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Fragmentos de libros. MANHATTAN TRANSFER de John Dos Passos   Fragmentos II:

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: Guar ReflejoGafas177
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 Del capítulo III.    Dólares

       Caras todo a lo largo de la batayola; caras en todas las portillas. A sotavento salía un olor rancio del vapor que estaba fondeado en el puerto, un poco escorado, con la bandera amarilla de la cuarentena ondeando en el palo mayor.

«Un millón de dólares daría yo —dijo el viejo soltando los remos— por saber a qué vienen».

«Por eso mismo, abuelo -dijo el joven sentado a la popa-. ¿No es éste el país de la oportunidad?».

«Una cosa sé -continuó el viejo-. Y es que cuando yo era muchacho no venían más qu'irlandeses por primavera, con el primer banco de sábalos... Ya no hay sábalos, y esa gente Dios sabe de ande vienen.»

«Es el país de la oportunidad.»

Metropoli

Un joven demacrado, con ojos de acero y fina nariz arqueada, estaba recostado en su silla giratoria, con los pies encima del nuevo escritorio de caoba. Tenía la piel cetrina, y sus labios se plegaban en un ligero mohín. Removiéndose en la silla contemplaba los arañazos que sus zapatos hacían en el chapeado de la mesa. Me importa un pito. Se incorporó de repente, haciendo crujir el asiento, y se dio un puñetazo en la rodilla. «Resultados», gritó. Tres meses rozándome los pantalones en esta silla... ¿Para qué pasar por la Facultad de Derecho, sacar la licenciatura de abogado, si no encuentra uno pleito que defender? Frunció el ceño al ver el letrero dorado a través de la puerta de cristales esmerilados:

NIWDLAB EGROEG

odabogA

Niwdlab, galés. Se puso en pie de un salto. Llevo leyendo al revés ese condenado letrero tres meses, todos los días. Me voy a volver loco. Saldré a almorzar.

Se estiró el chaleco, se sacudió los zapatos con un pañuelo y luego, contrayendo la cara en una expresión de intensa preocupación, salió escapado de su oficina, bajó a saltos las escaleras y salió a Maiden Lane. Delante del restaurante leyó en una edición extraordinaria:

LOS JAPONESES ARROJADOS DE MUKDEN

Compró el periódico, lo dobló bajo el brazo y empujó la puerta. Tomó una mesa y examinó el menú con atención. No puedo excederme por ahora.

-Camarero, tráigame un cubierto a la New England, una ración de tarta de manzana y un café.

El narigudo camarero escribió la orden en una hoja de papel, mirándole de reojo, con el ceño fruncido... Este es el almuerzo de un abogado sin pleitos. Baldwin carraspeó y desdobló el periódico. Con esto subirán las acciones rusas un poquito. Los veteranos visitan al presidente...

OTRO ACCIDENTE EN LA VÍA DE LA UNDÉCIMA AVENIDA

    Un lechero gravemente herido. ¡Hola, aquí podría sacarse una bonita indemnización!...

   

… Tenía el sombrero entre las rodillas, y alargaba la cabeza de modo que ella, mientras tocaba, podía verle con el rabillo del ojo. Madame Rigaud comenzó a cantar: 

EnJaulaDeOroComo págarro en jaule de orro 

que dishoso parrece cantarr,

ela ríe, perrdido el tesoro

de su liberrtad,

ela ríe, querriendo lorrarr.

El timbre de la tienda sonó estrepitosamente.

- Permettez- gritó Emile, saliendo escapado.

- Media libra de salchichón en rajas -dijo una muchachita de trenzas.

Emile pasó el cuchillo por la palma de su mano y cortó el embutido cuidadosamente. Volvió de puntillas a la salita y dejó el dinero en el borde del piano. Madame Rigaud seguía cantando:

Juventud y vejez no podrán,

congeniarr nunca, nunca, del todo.

A la bela comprró un carcamal

pagando un tesorro 

y es un págarro en jaule de orro.

Bud, parado en la esquina de Broadway y Franklin Street, comía cacahuetes sacándolos de un cartucho de papel. Era mediodía y no le quedaba ningún dinero. El elevado retumbó sobre su cabeza. Motas de polvo danzaban ante sus ojos en el sol rayado por las traviesas. Preguntándose hacia dónde tirar, deletreaba por tercera vez los nombres de las calles. Un coche negro, reluciente, tirado por dos caballos negros, de ancas lustrosas, dobló la esquina frente a él. Las ruedas rojas, brillantes, bruscamente frenadas, rechinaron contra los guijarros. En el pescante, al lado del cochero, iba un baúl de cuero amarillo. En la berlina un hombre de sombrero hongo, hablaba alto a una mujer que llevaba un boa de plumas grises y un sombrero de plumas grises también. El hombre se apuntó un revólver a la boca. Los caballos se encabritaron precipitándose en medio del gentío que se formaba. Los policías se abrían paso a codazos. Sacaron al hombre a la acera vomitando sangre, con la cabeza colgando sobre su chaleco a cuadros. La mujer, en pie a su lado, retorcía entre sus dedos el boa, y las plumas de su sombrero bamboleaban en el sol rayado por las traviesas del elevado.

Bock MTransfer2- Su mujer se lo llevaba a Europa... El Deutschland sale a las doce. Yo le había dicho adiós para siempre... Salía en el Deutschland a las doce... El me había dicho adiós para siempre.

- ¡Vamos, largo de ahí!

Un guardia le dio un codazo a Bud en el estómago. Las rodillas le temblaban. Salió del grupo y se marchó estremecido. Maquinalmente peló un cacahuete y se lo llevó a la boca. Mejor será guardar el resto para la noche. Retorció la boca de la bolsa y se la metió en el bolsillo…

    

Del capítulo IV.    Carriles

…  Al sol, en el borde de la ventana, una mosca se restregaba las alas con sus patas posteriores. Se limpiaba de arriba abajo, torciendo y destorciendo sus patas delanteras como una persona que se enjabona las manos, frotándose cuidadosamente la coronilla de su cabeza picuda. Se estaba peinando. La mano de Jimmy se cernió sobre la mosca y cayó sobre ella. La mosca zumbando le hacía cosquillas en la palma, Jimmy la buscó a tientas con dos dedos, y cuando la hubo atrapado, la aplastó lentamente entre el pulgar y el índice, hasta hacer de ella una papilla gris.

AtravésDeEmpolvadosCristalesSe limpió contra el reborde de la ventana. Un ardiente malestar se apoderó de él... ¡Pobre mosquita, después de haberse hecho tan bien la toilette! Se quedó un rato mirando a través de los empolvados cristales, donde el sol hacía fulgurar tenuemente el polvo. De vez en cuando, un hombre en mangas de camisa cruzaba el patio con una bandeja de platos: Se oía gritar órdenes, y el tintineo de la vajilla que estaban lavando subía apagado de las cocinas.

Miraba fijamente a través del tenue brillo del polvo en los cristales. Mamá ha sufrido un ataque y yo volveré a la escuela la semana que viene…

    

Del capítulo V.    Apisonadora

      El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.

HuevosDePetirrojoA la puerta del cementerio, una apisonadora iba y venía repiqueteando por el camino recién embreado. Despedía un olor a grasa chamuscada, vapor y pintura caliente. Jimmy Herf andaba por el borde del camino. Las piedras le lastimaban los pies, clavándose en las suelas gastadas de sus zapatos. Se rozaba al pasar con obreros de tez curtida, que olían a ajo y a sudor. A los cien metros se paró. Sobre la carretera gris bordeada por los postes y alambres del telégrafo, sobre las casas grises, semejantes a cajas de cartón, y sobre los mellados solares de los marmolistas, el cielo tenía un color de huevo de petirrojo. Los gusanos se retorcían en su propia sangre. Jimmy se arrancó la corbata negra y se la metió en el bolsillo. Una canción zumbaba locamente en su cabeza.

  

Cansado estoy de violetas,

lleváoslas todas, todas.

  

Hay una gloria del sol y otra gloria de la luna y otra gloria de las estrellas: porque una estrella difiere de otra estrella en su gloria. Así también la resurrección de los muertos... Andaba de prisa, chapoteando en los charcos llenos de cieno, tratando de sacudirse de los oídos el zumbido de las palabras untuosas, de quitarse de los dedos la sensación del crespón negro, de olvidar el olor de los lirios.

Cansado estoy de violetas,

lleváoslas todas, todas.

Apretó el paso. El camino ascendía un cerro. En la hondonada corría un arroyuelo resplandeciente, entre manchones de hierba salpicada de amargones. Las casas se hacían cada vez más raras. En las granjas, letreros desconchados anunciaban: LYDIA PlNKHAM'S VEGETABLE COMPOUND. BUDWEISER. RED HEN. BARKING DOG. Y mamá había tenido un ataque y ahora estaba enterrada. No podía recordar cómo era. Estaba muerta. Eso era todo. Desde una valla lanzaba un gorrión su chillido. El diminuto pajarillo echó a volar, se posó en un alambre del telégrafo y cantó, voló al borde de una caldera abandonada y cantó, se alejó volando y cantó. El cielo iba poniéndose de un azul más oscuro, se llenaba de escamas de nácar. Por última vez sintió un roce de seda a su lado, y una mano, llena de encajes, que se cerraba dulcemente sobre la suya. Tendido en su camita, con los pies encogidos, tiritando bajo la amenaza de las sombras, y las sombras desaparecían, se esfumaban en los rincones cuando ella se inclinaba sobre él, con la frente ceñida de bucles, sus mangas de seda abullonadas, y un lunar negro junto a la boca que besaba su propia boca. Apretó el paso.

La sangre fluía, abundante y caliente, por sus venas. Las nubes escamosas se fundían en una espuma rosácea. Jimmy oía sus pasos en el gastado pavimento de macadam. En una encrucijada el sol refulgía en los brotes puntiagudos y viscosos de las hayas jóvenes. Enfrente, un letrero decía YONKERS. Una lata de tomates, toda abollada, titubeaba en medio del camino. Jimmy siguió andando empujándola a puntapiés delante de él. Una gloria del sol, otra gloria de la luna y otra gloria de las estrellas... Jimmy siguió andando.

   

 ...

- Lo que usted Diga tío Jeff.

- ¿Quieres decir que irías un mes, este verano, a trabajar en mi oficina? ¿A enterarte de lo que es ganarse la vida como un hombre en este bajo mundo, a hacerte una idea de cómo marcha el negocio?

Jimmy asiente con un gesto.

Bueno, creo que has tomado una decisión muy razonable -exclama el tío Jeff, recostándose en su silla hasta dar con la cabeza en un rayo de sol-. A propósito: ¿qué quieres de postre?... Dentro de algunos años, Jimmy, cuando hayas triunfado, cuando tengas tu negocio propio, nos acordaremos de esta conversación. Es el principio de tu carrera.

La chica del guardarropa sonríe, bajo la desdeñosa pompa de su pelo rubio, cuando le alarga a Jimmy el sombrero, un sombrero que parecía aplastado, sucio y fláccido, entre los ventrudos hongos, los flexibles y los majestuosos jipis colgados en las perchas. Con la bajada brusca del ascensor, el estómago de Jimmy da un salto mortal. Sale al hall atestado. No sabiendo por dónde tirar, se queda un momento pegado a la pared, con las manos en los bolsillos, mirando a la gente que se abre paso a codazos al entrar y salir por las puertas giratorias: muchachas de dulces mejillas mascando goma, muchachas carilargas con flequillo, chicos de su edad con cara de crema, jóvenes gomosos con el sombrero ladeado, recaderos sudorosos, miradas entrecruzadas, caderas ondulantes, mejillas rojas mascando cigarros, lívidas caras cóncavas, cuerpos lisos de hombres y mujeres, cuerpos barrigones de señores maduros, todos codeándose, empujándose, arrastrando los pies, metiéndose en dos filas interminables por la puerta giratoria, saliendo a Broadway, entrando a Broadway, Jimmy, metido en el torbellino de las puertas que giran mañana, tarde y noche, de las puertas giratorias que triturarán su vida como carne de salchicha. De repente todos sus músculos se contraen. El tío Jeff y su oficina se pueden ir al diablo. Las palabras resuenan en él de tal modo, que Jimmy mira a un lado y a otro para ver si alguno las ha oído.

TrinityChurchNYC¡Que se vayan al diablo todos! Cuadrando los hombros se dirige hacia las puertas giratorias. Su tacón prensa un pie. «¡Cristo, mire usted dónde pisa!» Ya está en la calle. El aura le llena de arena la boca y los ojos. Baja por Broadway hacia Battery, con el viento de espaldas. En el cementerio de Trinity Church, estenógrafas y oficinistas comen bocadillos entre las tumbas. Delante de las compañías de vapores hay grupos de extranjeros estacionados: noruegos con pelo de estopa, suecos carirredondos, polacos, hombrecillos mediterráneos, pequeños como tacos, que huelen a ajo; eslavos montañeses, tres chinos, un pelotón de lascars. En la plaza triangular que está frente a la Aduana, Jimmy se vuelve y, de cara al viento, contempla la profunda cuchillada de Broadway. El tío Jeff y su oficina se pueden ir al diablo.

    

Bud, sentándose en el borde de la cama, estiró los brazos y bostezó. Por todos lados, a través de un olor agrio a sudor, a vestidos mojados, se oían ronquidos de hombres que, dando vueltas en la cama, hacían crujir los muelles. Muy lejos, una lámpara eléctrica brillaba en la oscuridad. Bud cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre un hombro. Dios mío, yo quisiera dormirme. Buen Jesús, yo quisiera dormirme. Apretó sus rodillas contra sus manos cruzadas, para que no temblasen. Padre nuestro que estás en los cielos, yo quisiera dormirme.

-¿Qué te pasa, compañero?¿Es que no pués dormir?-murmuró levemente una voz desde la cama de al lado.

-No.

-Yo tampoco.

Bud miraba aquella cabezota rizada, que, apoyada en un codo y vuelta hacia él, continuó en el mismo tono:

-Esto es un asqueroso nido de piojos. Ya lo diré yo por ahí... ¡Y por encima, cuarenta centavos!... Pueden quedarse con su Hotel Plaza y...

-¿Llevas mucho en Nueva York?

-Pa agosto hará diez años.

-¡Arrea!

Una voz gruñó en la línea de catres:

-¡Bueno, a ver si acabáis la música! ¿Qué creéis qu'es esto, un picnic judío?

Bud bajó la voz:

-¡Qué gracia! Yo yevaba años con la idea de venir aquí...Yo nací en una granja a ayí me crié, en el norte del Estado.

-¿Por qué no te güelves?

-No puedo golverme.

Bud tenía frío. Trataba de no temblar. Se subió la manta hasta la barbilla y se volvió hacia el hombre, que decía:

-Cada primavera me digo que voy a echar a andar otra vez, y a vivir entre abrojos y hierbas, y con las vacas que güelven a la hora d'ordeñarlas. Pero ná. No sé qué me retiene aquí.

-¿Qu'as hecho tó este tiempo en Niu York?

-No sé... Primero me pasaba el día sentao en Unión Square, luego en Madison Square. He andao por Hoboken, por Jersey, por Flatbush. Ahora estoy en Bowery.

-¡Dios! Juro que mañana me largo de aquí. Estoy d'esto hasta! cuello. Hay mucho guardia y mucho detetive en esta ciudad.

-Se puede uno ganar la vida pidiendo. Pero creme, chico, vale más que te güelves a la granja, con los viejos, en la primera ocasión.

Bud saltó de la cama y zarandeó bruscamente al otro cogiéndole por un hombro.

-Ven allí, a la luz; quiero enseñarte una cosa.

Su misma voz le sonaba extraña a Bud. Se alejó dando zancadas a lo largo de la fila de catres. El vagabundo, un hombre vacilante, con el pelo y la barba desteñidos de andar a la intemperie, y unos ojos como clavados a martillazos en su cabeza, salió de entre sus mantas completamente vestido, y le siguió. Bajo la luz, Bud se desabotonó la camisa, dejando al descubierto sus hombros y sus brazos flacos.

-Mira mi espalda.

-¡Santo Dios! -murmuró el vagabundo, pasando una mano sucia con uñas amarillas sobre las profundas cicatrices blancas y rojas-. Nunca he visto ná semejante.

-Esto me lo hizo el viejo. Durante doce años no ha hecho más que pegarme, y sólo porque sí. Me desnudaba y me daba con una cadena. Decían qu'era mi padre, pero yo sabía que no lo era. M'escapé cuando tenía trece. Entonces fue cuando me pescó y empezó a zumbarme. Ahora tengo veinticinco...

     

  

  De    la SEGUNDA SECCIÓN

Del capítulo II.    Jack del istmo el Zancudo 

UniformeWesternUnionEn el atestado vagón del metro iba el repartidor de telegramas aplastado contra la espalda de una mujerona rubia que olía a Mary Garden. Codos, paquetes, hombros, nalgas se entrechocaban a cada sacudida del estridente exprés. Su sudada gorra de la Western Union fue ladeada de un golpe. Si yo pudiera tener una mujer como ésta, una mujer como esta valdría la pena de un accidente, las luces fundidas, un descarrilamiento. Yo podría apropiármela si tuviera coraje para ello y cuartos. Cuando el tren acortó la marcha, la rubia cayó sobre él. Cerró los ojos, contuvo la respiración, la nariz aplastada contra el cuello de ella. El tren paró. La multitud le sacó fuera del vagón a empujones.

Aturdido, subió tambaleándose hasta la calle donde las luces de las casas pestañeaban. Broadway estaba lleno de gente. En la esquina de la calle 96, flaneaban grupos de dos o tres marineros. Se comió dos bocadillos, uno de jamón y otro de foie-gras, en una pastelería. La mujer que le despachó tenía color de mantequilla como la mujer del metro, pero era más gorda y más vieja. Mascando la corteza del segundo bocadillo subió en el ascensor al Jardín Japonés. Se sentó pensativo con el aleteo de la pantalla ante los ojos. «Dios, lo que van a reírse de ver aquí un telegrafista con este traje. Mejor será que me largue. Voy a repartir mis telegramas.»

Se apretó el cinturón mientras bajaba las escaleras. Subió por Broadway hasta la calle 105, después torció al este, hacia Columbus Avenue, fijándose cuidadosamente en todas las puertas, escaleras de incendios, ventanas, cornisas. Aquí es. No había luces más que en el segundo piso. Tocó en el timbre del segundo. El picaporte sonó. Subió corriendo. Una mujer con el pelo enmarañado y la cara roja de haber estado inclinada sobre el hornillo, asomó la cabeza.

- Un telegrama para Santiono.

- Aquí no vive ningún Santiono.

- Dispense, señora, me he debido equivocar de timbre.

Le dieron con la puerta en las narices. Su cara pálida y lánguida se endureció bruscamente. Rápido, subió de puntillas hasta el último rellano. Luego trepó por una escalerilla hasta una trampa. El cerrojo reclinó al descorrerlo. Contuvo la respiración. Una vez en el tejado, cubierto de cenizas, dejó caer la trampa con cuidado. Las chimeneas montaban la guardia a su alrededor, negras, contra el resplandor de las calles. Agachándose avanzó cautelosamente hasta el borde posterior de la casa y se escurrió por el canalón hasta la escalera de escape. Con un pie rozó un tiesto al aterrizar. Todo negro. Se coló por una ventana en un cuarto que olía a mujer, deslizó la mano bajo la almohada de una cama deshecha, a lo largo de una cómoda; volcó una caja de polvos, abrió un cajón dando tironcitos, un reloj, se clavó un alfiler en el dedo, un broche, una cosa arrugada en un rincón al fondo. Billetes, un rollo de billetes. ¡Ahueca el ala, no te vayan a pescar! A bajar por la escalera de incendios hasta el otro piso. No hay luz. Otra ventana abierta. Coser y cantar. El mismo cuarto. Huele a perro y a incienso, alguna droga. Se vio borrosamente en el tocador rebuscándolo todo. Metió un dedo en un tarro de crema para la cara, se lo limpió en los pantalones. ¡Qué porquería! Una cosa blanducha saltó de entre sus pies chillando. Se quedó temblando en medio del cuarto. En un rincón, el perrito ladraba hasta desgañitarse.

La habitación se iluminó de repente. Desde la puerta abierta una joven le apuntaba con un revólver. Detrás de ella había un hombre.

- ¿Qué hace usted aquí?... ¡Anda, si es un chico de telégrafos!

La luz formaba un halo cobrizo alrededor de su pelo, y dibujaba su cuerpo bajo el quimono de seda roja. El joven flaco, pero fuerte, tenía la camisa desabrochada.

- Bueno, ¿qué hace usted en este cuarto?

- Por favor, señora, ha sido el hambre lo que me ha traído a esto, el hambre y mi pobre madre, que no tiene qué comer.

- ¡Qué gracioso, Stan! Es un ladrón. (Ella blandió el revólver.) Sal al corredor.

- Sí, señora, todo lo que usted quiera, señora, pero no me entregue usted a la policía. Piense en mi madre, que se está muriendo de hambre.

- Bueno, pero si has agarrado algo tienes que devolverlo.

- No he tenido tiempo, palabra.

Stan se dejó caer en una silla riéndose a carcajadas.

- Ellie, no te hubiera creído capaz.

-¿No he hecho yo este papel en la tournée del verano pasado?... Venga el revólver.

- No tengo revólver, señora.

- Bueno, no te creo, pero mejor será dejarte marchar.

- Dios la bendiga, señora.

- Pero algún dinero ganarás repartiendo telegramas.

- Me despidieron la semana pasada, señora. Es el hambre lo que me ha obligado a esto.

Stan se levantó.

- Vamos a darle un dólar y que se vaya al demonio.

Cuando estuvo fuera, ella le tendió el billete.

Bock MTransfer4El agarró la mano con el billete y la besó. Al inclinarse sobre ella, humedeciéndola con sus besos, pudo entrever el cuerpo, bajo el brazo, por la manga flotante de seda roja. Mientras bajaba, temblando todavía, volvió la cabeza y vio al joven y a la muchacha abrazados, mirándole. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se metió el billete en el bolsillo.

Chico, si sigues enterneciéndote así con las mujeres, te vas a encontrar el mejor día en ese hotel de verano que está junto al río... Después de todo, he salido bastante bien del paso. Silbando en sordina se dirigió al elevado y tomó un tren descendente. De acuerdo en cuando se metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón para tentar el rollo de billetes…

   

… - Mi mujer m’ha echao a mí hace tres semanas.

- ¿Cómo fue eso?

- Cerró la puerta una noche que volví tarde y no me dejó entrar. Había cambiado la cerradura mientras yo estaba fuera trabajando.

- ¡Muy bonito!

- Dice que agarro demasiados tablones. No pienso volver con ella y no voy a sostenerla más… Que me mande trincar si quiere. ¡Sanseacabó! Voy a alquilar un piso en la Avenida 22 con un compañero y vamos a tener un piano y a vivir tranquilamente sin ocuparnos de faldas.

- El matrimonio no es tan gran cosa que digamos, ¿eh?

- Usté lo ha dicho. Lo que le lleva a uno a él, bueno está, pero casarse es como despertar de una borrachera.

La Quinta Avenida estaba blanca y vacía y barrida por un viento rutilante. Los árboles de Madison Square, de un verde brillante, parecían helechos en un cuarto oscuro. En el Brewoort, un mozo francés le cogió el equipaje. En el cuarto bajo pintado de blanco, el sol soñoliento se adormecía en un desteñido sillón rojo. Ellen se puso a correr como una chiquilla, levantando los talones y palmoteando…

   

Del capítulo IV.    Bomba de incendios

  

HesARagPickerEllen está sentada en la terraza medio adormilada. El olor de las cocinas y el ritmo de una banda que toca He's a Ragpicker remolinean a su alrededor. De cuando en cuando unta de mantequilla un trocito de pan y se lo mete en la boca. Se siente perdida, impotente, atrapada como una mosca en la telaraña de sus frases pegajosas, dulzonas.

- Nadie en todo Nueva York hubiera podido hacerme andar tanto, puede usted creerme... Ya anduve bastante en mis tiempos, ¿comprende?, cuando de chico vendía periódicos y estaba de recadero en Schwartz, el bazar de juguetes... Todo el día en pie, menos por la noche, que iba a clase. Pensaba hacerme abogado. Todos los del East Side pensábamos hacernos abogados. Después trabajé como ujier en Irving Place. Allí cogí el microbio del teatro... No me salió mal, pero tiene muchas quiebras. Ahora me da igual. Lo único que pretendo es cubrir gastos. Esto es lo malo. Que tengo treinta y cinco, y ya todo me da igual. Hace sólo diez años no era más que un empleadillo en las oficinas del viejo Erlanger, y ahora muchos a quienes yo limpiaba las botas se darían con un canto en la cabeza por poder barrer los suelos de mi casa... Esta noche puedo llevarla a usted a cualquier parte, a los sitios más caros y más chic... y en otros tiempos, nosotros, pobretes, nos creíamos en la gloria cuando disponíamos de cinco dólares para llevar un par de chicas a Coney Island... Pero lo que yo quiero es revivir las emociones de aquellos días, ¿comprende?... ¿Adónde podríamos ir?

- ¿Por qué no Coney Island? Yo no he estado nunca.

- Hay mucha gentuza... Podemos, sin embargo, dar una vuelta en auto. ¿Vamos? Voy a llamar el coche.

Ellen está sentada, sola, contemplando su taza de café. Pone un terrón de azúcar en la cucharilla, lo moja en el café, se lo mete en la boca, lo masca lentamente, frotando con la punta de la lengua los granitos de azúcar contra el paladar. La orquesta toca un tango…

   

… Después de la lluvia, el olor a estuco del teatro les producía un picorcillo acre en las narices. Ellen colgó su impermeable mojado detrás de la puerta y dejó en un rincón del cuarto el paraguas, que no tardó en hacer un charco.

- Y yo no podía quitarme de la cabeza -decía ella en voz baja a Stan, que la seguía vacilante- una cancioncita que me enseñó no sé quién cuando era pequeña: Y el solo superviviente de la gran inundación fue Jack del Istmo el Zancudo.

- Yo no sé por qué la gente tiene hijos. Es confesar la derrota. La procreación es una confesión de un organismo incompleto. La procreación es una confesión de la derrota.

- Stan, por amor de Dios, no chilles; vas a escandalizar a los tramoyistas... No debía haberte dejado venir. Ya sabes lo que se chismorrea en los teatros.

- Me estaré callado como un ratoncito... Déjame esperar a que Milly venga a vestirte. Verte vestir es el único placer que me queda... Reconozco que yo, como organismo, soy incompleto.

- Y dentro de poco, si sigues bebiendo así, no serás organismo de ninguna clase.

- Beberé..., beberé hasta que cuando me corte salga whisky a chorros. ¿Para qué sirve la sangre cuando se puede tener whisky en las venas?

- Oh, Stan.

- La única cosa que un organismo incompleto puede hacer es beber... Vosotros, los bellos organismos completos, no necesitáis beber... Yo me voy a acostar y a dormir la mona.

- No, Stan, por Dios santo. Si te encuentran aquí borracho no te lo perdonaré nunca.

Dieron dos golpecitos en la puerta.

- Entre, Milly.

Milly era una mujer pequeña con dos ojos negros en una cara arrugada. Unas gotas de sangre negra abultaban sus labios violáceos y daban cierta lividez a su blanquísima piel.

- Son las ocho y cuarto -dijo al entrar.

Echó una mirada de soslayo a Stan y se volvió a Ellen con el entrecejo un poco fruncido.

- Stan, tienes que marcharte... Te veré luego en Beaux Arts o donde quieras.

- Yo quiero dormir.

Sentada frente al espejo del tocador, Ellen, frotándose con una toallita, se quitaba la crema de la cara. De su caja de maquillaje salía un olor a grasa y a mantequilla de cacao que se difundía por todo el cuarto.

- No sé qué hacer con él esta noche -cuchicheó a Milly quitándose el vestido-. ¡Si dejase de beber!...

- Yo le pondría bajo la ducha y abriría el grifo del agua fría.

- ¿Cómo está el teatro esta noche, Milly?

- Poca gente, señorita Elaine.

- Será el mal tiempo... Yo voy a estar fatal.

- No se consuma usté tanto por él, señorita. Los hombres no lo merecen.
    - Yo quiero dormirla.

Stan se tambaleaba, cejijunto, en medio del camarín.

- Señorita Elainelo voy a meter en el cuarto de baño; así nadie lo verá.

- Eso es, que duerma en la bañera.

Ellie, yo la dormiré en la bañera.

Las dos mujeres lo empujaron al cuarto de baño. El se desplomó, fláccido, en la bañera, y se quedó dormido con los pies en el aire y la cabeza sobre los grifos. Milly chasqueaba la lengua rápidamente.

- Es como un nene que tiene sueño cuando se pone así -murmuró Ellen con ternura.

Dobló la esterilla del baño y se la colocó bajo la cabeza. Luego le retiró de La frente el pelo empapado en sudor. El apenas respiraba. Ellen se inclinó y le besó los párpados dulcemente.

- Señorita Elaine, tiene que darse prisa... Están levantando el telón…

    

Del capítulo VI.    Cinco causas legales

SadnessToTheAwakeningUn rayo de sol la despierta zumbando rojo en sus párpados. Ella se sumerge de nuevo en los purpúreos y sedosos corredores del sueño, se despierta otra vez, da una vuelta bostezando, levanta las rodillas hasta la barbilla para apretar mejor el capullo del sueño. Un camión retumba por la calle abajo. El sol pinta ardientes franjas en su espalda. Ella bosteza desesperadamente, se retuerce y se queda tendida de espaldas, con los ojos abiertos y las manos bajo la nuca, mirando al techo. Desde muy lejos, a través de las calles y de los paredones, el largo gemido de la sirena de un barco llega hasta ella como la mata de hierba que se abre paso a través de la grava. Ellen se sienta, sacude la cabeza para espantar una mosca que zumba alrededor de su cara. La mosca brilla y se esfuma en el sol. Pero Ellen siente vibrar en su interior una congoja persistente, inexplicable, resto de los amargos pensamientos de la noche anterior. Sin embargo, está contenta, bien despierta, y aún es temprano. Se levanta y se pone a pasear por el cuarto en camisón. En el entarimado hay manchas de sol. Ellen al pisarlas siente en las plantas de los pies una agradable sensación de calor. Los gorriones pían en el borde de la ventana. En el piso de arriba repiquetea una máquina de coser. Al salir del baño su cuerpo está suave y terso; se frota con una toalla, contando las horas del largo día que tiene por delante: dar un paseo por las atestadas y sucias calles de la ciudad baja hasta aquel muelle de East River donde amontonan las grandes vigas de caoba, desayunar sola en el Lafayette, café, panecillos y mantequilla; ir de compras a Lord & Taylor, tempranito, antes que el almacén esté irrespirable y las dependencias marchitas; almorzar con... Y entonces el dolor que la ha estado atormentando toda la noche brota, estalla: «Stan, Stan... ¡Dios mío!», dice en voz alta. Se sienta frente al espejo y se queda mirando de hito en hito sus negras pupilas dilatadas.

      

  De    la TERCERA SECCIÓN

Del   Capítulo III.   Puertas giratorias

...

Anna Cohen está en pie tras el mostrador bajo el letrero El mejor sandwich de Nueva York. Le duelen los pies en sus puntiagudos zapatos de tacones gastados.
   - Supongo que no tardarán, si no diíta parado -dice junto a ella el que sirve sodas, un hombre de cara roja con una nuez saliente-. Siempre vienen en tropel.
    - Sí, parece que a todos se les ocurre la misma idea al mismo tiempo.
    Veían a través de la mampara de cristales la fila interminable de gente que entraba y salía a empellones del metro. De pronto ella se marcha del mostrador y va a la cocina mal ventilada, donde una mujerona madura está arreglando el fogón. En un rincón hay un espejo pendiente de un clavo. Anna saca una polvera del bolsillo de su abrigo colgado en la percha y empieza a empolvarse la nariz. Se queda un segundo con el cisne en el aire mirándose la cara con el flequillo por la frente y la melena lasa cortada. El tipo de la judía fea, se dice a sí misma con amargura. De vuelta al mostrador, tropezó con el gerente, un italiano gordo y pequeñito, con una calva grasienta.

-¿No puede usted hacer más que darse coba y mirarse al espejo todo el santo día?... Muy bien, queda usted despedida.

Ella se queda con la mirada fija en aquella cara lisa como una aceituna. 

- ¿Puedo acabar el día?

El hace un signo afirmativo.

- Tiene que avivar; éste no es ningún salón de belleza.

Anna vuelve corriendo a su sitio. Las banquetas están todas ocupadas. Caras grises de muchachas, chupatintas, tenedores de libros...

- Bocadillo de pollo y taza de café.

- Un sandwich de queso con aceitunas y un vaso de leche.

- Helado de chocolate.

«Sandwich de huevo, café y buñuelos.» «Una taza de caldo.» «Un caldo de gallina.» «Soda con helado de chocolate.» Los parroquianos comen apresuradamente, sin mirarse, con los ojos en sus platos, en sus tazas. Detrás de los que ocupan los taburetes, los que esperan se acercan dándose codazos. Algunos comen de pie. Otros, vueltos de espaldas al mostrador, comen mirando a través de los cristales y del letrero HCNUL ENIL NEERG a la muchedumbre que entra y sale a empellones del metro en la penumbra verde-pardusca…

   

SnowStormNY 1920La noche era un negro bloque de frío cortante. Con el olor de las prensas aún en las narices, con el repiqueteo de las máquinas de escribir aún en sus oídos, Jimmy Herf, metidas las manos en los bolsillos, contemplaba en Coty Hall Square los hombres harapientos que traspalaban la nieve. Llevaban las orejeras encasquetadas. Sus cuellos parecían solomillos crudos. Viejos o jóvenes, tenían todos caras del mismo color, trajes del mismo color. El viento les cortaba las orejas como una navaja y les hacía daño en el entrecejo.

- Hola, Herf, ¿te convendría este oficio?-dijo un joven de cara lechosa que se le acercó vivamente, señalando un montón de nieve.

- ¿Por qué no, Dan? No creo que sea mejor pasarse la vida hocicando en asuntos ajenos hasta convertirse en un dictógrafo ambulante.

   

  

Cuando empezó a reaccionar sacó de debajo de la cama una botella de ron forrada de paja. Puso a calentar sobre la estufa un poco de agua en una taza de lata, y empezó a beber agua caliente con ron. Toda clase de agonías sin nombre se iban desatando en su pecho. Se sentía como el hombre del cuento de hadas con un círculo de hierro que le apretaba el corazón. El círculo de hierro se rompía.

Había acabado el ron. De cuando en cuando el cuarto empezaba a dar vueltas en torno suyo solemne y metódicamente. De pronto dijo en voz alta: «Tengo que hablar con ella..., tengo que hablar con ella.» Se encajó el sombrero y se puso el gabán. Fuera, el frío era como un bálsamo. Seis carros de leche pasaron en fila traqueteando.
   En la calle 12, oeste, dos gatos negros se perseguían. Por todas partes se oía su loco maullar. Jimmy sintió que algo iba a estallar en su cabeza, que él mismo iba a rodar calle abajo lanzando imponentes maullidos. En el oscuro pasaje tiritaba, tocando una y otra vez el timbre marcado Herf. Luego llamó con los nudillos tan fuerte como pudo. Ellen salió a la puerta con una bata verde.

- ¿Qué te pasa, Jimmy? ¿No tienes llave?

El sueño le había ablandado la cara. A su alrededor flotaba un perfume de sueño, feliz, íntimo, suave. El, todo sofocado, dijo entre dientes:

- Ellie, tengo que hablarte.

- ¿Estás alumbrado, Jimps?

- Yo sé lo que me digo.

- Me estoy cayendo de sueño.

Jimmy la siguió a la alcoba. Ella se quitó las zapatillas y volvió a la cama, donde se quedó sentada mirándole con los ojos pesados de sueño.

- No hables tan fuerte, que Martín duerme.

- Ellie, yo no sé por qué es siempre tan difícil hablar claro de cualquier cosa... Siempre tengo que emborracharme para hablar claro... Oye, ¿tú me quieres todavía o no?

Bock MTransfer- Ya sabes que te tengo mucho afecto y que siempre te lo tendré.

- Quiero decir amor, tú sabes lo que quiero decir... -interrumpió ásperamente.

- Yo creo que a nadie quiero mucho tiempo, exceptuando los muertos... Soy una criatura imposible. ¿Para qué hablar de ello?

- Lo sabía. Y tú sabías que lo sabía. ¡Dios mío, soy muy desgraciado, Ellie!

Ella, sentada en la cama y agarrándose las rodillas con las manos, le miraba con los ojos muy abiertos.

-  ¿Estás de veras tan loco por mí, Jimps?

- Mira, vamos a divorciarnos y asunto terminado.

- No tengas prisa, Jimps... ¿Y Martín? ¿Qué va a ser de él?

- Puedo juntar de tarde en tarde algún dinero para él, ¡pobrecillo!

- Yo ganó más que tú, Jimps... No tienes que hacer eso aún.

- Ya sé ya sé... ¿No lo sé yo?

Sentados se quedaron mirándose el uno al otro, sin hablar, y de tanto mirarse los ojos les ardían. De repente Jimmy sintió una terrible necesidad de estar dormido, de no recordar nada, de dejara su cabeza hundirse en las tinieblas, como en el regazo de su madre cuando era niño.

- Bueno, me voy a casa. Se rió con una risa seca. No pensamos que esto terminaría así, ¿verdad?

- Buenas noches, Jimps -murmuró en un bostezo-. Las cosas no acaban... Si no tuviera tanto sueño... ¿Apagarás la luz?

A tientas buscó la puerta en la oscuridad. Fuera el alba teñía de gris la mañana ártica. Volvió a su cuarto apresuradamente. Quería meterse en la cama y estar dormido antes de que amaneciera.

     

Un largo salón bajo, con largas mesas en medio, llenas de tejidos de seda y crepé, color gris, salmón, esmeralda. Un olor a hilo y géneros cortados. Todo a lo largo de los tableros se doblan las cabezas rojizas, rubias, negras, castañas, de las muchachas que cosen. Los mandaderos van y vienen por entre las mesas, empujando percheros rodantes llenos de vestidos. Suena un timbre y el taller estalla en agudos gritos como una pajarera.
Anna se levanta y estira los brazos…

   

 Del   Capítulo IV.   Rascacielos

                           El joven sin piernas se ha parado en medio de la acera sur de la calle 14. Lleva un jersey azul y una gorra azul de punto de media. Sus ojos levantados se agrandan hasta llenar la cara blanca como el papel. Pasa un dirigible. Brillante cigarro de estaño, esfumado por la altura, perfora suavemente el cielo lavado y las blandas nubes. El joven sin piernas se queda inmóvil, apoyado en sus brazos, en medio de la acera sur de la calle 14.

Entre piernas que andan a zancadas, piernas delgadas, piernas anadeantes, piernas con pantalones, con bombachos, con faldas, él sigue allí, perfectamente inmóvil, apoyado en sus brazos, mirando al dirigible.

    

PulitzerBuildingSin trabajo, Jimmy Herf salió del Pulitzer Building. Se paró en la acera al lado de un montón de periódicos color rosa, respirando profundamente, mirando la resplandeciente silueta del Woolworth. Era un día de sol. El cielo estaba azul como un huevo de petirrojo. Se volvió al norte y empezó a andar hacia el centro. Al alejarse, el Woolworth se alargaba como un telescopio. Iba cruzando la ciudad de las brillantes ventanas, la ciudad de alfabetos enrevesados, la ciudad de letreros dorados.

Primavera rica en gluten... Derroche de dorada suculencia, cada bocado una delicia, THE DADDY OF THEM HALL. Primavera rica en gluten. Nadie puede comprar mejor pan que PRÍNCIPE ALBERTO. Acero forjado, aluminio, cobre, níquel, hierro forjado. All the world loves natural beauty. LOVES BARGAIN, trajes de la casa Gumpel. Conserve esa tez de colegiala. JOE KISS, arranque, luces, magneto y generadores.

Todas las cosas le hacían sentir la efervescencia de la risa contenida. Eran las once. No se había acostado. La vida estaba patas arriba. El era una mosca qué andaba por el techo de una ciudad al revés. Había abandonado su empleo. No tenía nada que hacer hoy, ni mañana, ni pasado, ni al otro día. Todo sube y baja, es cuestión de semanas, de meses. Primavera rica en gluten.

Entró en un restaurante, pidió huevos con tocino, tostadas y café. Comió con gusto, saboreando bien cada bocado. Sus pensamientos corrían desatentados como en una dehesa los potros ebrios de sol poniente. En la mesa contigua una voz explicaba monótonamente:

- Lo dejo plantado... y le digo que tuvimos que hacer una limpieza. Todos ellos eran miembros de su iglesia, ¿sabe usted? Nosotros conocíamos todo el enredo. Le aconsejaron que la echase. El dijo: no, voy a ver cómo acaba esto.»

Herf se levantó. Tiene que marcharse. Salió con un gusto atocino en los dientes.

Service Express satisface las exigencias de la primavera. ¡Dios, satisfacer las exigencias de la primavera! Latas, no señor, pero la calidad mejor en cada pipa que usted fuma... SOCONY. Una prueba dice más que un millón de palabras. El lápiz amarillo con franja roja. Más que un millón de palabras, más que un millón de palabras. Muy bien, que me den ese millón... No lo descubras, Ben. La pandilla de Yonkers le dejó por muerto en un banco del parque. Le atracaron, pero todo lo que sacaron fue ese millón de palabras... ¡Oh, Jimmy, si supieras, estoy tan cansada de hablar de libros y del proletariado!...
Derroche de dorada suculencia, primavera.

Evening GraphicLa madre de Dick Snow era propietaria de una fábrica de cajas de zapatos. Se arruinó y él tuvo que dejar la escuela y empezó a holgazanear por las esquinas. El tío del puesto de refrescos le dio un buen consejo. Ya había pagado dos cuotas por unos pendientes de perlas que había prometido a una judía de pelo negro con figura de mandolina. Acecharon al mensajero del banco en la estación del elevado. Cayó sobre el torniquete y allí se quedó. Se escaparon con el maletín en un Ford. Dick Snow se quedó atrás vaciando su revólver en el cadáver. En capilla satisfizo las exigencias de la primavera escribiendo un poema a su madre, publicado por el Evening Graphic.

A cada aspiración, Herf inhalaba ruido, arena, frases pintadas, hasta que empezó a hincharse, a sentirse gordo y vago, vacilante como una columna de humo sobre las calles de abril. Miraba las ventanas de las tiendas de máquinas, de las fábricas de botones, de las casas de vecindad. Sentía la mugre de las sábanas y el blando ronronear de los tornos. Escribía palabrotas en las máquinas de escribir, entre los dedos de las mecanógrafas, y revolvía las etiquetas de los almacenes. En su interior efervescía como una gaseosa en dulces jarabes abrileños de fresa, de zarzaparrilla, de chocolate, de cereza, de vainilla, goteando espuma en el aire tenue, azul como gasolina. Cayó, presa de náuseas, desde el piso cuarenta y cuatro, y se estrelló. ¿Y si comprara un revólver para matar a Ellie, satisfaría yo las exigencias de abril escribiendo en capilla un poema a mi madre que se publicaría en el Evening Graphic?

Se contrajo hasta quedar del tamaño de un grano de polvo, buscando su camino por entre riscos y pedregones por el rugiente arroyo, saltando pajas, bordeando lagos de aceite motor…

   

... Su lengua mordida por el gin saboreaba con fruición las tortas de harina. Jimmy Herf estaba sentado en Child’s, en medio de un público escandalosamente borracho. Ojos, labios, trajes de noche, el olor a tocino y a café, palpitaban borrosamente a su alrededor. Comió las tortas trabajosamente y pidió otro café. Se sentía mejor. Había tenido miedo de ponerse enfermo. Se puso a leer el periódico. Los caracteres de imprenta nadaban y se desparramaban como flores japonesas. Después se volvieron otra vez netos, ordenados, extendiéndose como una pasta suave, blanca y negra, sobre su cerebro ordenado, negro y blanco:

La juventud descarriada ha dejado oír otra vez su trágico tañido entre los alegres oropeles de Coney Island, recién pintada para la nueva temporada, cuando la policía secreta arrestó a Dutch Robertson y a su compañera, llamada «la mujer apache». La pareja está acusada de haber cometido más de veinte atracos en Brooklyn y en Queens. La policía les había seguido la pista varios días. Habían alquilado un pisito en el número 7356 de Seacrof Avenue. La primera sospecha nació cuando la muchacha, próxima a ser madre, fue llevada en una ambulancia al Hospital Presbiteriano de Carnasie. El personal del establecimiento se extrañaba de que el dinero de Robertson fuera al parecer inagotable. La muchacha tenía un cuarto particular; recibía flores y frutas caras, y a petición de su amigo, un doctor muy conocido fue llamado a consulta. Cuando llegó el momento de inscribir al chico, el joven confesó al médico que no estaban casados. Uno de los subalternos del hospital, notando que la recién parida correspondía a la descripción de la mujer apache publicada por el Evening Times, telefoneó a la policía. Agentes de la secreta siguieron la pista a la pareja durante varios días después de volver ellos al piso de Seacrof Avenue, y esta tarde los detuvieron. El arresto de la mujer apache…

 

Un bizcocho caliente aterrizó en el periódico de Herf. Él dio un respingo. En la mesa contigua una muchacha judía de ojos negros, les hacía una mueca. Saludó y se quitó un sombrero imaginario… ¡Gracias, encantadora ninfa! —dijo llevándose el bizcocho a la boca…

   

Del   Capítulo V (último).   La carga de Nínive

NewYorkVista

Rojo crepúsculo que perfora la niebla del Gulf Stream. Vibrante garganta de cobre que brama por las calles de dedos ateridos. Atisbadores ojos vidriados de los rascacielos. Salpicaduras de minio sobre los férreos muslos de los cinco puentes. Irritantes maullidos de remolcadores coléricos bajo los árboles de humo que vacilan en el puerto.

 La primavera que frunce nuestros labios, la primavera que nos pone carne de gallina, que surge gigantesca del zumbar de las sirenas, se estrella con pavoroso estrépito contra el tráfico detenido, entre helados bloques de casas, que miran atentamente de puntillas.

   

El viejo de la gorra a cuadros está sentado en la escalinata de piedra con la cabeza entre las manos. La gente desfila sin cesar por delante de él. Bajan la calle, camino de los teatros, con los resplandores de Broadway a las espaldas. El viejo solloza a través de sus dedos en un acre vaho de ginebra. De cuando en cuando levanta la cabeza y grita con voz ronca: «No puedo, ¿no ven ustedes que no puedo?». La voz es inhumana como el crujido de un tablón que se raja. Los pasos se aceleran. Personas de mediana edad vuelven la cara. Dos muchachas ríen chillonamente al verle. Unos granujas, dándose con el codo, le atisban entre la multitud negruzca: «El golfaina de Hootch».

Buena le espera cuando el guardia de la esquina pase por aquí. «Alcohol de prohibición». El viejo levanta su cara húmeda, y mira, como pasmado, con los ojos enrojecidos, sin vida. Los transeúntes retroceden, pisan a los que vienen detrás. Como un tablón que se raja, la voz cruje: «Ya ven ustedes que no puedo…, no puedo…, no puedo»

Cuando Alice Sheffield se vio arrastrada por el raudal de mujeres que franqueaban las puertas de Lord & Taylor’s, cuando se sintió envuelta por el olor a tejidos, algo saltó como un muelle en su cabeza. Primero fue al mostrador de guantes. La vendedora era muy joven y tenía largas pestañas y una sonrisa preciosa. Hablaron de la ondulación permanente mientras Alice se probaba unos guantes de cabritilla gris y de cabritilla blanca, con una pequeña franja en forma de guantelete. Antes de probárselos, la vendedora empolvaba vivamente el interior de cada guante con una polvera de cuello largo. Alice encargó seis pares…

...

También, de este libro, acceder a:

 El Final: ManhattanTransfer

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