero eso no le impedía seguir haciendo lo que sabía de antemano que iba a hacer.

Icon Momo2Durante la persecución, varios hombres grises perdieron, por puro afán de alcanzar la flor horaria, sus cigarros, por lo que se disolvieron, uno tras otro, en la nada. Al final no quedaron más que dos.

Momo había vuelto, en su huida, a la gran sala con la mesa. Los dos ladrones de tiempo la perseguían alrededor de la mesa, pero no consiguieron alcanzarla. Entonces se separaron, corrieron en direcciones opuestas. Ya no quedaba escapatoria para Momo. Estaba refugiada en uno de los rincones de la sala y miraba, llena de miedo, a sus dos perseguidores. Apretaba la flor contra su cuerpo. Sólo le quedaban tres pétalos.

PinterestSuzannaCelejJusto cuando el primer perseguidor extendía la mano para arrebatarle la flor, el segundo le tiró para atrás.

- ¡No -chillaba-. ¡La flor es mía! ¡Mía!

Los dos comenzaron a pelearse entre sí. El primero arrancó el cigarro de la boca del segundo, que, con un grito fantasmal, giró sobre sí mismo, se volvió transparente, y desapareció. Entonces, el último de los hombres grises se dirigió hacia Momo. Entre sus labios humeaba una minúscula colilla.

-¡Dame esa flor! -dijo, entrecortadamente.

En eso, se le cayó rodando la colilla. El hombre gris se lanzó hacia el suelo y trató de atraparla pero ya no la alcanzó. Volvió hacia Momo su cara cenicienta, se enderezó dificultosamente y alzó una mano temblorosa.

- Por favor -susurró-, por favor, querida niña, dame la flor.

Momo seguía apretada en su rincón, apretaba la flor contra su cuerpo y movió, incapaz de hablar, la cabeza.

El hombre gris asintió lentamente:

- Está bien... está bien... que todo haya terminado...

Y ya había desaparecido.

Momo miraba, atónita, el lugar en que había estado. Pero allí estaba ahora Casiopea, en cuya espalda ponía: Abres la puerta.

Momo fue hacia la puerta, la tocó con su flor horaria, en la que ya no había más que un solo pétalo, y la abrió de par en par.

Con la desaparición del último ladrón de tiempo había desaparecido, también, el frío.

gymseligenthalblogMomo entró, con los ojos admirados, en los inmensos almacenes. Había incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas en estanterías sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes: cientos, miles, millones de horas de vida. Hacía más y más calor, como en un invernadero.

Mientras caía la última hoja de la flor de Momo comenzó una especie de tempestad. Nubes de flores horarias pasaron en torbellinos por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero una tempestad de tiempo liberado.

Momo miraba a su alrededor como en sueños y vio a Casiopea en el suelo delante de ella. En su caparazón ponía, con letras luminosas: Vuela a casa, pequeña Momo, vuela a casa.

Icon Momo2Y eso fue lo último que Momo vio de Casiopea. Porque la tempestad de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan potente, que levantó a Momo como si ella también fuera una flor, y la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos, hacia la tierra y la gran ciudad. Volaba sobre los tejados y torres en una inmensa nube de flores que se hacía cada vez mayor.

Entonces la nube de flores se posó lenta y suavemente, y las flores caían sobre el mundo detenido como copos de nieve. Y, al igual que los copos de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar allí donde debían estar: en el corazón de los hombres.

   

En el mismo momento comenzó de nuevo el tiempo, y todo volvió a moverse. Los coches corrían, los urbanos silbaban, las palomas volaban y el perrito hizo su pis junto al farol. Los hombres no se habían dado cuenta siquiera de que el mundo estuvo detenido una hora. Porque, efectivamente, no había pasado tiempo desde el final y el nuevo comienzo. Para ellos había transcurrido como un abrir y cerrar de ojos.

Icon Momo2No obstante, había cambiado algo. De pronto, todo el mundo tenía tiempo de sobra. Claro que todo el mundo estaba muy contento por ello, pero nadie sabía que en realidad era su propio tiempo ahorrado, que volvía a él de modo maravilloso.

Cuando Momo volvió a darse cuenta de dónde estaba, vio que era la calle en la que antes había encontrado a Beppo. Y, efectivamente, ¡allí estaba! Estaba vuelto de espaldas a ella, apoyado en su escoba, y miraba pensativamente ante sí, como antes. De repente ya no tenía ninguna prisa, y no podía explicarse por qué se sentía tan consolado y lleno de esperanza.  

«Puede ser», pensaba, «que ya he ahorrado las cien mil horas para rescatar a Momo. »

Y, en este mismo momento, alguien tiró de la manga de su chaqueta, se volvió, y tuvo ante sí a Momo.

Beppo MuhibbeAsksoyerProbablemente no existan palabras para definir la felicidad de este reencuentro. Ambos reían y lloraban alternativamente y hablaban a la vez, sin decir más que tonterías, como ocurre cuando se está como ebrio de alegría. Se abrazaban una y otra vez y la gente que pasaba se paraba y se reía y lloraba con ellos, porque ahora, al fin y al cabo, tenían tiempo suficiente para ello.

Por fin, Beppo se puso la escoba al hombro, porque está claro que no pensaba trabajar más aquel día. Así que los dos atravesaron la ciudad, cogidos del brazo, hacia el anfiteatro. Y cada uno tenía infinidad de cosas que contarle al otro.

En la gran ciudad se veía lo que hacía tiempo que ya no se había visto: los niños jugaban en medio de la calle, y los automovilistas, que tenían que parar, los miraban sonriendo o se apeaban para jugar con ellos. Por todos lados había corrillos de personas que charlaban amigablemente y se informaban largamente sobre el estado de salud de los demás. Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa todo el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad.

Icon Momo2Pero mucha gente no se ha enterado nunca de a quién se lo debía y qué ocurrió realmente durante aquel instante que les pareció que pasaba en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría no lo habría creído. Sólo lo han sabido y creído los amigos de Momo.

   

Porque cuando la pequeña Momo y el viejo Beppo volvieron aquel día al anfiteatro ya estaban allí, esperándolos, todos: Gigi Cicerone, Paolo, Massimo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé, Claudio y todos los demás niños, Nino, el tabernero, con Liliana, su gorda mujer, y el bebé, Nicola, el albañil, y toda la gente de los alrededores que antes siempre había venido y a los que Momo había escuchado.

Entonces se celebró una fiesta tan divertida como sólo sabían celebrarla los amigos de Momo, y duró hasta que el cielo estuvo cubierto de estrellas.

Y cuando hubieron acabado el júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio.

Momo se puso en el centro de la plazoleta circular. Pensaba en las voces de las estrellas y las flores horarias.

Y empezó a cantar con voz clara.

DüsseldorferMarionettenTheaterEn la casa de Ninguna Parte, el maestro Hora a quien el tiempo devuelto había despertado de su primer y único sueño, estaba sentado en su sillón y miraba sonriente a Momo y sus amigos a través de sus gafas de visión total. Todavía estaba pálido, y parecía que acabara de sanar de una enfermedad grave. Pero sus ojos radiaban.

Entonces notó que algo le tocaba el pie. Se quitó las gafas y se inclinó. Ante él estaba la tortuga.

- Casiopea -dijo con ternura, mientras le rascaba el cuello-. Lo habéis hecho muy bien, las dos. Tienes que contármelo todo, porque esta vez no he visto nada. Más tarde, ponía en el caparazón. Entonces Casiopea estornudó.

- ¿No me vas a decir que te has resfriado? -preguntó el maestro Hora, preocupado. ¡Y tanto!, fue la respuesta de Casiopea.

- Habrá sido por el frío de los hombres grises -dijo el maestro Hora-. Puedo imaginarme que estés muy agotada y que primero quieras descansar. Retírate, pues.

Gracias ponía en el caparazón.

Casiopea fue arrastrándose hasta un rincón tranquilo y oscuro. Recogió dentro de su caparazón la cabeza y las cuatro extremidades, y en su espalda aparecieron, sólo visibles para quien ha leído esta historia, las letras:

End Ende2

    

Breve epílogo del autor

Ende MichaelPuede que alguno de mis lectores tenga ahora muchas preguntas preparadas. Pero temo no poder ayudarle. He de confesar que escribí toda esta historia de memoria, tal como me fue contada. Personalmente no he conocido a Momo ni a ninguno de sus amigos. No sé qué ha sido de ellos ni qué hacen hoy. En lo que se refiere a la gran ciudad, no puedo hacer más que suposiciones.

Lo único que puedo añadir es lo siguiente:

Estaba en un largo viaje (todavía lo estoy) cuando pasé una noche en el compartimiento del tren con un pasajero curioso. Era curioso porque me resultaba totalmente imposible determinar su edad. Al principio creí estar sentado frente a un anciano, pero pronto vi que debía haberme equivocado, porque mi compañero de viaje parecía muy joven. Pero también esa impresión resultó ser un error.

Lo cierto es que durante el largo recorrido nocturno me contó toda esta historia.

Cuando hubo terminado, los dos callamos un rato. Entonces, el enigmático pasajero añadió todavía una frase que no puedo escatimarle al lector.

- Le he contado todo esto –dijo-, como si ya hubiera ocurrido. También hubiera podido contarla como si fuera a ocurrir en el futuro. Para mí, no hay demasiada diferencia.

Supongo que se apeó del tren a la parada siguiente, porque al cabo de un rato me di cuenta de que estaba solo en el compartimiento. Por desgracia, no me he vuelto a encontrar nunca más con el narrador.

Pero si algún día, por casualidad, vuelvo a encontrármelo, pienso hacerle muchas preguntas.

Fin

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