EL ÁRBOL FANTASMA
Es un cedro magnífico que se nutre y respira en un jardín de mi barrio. Mi hija, siendo niña, le temía. Le identificaba como “el árbol fantasma”. Siempre guardaba un silencio tenso cuando cruzábamos bajo sus ramas; agarraba fuerte mi mano y apretaba el paso. Yo la tranquilizaba: Es solo un árbol, Lucía, no tengas miedo. Ella me miraba como diciéndome “ya, pero pasemos rápido”. Al observarlo, era verdad que sus ramas superiores se extendían lateralmente simulando dos brazos abiertos amenazantes y que su copa se elevaba hacia el cielo en forma de cabeza cónica, más de capirote nazareno que de puro fantasma. Así que su temor era comprensible, un miedo infantil. Y ya como “el árbol fantasma” se nos quedó para siempre.
Un día del verano pasado, la ruta para los recados habituales me condujo, como tantas otras veces, a pasar bajo ese robusto cedro. Tras doblar una esquina y verlo erguirse frente a mí, me detuve en seco cuando descubrí que algo había ocurrido en la hipotética cara de nuestro árbol fantasma. ¿Era posible? ¡Sí! ¡Le habían salido ojos! Soy adulto y sé mantener en control de la razón estos “caprichos casuales” de la naturaleza; pero no sé que prurito de inquietud me quedó cuando me era posible, sin desvaríos, poder conjeturar sobre simbolismos, mensajes velados, Gaya, intuición infantil… En fin, estas cosas. Finalmente, las deseché; pero sí es verdad que comencé a ver a partir de entonces a nuestro árbol fantasma con algo de aprensión. Esos ojos, eran simplemente las entradas a dos nidos de esos chirriantes pájaros verdes que están colonizando como una plaga muchos de nuestros jardines y parques; pero aún reconociéndolos como nidos, me desagradaban bastante, me producían un rechazo visceral, y aunque no eludí cruzar bajo ese cedro, no podía evitar hacerlo con cierto desasosiego inconcreto.
Una tarde decidí fotografiarlo. El cielo estaba “soso”, sin matices, sin nubes esponjosas, sin contrastes, sin azules profundos. Pero bueno, ya que tenía mi cámara… más adelante llegaría otro día con una luz más propicia para realizar unas tomas más “artísticas”. Esa tarde me conformaría con unas fotografías testimoniales de esos nuevos ojos para enviárselas a Lucía. Pero no tomé muchas. El árbol fantasma no me dejó. De pronto, a la tercera o cuarta foto, me quedé petrificado, con los labios como la ceniza, sin respiración. De pronto, cuando enfocaba mi cámara, el cedro, el árbol fantasma, volvió la cabeza y me miró, más que como si quisiera posar, como si le molestara que lo fotografiase porque había dureza en su mirada. Pero disparé. No sé racionalizarlo y no tengo quien me crea, tan solo puedo mostrar esta instantánea... Pero ahora sí que sí, cuando voy a comprar el pan, doy un buen rodeo.