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Fragmentos de libros. EL TÚNEL de Ernesto Sábato Fragmentos II

Acceso/Volver a los FRAGMENTOS I de este libro: HaciaArriba
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… Me había pasado ya algo horrendo en otra oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos que en aquella me habían parecido admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.

PorFinLaViQuizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera de Picasso.

Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto que sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir con él:

- ¿A dónde?.

- A un cóctel de la Sociedad —respondió.

APdeBA- ¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.

Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad.

    - La Sociedad Psicoanalítica, hombre -respondió mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: «¿qué otra chifladura le está empezando a este tipo?»

     Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso presidido por un doctor Bernard o Bertrand. Con la convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa despectiva.

     - Son unos charlatanes –comentó-. La única sociedad psicoanalítica reconocida internacionalmente es la nuestra.

    Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés. La miré por cortesía.

   - No sé inglés -expliqué.

   - Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de psicoanálisis en la Argentina. Puse cara de admiración y profundo respeto.

   Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir. Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba.

   Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.

   Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.

   LosCriticosSin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?

    

Capítulo XI

    Pasé una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y ahora daré la primera
Avenida-Corrientesprueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré.

   Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entré en el café Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente va allí a oír tangos, pero a oírlos como un creyente en Dios oye La pasión según San Mateo.

    

Del capítulo XXII

   … Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una gran emoción.

   Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo, pero también había montones de libros encima de dos mesitas y hasta de un sillón. Me llamó la atención el tamaño excesivo de muchos volúmenes.

   Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la impresión de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me di vuelta y vi a un hombre en el extremo opuesto de la salita: era alto, flaco, tenía una hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde yo estaba, pero en general, sin precisión. A pesar de que tenía los ojos abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me expliqué el tamaño anormal de los libros.

   -   ¿Usted es Castel, no?  - me dijo con cordialidad, extendiéndome la mano.

   -   Sí, señor Iribarne - respondí, entregándole mi mano con perplejidad, mientras pensaba qué clase de vinculación familiar podía haber entre María y él.

   Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento, sonrió con una ligera expresión de ironía y agregó:

   -   No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende, marido de María. Acostumbrado a valorizar y quizá a interpretar los silencios, añadió inmediatamente: 

   -  María usa siempre su apellido de soltera. Yo estaba como una estatua. -María me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé ciego hace pocos años, todavía puedo imaginar bastante bien las cosas.

   Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabía qué decir. ¡Cómo ansiaba estar solo, en la calle, para pensar en todo!

   Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó.

  - Acá está la carta -dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario.

  YotambienPiensoEnUsted Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó, como si hubiera visto mi actitud: - Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser nada urgente.

Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un cigarrillo, después de haberme ofrecido uno. Saqué la carta; decía una sola frase:

Yo también pienso en usted.

MARÍA

Cuando el ciego oyó doblar el papel, preguntó:

- Nada urgente, supongo.

Hice un gran esfuerzo y respondí:

- No, nada urgente.

    

Del capítulo XIV

   … Como decía, pasé unos días muy agitados y mil veces volvieron a mi cabeza las ideas oscuras que me atormentaban después de la visita a la calle Posadas. Tuve este sueño: visitaba de noche una vieja casa solitaria. Era una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada por mí desde la infancia, de manera que al entrar en ella me guiaban algunos recuerdos. Pero a veces me encontraba perdido en la oscuridad o tenía la impresión de enemigos escondidos que podían asaltarme por detrás o de gentes que cuchicheaban y se burlaban de mí, de mi ingenuidad. ¿Quiénes eran esas gentes y qué querían? Y sin embargo, y a pesar de todo, sentía que en esa casa renacían en mí los antiguos amores de la adolescencia, con los mismos temblores y esa sensación de suave locura, de temor y de alegría. Cuando me desperté, comprendí que la casa del sueño era María.

    

Del capítulo XIV

   En los días que precedieron a la llegada de su carta, mi pensamiento era como un explorador perdido en un paisaje neblinoso: acá y allá, con gran esfuerzo, lograba vislumbrar vagas siluetas de hombres y cosas, indecisos perfiles de peligros y abismos. La llegada de la carta fue como la salida del sol.

SolNegroPero este sol era un sol negro, un sol nocturno. No sé si se puede decir esto, pero aunque no soy escritor y aunque no estoy seguro de mi precisión, no retiraría la palabra nocturno; esta palabra era, quizá, la más apropiada para María, entre todas las que forman nuestro imperfecto lenguaje.

   Esta es la carta que me envió:

  He pasado tres días extraños: el mar, la playa, los caminos me fueron trayendo recuerdos de otros tiempos. No sólo imágenes: también voces, gritos y largos silencios de otros días. Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos; ahora mismo, aquí frente al mar, sé que estay preparando recuerdos minuciosos, que alguna vez me traerán la melancolía y la desesperanza. El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar. ¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo? Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo. Mis ojos encuentran tus ojos. Estás quieto y un poco desconsolado, me miras como pidiendo ayuda.

MARÍA

   …

   … ¡Ah, y sin embargo te maté! ¡Y he sido yo quien te ha matado, yo, que veía como a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel!

    

Del capítulo XXI

   … En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean.

   CafeEsa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de mi borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo y de los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle. Caminé por Viamonte y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y lloré. El agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para qué sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.

   La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperación que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.

    

Del capítulo XXII

  Pajaro… Empezó por los pies: vi cómo se convenían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Mi única esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba que me veían como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no agravar la situación irritando al mago con una reacción demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía peor), comencé a contar todo a gritos. Entonces observé dos hechos asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y extraño, quizá por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor asombro. Me callé, espantado. El dueño de casa me miró entonces con un sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie, nunca, sabría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdido para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.

    

Del capítulo XXVI

  … Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo pensaba: «Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto» y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a un hombre no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento...

   

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