La ciudad cercada.
Mirada hacia el norte de Madrid desde mi ventana (Torre de San José (Vallecas))
Un límite de ocres helados en la ciudad.
Un horizonte difuminado por el sueño, las lágrimas frías o la resaca.
O el desinterés, o el olvido o quizás, simplemente, la iteración...
La diosa Rutina con su vestido sin vuelo de color sólido.
La mañana abre sus párpados al trasluz de la niebla dormida.
La tierra dura, la pendiente suave, las ventanas, los portales, las sombras que se cruzan, muy cerradas.
Calles innecesariamente anchas,
innecesariamente rectas,
sin moscas, sin perros, sin canciones, sin olores, sin levedad en los sueños.
Caminar exhalando un vaho gris y denso que en la niebla es tan solo un
instante de fusión.
Con el pensamiento indeciso como el vuelo de una mariposa.
Obligando a los pies dormidos a hacer lo que no quieren.
Las manos inermes en los bolsillos en donde un libro de hadas se ha manchado otra vez con la crema de una caracola.
Al encuentro.
Ver venir a los trenes.
Trenes mudos y rojos con discretos destinos que en otro tiempo no lo fueron tanto, sino vivaces, vagas promesas de otro futuro que
nunca fue...
Ávila, Tablada, El Escorial...
Evocadores, horadando una mañana más.
Otra mañana lejos de un mar soñado.