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Fragmentos de libros. AUSTERLITZ de W.G. Sebald  Fragmentos II

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... En primer plano, hacia el margen derecho del cuadro, una LucasEscaldaAmberesseñora se ha caído. Lleva un vestido amarillo canario; el caballero que se inclina solícito hacia ella, unos pantalones rojos, muy llamativos a la pálida luz. Cuando lo miro ahora y pienso en ese cuadro y sus diminutas figuras, me parece como si el momento representado por Lucas van Valckenborch nunca hubiera terminado, como si la señora de amarillo canario SeñoraAmarilloacabara de caerse o desmayarse, y se le hubiera ladeado de la cabeza la cofia de terciopelo negro, como si el pequeño accidente, que sin duda no han notado la mayoría de los espectadores, volviera a repetirse una y otra vez, como si no cesara ni pudiera remediarse ya, ni por nada ni por nadie...

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p57

      …En cambio me sentía en todo momento libre con Evan, el zapatero, que tenía su taller no lejos de la casa del predicador y reputación de visionario. De Evan aprendí también, casi al vuelo, el galés, porque sus historias me entraban mucho mejor que los interminables salmos y versículos bíblicos que tenía que aprenderme de memoria para la catequesis. A diferencia de Elias, que siempre ponía la enfermedad y la muerte en relación con los reveses, el justo castigo y la culpa, Evan hablaba de difuntos a los que la suerte había golpeado a destiempo, se sabían engañados en algo que les correspondía y ansiaban volver a la vida. Quien tuviera ojos para ello, decía Evan, podía verlos no pocas veces. A primera vista parecían gente normal, pero, si se los miraba más atentamente, su rostro se desdibujaba o titilaba un poco en los márgenes. Además eran por lo general un palmo más pequeños de lo que habían sido en vida, porque la experiencia de la muerte, afirmaba Evan, nos disminuye, lo mismo que un trozo de paño encoge cuando se lava por primera vez. Los muertos iban casi siempre solos, pero a veces vagaban también en pequeños escuadrones; se los había visto con guerreras de colores o envueltos en capas grises, cuando, entre los muros que cercaban los campos, sobre los que apenas sobresalían, marchaban hacia la colina que había sobre el pueblo, al suave redoble del tambor…

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p67

… El día de la Epifanía, sin embargo, llegó a su etapa final. Fuera, el frío se había hecho cada vez más intenso y había también cada vez más silencio. Hasta el lago Bala, que al llegar a Gales había considerado yo un océano, estaba cubierto por un espesa capa de hielo. Pensé en los rubios y anguilas de sus profundidades y en los pájaros, de los que los visitantes me habían dicho que, totalmente helados, caían de los árboles. Durante todos esos días nunca se hizo realmente de día y cuando, finalmente, a una distancia enorme, el sol salió un poco del neblinoso azul, la moribunda abrió mucho los ojos y no quiso apartar ya la vista de la débil luz que entraba por los cristales de la ventana. Solo al hacerse oscuro bajó los párpados, y no mucho después comenzó a surgir de su garganta, a cada respiración, un ruido gorgoteante. Pesé toda la noche sentado a su lado con el predicador. Al amanecer el estertor cesó. Entonces Gwendolyn arquó el cuerpo un poco, antes de volver a hundirlo. Fue como una especie de estiramiento, exactamente como había sentido una vez en una liebre herida a la que, cuando la levanté en la linde del campo, se le paró el corazón de miedo entre mis manos. Sin embargo, inmediatamente después de la tensión de la muerte, fue como si el cuerpo de Gwendolyn se encogiera un poco, de forma que tuve que pensar en lo que Evan me había dicho…

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p96

… De las orugas que la preceden en su existencia, dijo que casi todas se alimentaban de un clase de alimento, ya fuera raíces de grama, hojas de sauce y hojas marchitas de zarzamora, y de hecho devoraban el alimento elegido, eso dijo Alphonso, hasta perder el conocimiento, mientras que las mariposas, durante toda su vida, no comían nada más y se dedicaban únicamente a reproducirse lo más aprisa posible. Solo parecían padecer a veces sed, y por eso había ocurrido al parece que, en períodos de sequía, cuando durante mucho tiempo no había caído roció por la noche, se pusieran juntas en marcha, en una especie de nube, para buscar el río o el arroyo más próximos, donde, al intentar posarse en el agua viva, se ahogaban en gran número. Y se me ha quedado en la memoria la observación de Alphonso, sobre el oído extremadamente sensible de las polillas, dijo Austerlitz. Era capaces de reconocer los gritos de los murciélagos a grandes distancias, y él, Alphonso, había observado que siempre, a la noche, cuando el ama de llaves salía la patio para llamar a su gata Enid con voz chillona, alzaban el vuelo desde los arbustos y huían hacía los árboles más oscuros. La mayoría están como muertas cuando se las encuentra, y tienen que despertarse temblando o, con movimientos convulsivos de alas y patas, saltar por el suelo, antes de poder levantar el vuelo. La temperatura de su cuerpo es entonces de treinta y seis grados, como la de los mamíferos y los delfines y los atunes a toda velocidad. Los treinta y seis grados son un nivel máximo, que en la Naturaleza ha demostrado ser una y otra vez el más favorable, una especie de umbral mágico, a veces se le había ocurrido, eso, dijo Austerlitz, había dicho Alphonso, que todos los males del hombre están relacionados con esas desviación de la norma ocurrida en algún momento y con el estado de calentamiento, ligeramente febril, en que continuamente se encuentra. Hasta que llegó el amanecer, dijo Austerlitz, estuvimos aquella noche de verano en la hondonada de la montaña, muy alto sobre la desembocadura del Mawddach, mirando cómo las mariposas, quizá unas diez mil, estimo Alphonso, acudían volando. Las estelas de luz, admiradas sobre todo por Gerald, que parecían dejar tras sí en diversos anillos, serpentinas y espirales, no existían en realidad, explicó Alphonso, sino que eran solo huellas fantasma causadas por la pereza de nuestros ojos, que creían ver aún cierto resplandor en el lugar de donde el insecto, que solo había brillado una fracción de segundo a la luz de la lámapara, había desaparecido ya. Eran esos fenómenos irreales, dijo Alphonso, el relampaguear de lo irreal en lo real, determinados efectos de luz en el paisaje que se extendía ante nosotros o en los ojos de una persona amada, los que inflamaban nuestros sentimientos más profundos o, en cualquier caso, los que considerábamos como tales…

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p98

BarmouthBayBarmouth Bay (fuente: http://www.countryfile.com)

… La vista desde la habitación del techo azul, que Adela llamaba siempre mi habitación, rayaba verdaderamente en lo irreal. Veía desde arriba las copas de los árboles, cedros y pinos parasol, semejantes a una tierra ondulada, que, desde la carretera que había debajo de la casa, descendían hasta la orilla del río, veía los oscuros pliegues de la masa montañosa al otro lado y pasaba horas mirando el mar de Irlanda, que cambiaba continuamente con las estaciones y las condiciones atmosféricas. Cuántas veces he estado junto a la ventana abierta, sin poder pensar con claridad ante aquel espectáculo nunca repetido. Por la mañana se veía allí fuera la mitad del mundo, y el gris del aire depositado en capas sobre el agua. Por la tarde se alzaban a menudo cúmulos en el horizontes suroccidental blancos como la nieve, pendientes y paredes escarpadas que se empujaban entre sí y se amontonaban, alzándose cada vez a más altura, tanta, me dijo Gerald un vez, dijo Austerlitz, como las cumbres de los Andes o del Karakorum. Luego caían a los lejos chubascos, que eran arrastrados a tierra desde el mar como las pesadas cortinas de un teatro, y en las tardes de otoño las nieblas venían hacia la playa, se agolpaban en las laderas de las montañas y penetraban valle arriba. Sin embargo, especialmente en los claros días de verano había sobre toda la bahía de Barmouth un resplandor tan uniforme, que las superficies de la arena y el agua, la tierra firme y el mar, y el cielo y la tierra no podían separarse ya. Todas las formas y colores se disolvían en una neblina gris perla; no había contrastes ni graduaciones, solo transiciones fluidas, como pulsaciones de luz, un único desdibujamiento del que solo brotaban aún los fenómenos más fugitivos y, curiosamente, de eso me acuerdo muy bien, fue precisamente el carácter fugitivo de esos fenómenos lo que me dio entonces una sensación de eternidad…

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p113

Hacia las cuatro de la tarde acompañé a Gerald a la estación de Barmouth. Cuando volví de allí –oscurecía ya, dijo Austerlitz, y una fina llovizna surgía del aire, aparentemente sin precipitarse-, Adela vino a mi encuentro desde las brumosas profundidades del jardín, envuelta en una prenda de lana, en cuyo borde finamente rizado se formaban en torno a ella millones de diminutas gotas de agua, de una especie de resplandor plateado. En el brazo derecho llevaba un gran ramo de crisantemos de color herrumbre y, cuando sin decir palabra, habíamos atravesado el patio y estábamos en el umbral, levantó la mano libre y me apartó el cabello de la frente, como si, con aquel gesto, supiera que tenía el don de ser recordada. Si, todavía veo a Adela, dijo Austerlitz; tan bella como era entonces, ha seguido siendo para mí, inalterada. No pocas veces, al final de los largos días de verano, jugábamos juntos al bádminton en la sala de baile, desde la guerra vacía, de Andrómeda Lodge, mientras Gerald se ocupaba de sus palomas para la noche. Golpe a golpe volaba de un lado al otro el emplumado proyectil. La trayectoria que seguía y durante la cual giraba sobre sí mismo, sin que supiera cómo, era como una cinta blanca tendida en la hora del atardecer, y Adela flotaba en el aire, lo hubiera podido jurar, mucho más tiempo del que la fuerza de gravedad permitía, a unos palmos del parqué…

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p123

…Sin embargo, cuantos mayores eran los esfuerzos que, durante meses, dediqué a ese propósito, tanto más lamentables me parecían los resultados y tanto más me acometía, simplemente al abrir los legajos y pasar las innumerables páginas escritas por mí en el curso del tiempo, una sensación de repugnancia y de asco, dijo Austerlitz. Y, sin embargo, dijo, leer y escribir habían sido siempre su ocupación favorita. Con cuánto placer, dijo Austerlitz, me he quedado ante un libro hasta muy entrado el crepúsculo, hasta que no podía descifrar ya nada y mis pensamientos comenzaban a dar vueltas, y qué protegido me sentía cuando, en mi casa, en la noche oscura, me sentaba ante el escritorio y solo tenía que ver cómo la punta del lápiz, al resplandor de la lámpara, por decirlo así por sí mismo y con fidelidad total seguía a su sombra, que se deslizaba regularmente de izquierda a derecha y renglón por renglón sobre el papel pautado. Ahora, sin embargo, escribir se me había hecho tan difícil, que a menudo necesitaba un día entero para una sola frase, y apenas había escrito una frase así, pensada con el mayor esfuerzo, se me mostraba la penosa falsedad de mi construcción y lo inadecuado de todas las palabras por mí utilizadas. Cuando, sin embargo, mediante una especie de autoengaño, conseguía a veces considerar que había hecho mi trabajo diario, a la mañana siguiente me miraban siempre, en cuanto echaba la primera ojeada al papel, los peores errores, inconsecuencias y deslices… Toda la estructura del idioma, el orden sintáctico de las distintas partes, la puntuación, las conjunciones y, en definitiva, hasta los nombres de las cosas corrientes, todo estaba envuelto en una niebla impenetrable… Precisamente lo que, por lo común, puede dar la impresión de una inteligencia metódica, la exposición de una idea por medio de cierta habilidad estilística, me parecía entonces nada más que una empresa totalmente arbitraria o demencia. En ninguna parte veía ya una conexión, las frases se disolvían en palabras aisladas, las palabras, en una sucesión arbitraria de letras, las letras en signos inconexos y esto en una huella gris azulada, que brillaba plateada aquí o allá y que algún ser reptante había segregado y arrastrado tras sí, y cuya vista me llenaba cada vez más de sentimientos de horror y vergüenza…

ojos    AusterlitzNiño   Polilla

Austerlitz. Fotos de libro.

p138

…estaba en la nave de la maravillosa iglesia de Salle en Norfolk, que se alza sola en una extensa campiña, y no pronuncié las palabras que hubiera debido pronunciar. Fuera, la blanca niebla había subido de los campos, y los dos mirábamos en silencio cómo se arrastraba lentamente por el umbral de la puerta, una nebulosidad que avanzaba baja, rizándose, y que poco a poco se extendía por el suelo de piedra, cada vez se adensaba más y ascendía visiblemente, hasta que solo sobresalíamos de ella de medio cuerpo y temimos que pronto no nos dejara respirar. Recuerdos como ése era los que me venían en el abandonado Ladies Waiting Room de la estación de Liverpool Street, recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, de que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida, como si se extendiera por toda la planicie del tiempo…

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p148

OtraAnagrama… Aunque, por mi parte, adopté pronto esa postura, no conseguí hacerme comprender de ningún modo, dijo Austerlitz, por lo que también el guardián, finalmente, con una larga tirada de la no pude entender más que las palabras varias veces repetidas con énfasis especial anglický y anglican, llamó por teléfono desde el interior del edificio a una de las empleadas del archivo, que, realmente enseguida, mientras yo rellenaba aún uno de los formularios de visita, apareció a mi lado, según suele decirse, como caída del cielo. Tereza Ambrosová, así se presentó ante mí, y me pregunto enseguida, en su inglés un poco torpe pero, por lo demás, totalmente correcto, qué deseaba. Tereza Ambrosová era una mujer pálida, casi transparente de unos cuarenta años quizá. Cuando subimos al tercer piso, en un ascensor muy estrecho que rozaba por un lado con el pozo, en silencio y cohibidos por la antinatural proximidad física a que se ve uno forzado en un cajón así, vi una suave pulsación de una veza azulada bajo la piel de su sien derecha, una pulsación casi tan rápida como la del cuello de un lagarto cuando permanece inmóvil sobre una piedra al sol…

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p151

… un portero llamado Bartolomej Smecka, que llevaba una casaca imperial y un chaleco de fantasía floreado con una cadena de reloj de oro atravesada, salió de una especie de mazmorra y, después de haber estudiado el papel que le alargué, se encogió de hombros lamentándolo y dijo que la tribu de los aztecas, por desgracia, se había extinguido hacía muchos años y, todo lo más, sobrevivía aquí o allá algún papagayo que todavía entendía algunas palabras de su idioma…

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p168

… Antes de acostarme, encendía la radio que estaba junto a mi cama sobre la caja de Burdeos. En su cuadrante iluminado y redondo aparecían los nombres de las ciudades y estaciones con las que, en mi infancia, relacionaba las más exóticas ideas: Monte Cereni, Roma, Ljubljana, Estocolmo, Bermünster, Hilversum, Praga y otras. Puse el volumen muy bajo y escuché un idioma para mí incomprensible que, desde gran distancia, se esparcía por el éter, una voz de mujer que a veces se hundía entre las olas, luego emergía de nuevo y se cruzaba con el juego de dos manos Bösendorfercuidadosas que, en algún lugar desconocido para mí, se movían sobre el teclado de un Bösendorfer o un Pleyel, produciendo fragmentos musicales que me acompañaron hasta muy entrado el sueño, creo que de El clave bien temperado. Cuando me desperté por la mañana, de la rejilla de latón de apretada malla del altavoz, solo venía un débil ruido de fondo y una especie de arrastrar. Poco después, en el desayuno, cuando me puse a hablar de la misteriosa radio, Austerlitz dijo que él tenía la opinión de que las voces que, al comenzar la oscuridad, atravesaban el aire y de las que podíamos captar muy poco, tenían, como los murciélagos su propia vida, que rehuía la luz del sol…

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p175

Vera recordaba también la chica de doce años con el bandoneón, a cuyos cuidados me había confiado, un cuadernillo de Chaplin comprado en el último momento, el revolotear, parecido al de una bandada de palomas que emprendiera el vuelo, con que los padres que quedaban atrás despedían a sus hijos, y la extraña sensación que tuvo de que el tren, después de haber avanzado interminablemente despacio, no se había ido realmente sino solo, en una especie de maniobra engañosa, había rodado un trecho saliendo de la nave encristalada y allí, ni siquiera a media distancia, se había hundido…

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p176

PankracGuillotinaRealmente, su buzón en la época que llegó hasta el invierno de 1941, mientas Ágata vivía aún en la Sporkova, estaba siempre vacío, por lo que, como me dijo una vez de forma extraña, era como si precisamente los mensajes en que poníamos nuestras últimas esperanzas fueran desviados o tragados por los malos espíritus que por todas partes zumbaban en el aire a nuestro alrededor. Hasta qué punto esa observación de Ágata recogía los invisibles terrores bajos los cuales la ciudad de Praga se humillaba entonces, solo lo comprendí, dijo Vera más tarde, cuando conocí la auténtica medida de la perversión del derecho entre los alemanes y de los actos de violencia que perpetraban a diario en el sótano del palacio Petschek, en la prisión de Pankrác y en el lugar de ejecución fuera, en Kobylisy. Por una contravención, una simple vulneración del orden reinante, se podía, después de haber tenido noventa segundos para defenderse ante un juez, ser condenado a muerte y ahorcado de inmediato en la sala de ejecuciones que estaba al lado mismo de la de juicios, y a lo largo de la cual había un carril de hierro bajo el techo, del que colgaban los cuerpos sin vida que, según hiciera falta, se iban corriendo…

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p216

En aquel pabellón del manantial, iluminado por los rayos del sol de poniente y en el que reinaba un silencio completo, salvo el rítmico salpicar del agua, Marie me preguntó, acercándose a mí, si sabía que al día siguiente era mi cumpleaños. Mañana, dijo, en cuanto nos despertemos, te desearé toda la felicidad del mundo, y será como si deseara a una máquina, cuyo mecanismo no conozco, un buen funcionamiento. ¿Puedes decirme, dijo ella, dijo Austerlitz, cuál es la razón de que seas tan inaccesible? ¿Por qué, dijo, desde que estamos aquí, eres como un estanque helado? ¿Por qué veo que tus labios se abren, como si quisieras decir, quizá incluso gritar algo, y luego no oigo nada?...

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p284

…En cierto punto de la conversación, dijo Austerlitz, Lemoine, atendiendo a un ruego expresado por mí causalmente, me llevó al piso decimoctavo de la torre sur, donde, desde el llamado belvedere, se puede ver toda la aglomeración urbana crecida en el transcurso de milenios del subsuelo, ahora totalmente vaciado; una pálida formación de piedra caliza, una especie de excrescencia que, con sus incrustaciones concéntricas, se extiende mucho más lejos de los bulevares Davoult, Soult, Poniatowski, Masséna y Kellermann, hasta la desdibujada periferia exterior, que se pierde más allá de los suburbios. Unas millas al sureste había, en el gris uniforme, una mancha verde pálido de la que sobresalía una especia de cono truncado, que Lemoise dijo era la colina del Mono del Bois de Vincennes. Más cerca vimos las embrolladas vías de tráfico, por las que trenes y automóviles se arrastraban de una lado a otro como escarabajos negros y orugas. Era extraño, dijo Lemoine, siempre tenía allí arriba la impresión de que abajo, silenciosa y lentamente, la vida se pulverizaba, de que el cuerpo de la ciudad estaba invadido por una enfermedad oscura que proliferaba bajo tierra…

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