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Septiembre.

Una borrasca prematuramente desplazada hacia el norte desde el frente ecuatorial, nos ha sustraído la luz de septiembre que es la luz más dulce del año. Es una perturbación que no está permitiendo al verano morir como merece y nos gusta, transformado suavemente en otoño, con la languidez sentida, representando el ritual que nos rememora nuestra propia muerte cierta. En las tierras más extremosas de España ha sido una noche complicada de lluvias arremolinadas y vientos desbaratadores…

Septiembre img

Ahora, viajo en un tren rojo de cercanías casi vacío hacia un destino cotidiano. Es mediodía en Madrid. No más allá de la una. El cielo está azul turquesa, casi verde, y la luz que tamiza pinta bonitos a los arrabales de la capital, casi siempre cenicientos, ralos, con esa estética tristona de escombros, chavolas y perros muertos. Dejo a mi mirada irse hacia fuera de la ventanilla del tren y me ensueño con algunos ayeres míos. Es raro, sentado en ese tren los revivo lejanos y extraños, como si nunca hubiesen sido, o como si fuera indiferente que hayan ocurrido como ocurrieron o que no... Pero no importa. No importa la pura sucesión de hechos porque soy yo el que los llevo dentro. Miro hacia el cielo. Entre grandes claros de aguamarina observo unas cuantas nubes enormes que flotan casi inmóviles como icebergs suspendidos. Son de acusado desarrollo vertical. Los penachos, rizos, algodones, olas de espuma blanca de la parte superior, buscan la altura como la materia de un crisol activo. Son alardes preciosos, deíficos. Pero lo que más llama mi atención es la parte inferior de esas nubes. Son de color gris, muy oscuro porque no reflejan el sol, sino a nuestra tierra yerma enfriada de pronto. Y son absolutamente planos, como si las nubes estuvieran posadas sobre una bóveda de cristal que envolviera la tierra. Animales míticos que reposan su odisea dormidos en una capa celeste cercana. Observo a algunos de mis compañeros de viaje. Como yo, se distraen de la realidad del tren, de ese estar viajando, de la conciencia del presente. Alguno lee, canturrea una canción, parlotea o juega por el móvil, dormita. En el fondo, nada es real, nada sucede. Llegaré a mi estación y ese tren no habrá existido, mejor dicho, yo no habré estado en ese tren necesariamente. Lo que quedará en mí serán las nubes yunque, los arrabales iluminados, los distraídos viajeros, la causa por la que yo subí a ese tren, pero no el tren mismo. Así que, de pronto sé que lo que va ocurriendo tiene una importancia subsidiaria, que lo que hemos vivido en ese tren lo habríamos vivido de igual modo, en un parque o asomados a un balcón o, quizás, tumbados en nuestra cama; leer idéntico pasaje, canturrear la misma canción, parlotear o jugar, dormitar, ensoñar esas nubes. Así que reconozco que soy yo el que quito y pongo, realzo, olvido y deformo la sucesión de hechos cotidianos y los transformo en recuerdos engañosos, y así me hago la ilusión de que estoy viviendo. Pero lo que me susurran al oído ese tren, esas nubes, esos compañeros de viaje, es que me estoy inventando mi vida y que la realidad, la realidad cierta, la vivo… dormido.

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