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Fragmentos de libros. EL AMERICANO IMPASIBLE de Graham Greene Fragmentos II:

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... Entre ellas existía la superstición de que un amante que fumaba opio siempre vuelve, aun de Francia. El opio puede dañar la capacidad sexual del hombre, pero ellas prefieren un amante fiel a uno potente. Fuong amasaba ahora la bolita de pasta caliente sobre el borde convexo del recipiente; ya podía olerse el opio. No hay olor como ése. Junto a la cama, el despertador señalaba las doce y veinte, pero mi inquietud empezaba a disiparse. Pyle disminuía de importancia. La lámpara daba en la cara de Fuong, que maniobraba la larga Opiumpipa, inclinada sobre ella con la atención seria que suele dedicarse a los niños. Me gustaba mucho mi pipa: más de medio metro de bambú recto, con marfil en cada extremo. Más o menos a los dos tercios de su longitud estaba el recipiente, como una campanilla invertida, con el borde convexo pulido y oscurecido por el roce frecuente del opio. Con un giro de la muñeca, Fuong hundió la aguja en la diminuta cavidad, soltó el opio e invirtió el recipiente sobre la llama, sosteniéndome la pipa con firmeza. La bolita de opio burbujeaba suave y uniformemente, mientras yo inhalaba el humo.

El fumador práctico puede agotar una pipa entera, con una sola aspiración, pero yo siempre tenía que aspirar varias veces. Luego me recosté, con el cuello sobre la almohada de cuero, mientras Fuong me preparaba la segunda pipa...

  _  

… - ¿Está en la morgue? - pregunté a Vigot.

- ¿Cómo sabe que está muerto?

Era una absurda pregunta de policía, indigna del hombre que leía a Pascal, indigna de ese hombre que amaba tan extrañamente a su mujer. No se puede amar sin intuición.

- Soy inocente

TheQuietAmerican2Y me dije mentalmente que era cierto. ¿Acaso Pyle no había sido siempre independiente? Traté de encontrar en mí algún sentimiento, hasta un poco de resentimiento ante la sospecha del policía, pero no encontré nada. Nadie, salvo Pyle, era responsable. ¿Acaso no es mejor estar muerto?, razonaba dentro de mí el opio. Pero miré con cautela a Fuong, porque ella sí era una desgracia. Seguramente lo amaba, a su manera; ¿acaso no me había querido a mí y acaso no me había dejado por Pyle? Se había entregado a la juventud y la esperanza y la seriedad, y ahora resultaba que eran menos sólidas que la vejez y la desesperación. Nos miraba a ambos; pensé que todavía no había comprendido. Quizá fuera mejor sacarla de allí, antes de que se diera cuenta de lo sucedido. Yo estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta que me hicieran, si así podía poner fin a la entrevista rápidamente y sin mayores aclaraciones; luego se lo diría, más tarde, a solas, lejos de la mirada del policía y las sillas duras de oficina y la lamparita desnuda donde giraban las maripositas.

- ¿Qué horas le interesan? -  pregunté.

- Entre las seis y las diez…

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Del capítulo II

…  - Los franceses controlan las carreteras hasta las siete de la tarde; después de esa hora, controlan solamente las torres vigías y las ciudades, por lo menos en parte. Eso no quiere decir que uno esté a salvo, si no, no habría esas rejas de hierro delante de los restaurantes.

Cuántas veces ya había explicado lo mismo. Era como un disco que siempre volvía a ponerme para información de los recién llegados, el parlamentario inglés de visita, el nuevo ministro británico. A veces me despertaba de noche, diciendo: «Consideremos, por ejemplo, el caso de los caodaístas». O de los Joa Jaos o de los Binj Xuyen, todos esos ejércitos privados que vendían sus servicios por dinero o por venganza. Los forasteros los encontraban pintorescos, pero no hay nada pintoresco en la traición y la desconfianza.

- Y ahora - dije-  tenemos al general Thé. Era el jefe del estado mayor de los caodaístas, pero se ha refugiado en las montañas para luchar contra ambos bandos, los franceses y los comunistas…

- York - dijo Pyle-  escribió que lo que Asia necesitaba era una Tercera Fuerza.

RueCatinatSaigón2Quizá yo hubiera debido advertir ese brillo fanático, esa rápida respuesta a una frase cualquiera, el mágico sonido de las cifras. Quinta Columna, Tercera Fuerza, Séptimo Día. Tal vez nos hubiera evitado a todos muchos inconvenientes, y también a Pyle, si hubiera comprendido en qué dirección funcionaba ese infatigable cerebro juvenil. Pero lo dejé con ese bosquejo árido de la situación, y me alejé para dar mi paseo diario a lo largo de la rue Catinat. Tendría que aprender por su cuenta cuál era el verdadero ambiente, que se apodera de uno como un olor: el oro de los arrozales bajo un sol chato y tardío; las frágiles pértigas de los balancines de los pescadores, que fluctúan sobre los campos como mosquitos; las tazas de té en la plataforma del viejo sacerdote, con su cama y sus calendarios comerciales, sus baldes y sus tazas rotas y los residuos de una vida entera reunidos como una resaca junto a su silla; los sombreros como moluscos de las muchachas que reparan un camino donde ha estallado una mina; el oro y el verde joven de los vestidos del Sur, y en el Norte los pardos oscuros y las ropas negras y el círculo de montañas enemigas y el zumbido de los aviones. Apenas llegado, yo contaba los días de mi comisión como un escolar que marca en el calendario los días de colegio que le faltan; creía estar atado a lo que quedaba de Bloomsbury Square y al ómnibus 73 que pasaba delante de Euston y a la primavera en la cervecería de Torrington Place. Ahora estarían floreciendo los bulbos en el jardín de la plaza, y no me importaba un comino. Ahora necesitaba el día punteado por esos estallidos repentinos que podían ser el escape de un coche o podían ser granadas; ahora necesitaba conservar la visión de esas siluetas con pantalones de seda que atravesaban con gracia el mediodía húmedo; ahora necesitaba a Fuong; y mi verdadero país se había desplazado unos trece mil kilómetros sobre la tierra…

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Del capítulo III

MapaGuerraIndochina2... Mientras nos llevaban pedaleando por la larga carretera suburbana hacia la ciudad china, pasó junto a nosotros una hilera de tanques franceses, cada uno con su arma prominente y su silencioso oficial inmóvil como un mascarón de proa bajo las estrellas y el cielo negro, terso y cóncavo; algún disturbio, otra vez, probablemente con alguno de esos ejércitos privados, los Binj Xuyen, por ejemplo, que poseían el Grand Monde y las salas de juego de Cholón. Era un país de barones rebeldes, como Europa en la Edad Media. Pero ¿qué estaban haciendo aquí los americanos? Colón todavía no había descubierto su tierra.

- Me gusta ese hombre Pyle - le dije a Fuong.

- Es impasible - respondió ella.

Y ese adjetivo, que ella fue la primera en usar, se le pegó como el sobrenombre de un escolar, hasta que, finalmente, se lo oí emplear al mismo Vigot, sentado bajo su visera verde, cuando me dijo que Pyle había muerto…

  _  

Deseé no haber oído nunca el rumor sobre Fat Diem, o que ese rumor se hubiera referido a cualquier otra ciudad, y no al único lugar del Norte donde mi amistad con un oficial naval francés podía permitirme entrar sin censura ni control. ¿Una primicia periodística? No en esos tiempos, cuando lo que todos querían eran noticias de Corea. ¿Una oportunidad de morir? ¿Y por qué podía desear la muerte, ahora que Fuong dormía a mi lado todas las noches? Pero sabía muy bien la respuesta a esa pregunta. Desde la infancia, jamás creí en la permanencia, y, sin embargo, la anhelaba. Siempre temí perder la felicidad. Un mes después, un año después, Fuong me dejaría. Si no era un año, sería dos o tres años después. La muerte es el único valor absoluto en el mundo. Basta perder la vida para no perder nunca más nada. Envidiaba a los que podían creer en Dios, y desconfiaba de ellos. Me parecía que trataban de mantener su valor con una fábula sobre lo inmutable y lo permanente. La muerte era mucho más cierta que Dios, y con la muerte ya no existiría la posibilidad diaria de que el amor muriera. Se disiparía la pesadilla de un porvenir de tedio e indiferencia. Nunca hubiera podido ser pacifista. Matar un hombre me parecía concederle con seguridad un beneficio inconmensurable. Oh, sí, la gente amaba siempre, en todas partes, a sus enemigos. Solamente preservaban a sus amigos, los preservaban para el dolor y la vaciedad.

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Del capítulo IV

horst-faasEl canal estaba lleno de cadáveres: en el recuerdo lo veo como un guiso de carne, pero con demasiada carne. Los cuerpos se mezclaban unos sobre otros: una cabeza, de un gris de foca, anónima como un convicto de cráneo rapado, emergía erguida fuera del agua como una boya. No se veían rastros de sangre: supongo que ya hacía días que el agua se la había llevado toda. No sé cuántos podían ser; seguramente los habían encerrado en un fuego cruzado cuando trataban de volver, y supongo que cada uno de nosotros, junto al canal, pensaba: «Si lo hacen ellos, también podemos hacerlo nosotros». También yo desvié la mirada; no queríamos recordar qué poco importábamos, qué rápida, sencilla y anónimamente llegaba la muerte. Aun cuando mi razón anhelaba el estado de la muerte, yo temía el acto en sí como una virgen. Me hubiera gustado verla llegar con un aviso previo, para poder prepararme. ¿Para qué? No sé, ni tampoco sé cómo, a menos que fuera mirando en tomo para ver qué poca cosa era lo que abandonaba.

El teniente estaba sentado junto al hombre del teléfono, y observaba fijamente el suelo entre sus pies. El instrumento empezó a crepitar instrucciones; con un suspiro, como si lo despertaran de un sueño, el teniente se levantó. En todos sus movimientos había una extraña camaradería, como de compañeros abocados a una tarea que ya habían ejecutado juntos infinitas veces. Nadie esperaba que le dijeran lo que debía hacer. Dos hombres se dirigieron hacia el tablón y trataron de cruzarlo, pero el peso de las armas les hacía perder el equilibrio; tuvieron que sentarse a caballo sobre la tabla y avanzar poco a poco. Otro hombre había encontrado una balsa escondida entre unas matas, aguas abajo, y la había traído hasta donde estaba el teniente. Subimos seis a la balsa, y el teniente empezó a empujarla con un palo hacia la otra orilla, pero encallamos sobre un banco de cadáveres, y allí nos quedamos. El hombre hizo fuerza con el palo, hundiéndolo en esa arcilla humana; un cadáver se soltó y flotó tan largo como era junto a la embarcación, como un bañista que flota al sol. Nos liberamos, y una vez en la otra orilla saltamos fuera como pudimos, sin mirar hacia atrás. No habían disparado ningún tiro; estábamos vivos; la muerte se había retirado, tal vez, hasta el otro canal. Oí que alguien, detrás, decía con gran seriedad:

- Gott sei dank.         [gracias a Dios –N.T.-]

Exceptuando al teniente, casi todos ellos eran alemanes

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No conocí jamás a un hombre que tuviera mejores intenciones en todos los desastres que causó. Agregó:

- No creo que usted comprenda bien a Fuong.

TheQuietAmerican2002Y al despertarme esa mañana, meses después, al lado de Fuong, pensé: «¿Y tú la comprendías? ¿Habrías previsto esta situación? ¿Fuong felizmente dormida a mi lado, y tú muerto?». El tiempo tiene sus venganzas, pero las venganzas tantas veces resultan rancias. ¿No haríamos mucho mejor todos nosotros si no tratáramos de comprender, si aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá jamás a otro, ni una mujer a su marido, ni un amante a su amante, ni un padre a su hijo? Quizá por eso los hombres inventaron a Dios: un ser capaz de comprender. Quizá, si quisiera ser comprendido o comprender, me atontaría hasta tener una religión; pero soy un reportero, y Dios sólo existe para los que escriben editoriales.

- ¿Está seguro de que haya tanto que comprender? -le pregunté…

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Del capítulo V

El intérprete traducía:

RioRojo- El coronel dice que el enemigo ha sufrido una severa derrota e importantes pérdidas, el equivalente de un batallón completo. Los últimos destacamentos se encuentran ahora cruzando otra vez el río Rojo en balsas improvisadas, bajo el bombardeo continuo de la fuerza aérea.

El coronel se pasó la mano por el elegante pelo amarillo, y blandiendo un puntero recorrió los largos mapas murales con pasos casi de baile. Un corresponsal norteamericano preguntó:

- ¿Cuántas son las bajas francesas?

El coronel conocía perfectamente el sentido de esta pregunta; de costumbre se la formulaban a esta altura de la conferencia. Pero se detuvo, con el puntero en alto y una sonrisa amable, como un maestro simpático, hasta que se la tradujeron. Luego contestó con paciente ambigüedad.

- El coronel dice que nuestras pérdidas no han sido considerables. Todavía no se conoce el número exacto.

Ésta era siempre la señal de comienzo de las escaramuzas. Parecía, sin embargo, lógico pensar que el coronel encontraría alguna fórmula para aplacar a esa clase rebelde, o que el director del colegio nombraría a otro miembro de su personal más eficaz en la conservación del orden.

- ¿El coronel pretende seriamente - preguntó Granger-  decirnos que ha tenido tiempo de contar las bajas del enemigo y no las propias?

Pacientemente el coronel tejió su telaraña de excusas, sabiendo perfectamente que una nueva pregunta la destruiría. Los corresponsales franceses seguían en lúgubre silencio. Si los norteamericanos acicateaban al coronel hasta obligarlo a reconocer la verdad, no dejarían de aprovecharla rápidamente; pero no querían colaborar en esa tarea de apretar las clavijas a sus compatriotas.

- El coronel dice que las fuerzas del enemigo han sido rodeadas. Es posible contar los muertos del otro lado de la línea de fuego, pero que mientras la batalla continúe ustedes no pueden esperar que las fuerzas francesas en pleno avance manden la cifra exacta de sus bajas.

- No se trata de lo que nosotros esperamos - dijo Granger, se trata de lo que sabe o no sabe el État-major. Seriamente, ¿pretende decirnos que los pelotones no informan sobre el número de bajas, por teléfono, a medida que éstas se producen?

Ho-Chi-MinhLa calma del coronel empezaba a dar muestras de ajarse. Pensé: si por lo menos nos hubiera visto el juego de entrada y nos hubiera dicho con firmeza que sabía el número de bajas, pero que no lo diría. Después de todo era su guerra, no la nuestra. No poseíamos un derecho divino a la información. No teníamos que luchar con los diputados de la izquierda en París, además de las tropas de Ho Chi Minh entre el río Rojo y el río Negro. No éramos nosotros los que nos moríamos.

De pronto el coronel espetó la información de que las bajas francesas representaban un tercio de las bajas del enemigo, y luego nos volvió las espaldas, para contemplar furiosamente su mapa. Esos muertos eran sus soldados, sus oficiales y sus compañeros de Saint Cyr; no eran simples números como para Granger. Éste dijo:

- Ahora por lo menos pisamos sobre seguro.

Y miró en torno, con un aire imbécil de triunfo, a sus colegas. Los franceses, con las cabezas gachas, apuntaban sus sombrías notas

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PARTE SEGUNDA

Del capítulo I

… Pyle dijo con vaguedad:

- Oh, te diré, queremos poner en pie algunas de estas industrias locales, y tenemos que tener cuidado con los franceses. Ellos quieren que compren todo en 

- No se les puede reprochar. Una guerra requiere dinero.

- ¿Te gustan los perros?

- No.

- Yo creía que los ingleses adoraban los perros.

- Nosotros creemos que los norteamericanos adoran los dólares, pero supongo que habrá excepciones.

- Yo no sé qué haría sin Duke. Te diré, a veces me siento tan solo…

- Tienes muchos compañeros en la Misión.

le-prince-noir- El primer perro que tuve se llamaba Príncipe. Lo llamé así en honor del Príncipe Negro. ¿Recuerdas?, ese que…

 - Mató a todas las mujeres y niños de Limoges.

- No recuerdo ese detalle.

- Los libros de historia lo pasan por alto.

Muchas veces volvería a ver ese gesto de dolor y desilusión que pasaba por sus ojos y por su boca cuando la realidad no coincidía con las ideas románticas que tanto le gustaban, o cuando alguien a quien él admiraba o quería descendía por debajo de las normas imposibles que él mismo establecía. Una vez, recuerdo, advertí en York Harding un grosero error de hecho, y tuve que consolarlo:

- Errar es humano.

Se había reído nerviosamente, diciendo:

- Pensarás que soy un estúpido, pero…, bueno, lo consideraba casi infalible. A mi padre le gustó mucho la única vez que se encontraron, y mi padre es sumamente difícil de contentar.

El vasto perro negro llamado Duke, después de jadear lo suficiente como para establecer una especie de derecho de propiedad sobre el aire, empezó a curiosear por el cuarto.

- ¿No podrías pedirle a tu perro que se quede un poco quieto? -le dije.

- ¡Oh, perdón! Duke. ¡Duke! Acuéstate, Duke.

Duke se acostó y empezó a lamerse ruidosamente los órganos genitales. Me levanté para llenar los vasos y conseguí al pasar interrumpir la toilette de Duke. La calma duró muy poco; empezó a rascarse.

- Duke es terriblemente inteligente -dijo Pyle.

- ¿Qué fue de Príncipe?

- Estábamos en la chacra de Connecticut y lo pisó un camión.

- ¿Lo sentiste mucho?

- ¡Oh, sí, mucho! Yo lo quería enormemente, pero hay que ser razonable. Una vez que se fue, nada ni nadie podía devolvérmelo.

- ¿Y si pierdes a Fuong serás también razonable?

- ¡Oh, sí, así lo espero! ¿Y tú?

- Lo dudo. Hasta podría enloquecerme y matar. ¿Has pensado en esa posibilidad, Pyle?

- Preferiría que me llamaras Alden, Thomas.

- Yo no. Pyle me trae… asociaciones de ideas. ¿Has pensado en esa posibilidad que te mencioné?...

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Del capítulo II

Y me fui hacia la catedral. Allí por lo menos haría relativamente fresco.

San Víctor Hugo, con el uniforme de la Academia Francesa y una aureola alrededor del tricornio, señalaba algún noble pensamiento que Sun Yat Sen escribía en una tableta; entré en la nave. No había donde sentarse, salvo el sillón papal, alrededor del cual se enroscaba una cobra de bronce; el piso de mármol brillaba como agua, y no había vidrio en las ventanas; hacemos jaulas para el aire, con agujeros, pensé, y del mismo modo el hombre hace jaulas para su religión… con dudas abiertas a la intemperie y credos que dan a numerosas interpretaciones. Mi mujer había encontrado su jaula con agujeros, y a veces yo la envidiaba. Existe un conflicto entre el sol y el aire: yo vivía demasiado al sol.

SanVictorHugo

SunYatSen

Recorrí la larga nave vacía; no era ésta la Indochina que yo amaba. Los dragones con cabezas de león se trepaban al pulpito; en el techo. Cristo exhibía su corazón sangrante. Buda estaba sentado, como siempre está sentado, con el regazo vacío; la barba de Confucio pendía magramente, como una cascada en época de sequía. Todo esto era representación teatral; el gran globo terráqueo sobre el altar era ambición; la canasta con la tapa móvil, de donde el papa extraía sus profecías, era una trampa. Si esta catedral hubiera existido durante cinco siglos en vez de dos décadas, ¿habría llegado a acumular alguna especie de convicción con el desgaste de los pies humanos y la erosión de la intemperie? Una persona capaz de convicción, como mi mujer, ¿habría podido encontrar aquí una fe que no podía encontrar en los seres humanos? Y si yo deseara realmente hallar la fe, ¿podría hallarla en su iglesia de estilo normando? Pero yo nunca había deseado la fe. El trabajo de un reportero consiste en exponer y registrar. Nunca, en toda mi carrera, había descubierto lo inexplicable. El papa preparaba sus profecías con un lápiz sobre una tapa móvil, y la gente creía. En toda visión siempre se puede encontrar la artimaña oculta en alguna parte. En mi repertorio de recuerdos no figuraban ni visiones ni milagros.

Recorrí la memoria al azar, como las figuras de un álbum: un zorro que había visto la luz de un cohete enemigo lanzado sobre Orpington, un zorro que se arrastraba subrepticiamente junto a un corral de aves, lejos de su cueva rojiza en los matorrales marginales del bosque; el cuerpo de un malayo muerto a bayonetazos, traído sobre un camión por una patrulla de gurkhas en un campamento minero de Pahang, y los obreros chinos que lo contemplaban y lanzaban risitas histéricas, mientras un compatriota, un malayo, colocaba un almohadón bajo la cabeza muerta; una paloma sobre una chimenea, a punto de volar, en un dormitorio del hotel; la cara de mi mujer en la ventana, cuando volví a casa para despedirme de ella por última vez. Mis pensamientos empezaban y terminaban con ella. Ya haría una semana que había recibido mi carta, y el telegrama que esperaba no llegaba. Pero dicen que si el jurado permanece demasiado tiempo deliberando, siempre hay esperanzas para el preso. Si dentro de una semana no llegaba ninguna carta, ¿podría empezar a tener esperanzas? Por todas partes se oían los automóviles de los oficiales y de los diplomáticos que arrancaban; la fiesta había terminado, hasta dentro de un año. Empezaba el gran retorno tumultuoso a Saigón, y el toque de queda nos llamaba. Salí en busca de Pyle

  _  

… Yo me preguntaba si el centinela habría recogido la escalerilla, pero no: allí estaba; aunque por ella podía trepar un enemigo, era su única vía de escape. Comencé a subir.

He leído tantas veces descripciones de lo que piensa la gente en el momento del miedo: en Dios, en la familia, en una mujer. Admiro el dominio que tendrán de sí mismos. Yo no pensaba en nada, ni siquiera en la puerta de escotilla sobre mi cabeza; durante esos segundos dejé de existir: era puro miedo. Al llegar al extremo de la escalerita me golpeé la cabeza, porque el miedo no puede contar escalones, ni oír ni ver. Luego, mi cabeza emergió por sobre el piso de tierra, y nadie disparó un tiro, y el miedo se disipó poco a poco...

  _  

3

En el suelo ardía una lamparita de queroseno; dos hombres me contemplaban acurrucados contra una pared. Uno tenía una ametralladora y el otro un rifle, aunque estaban tan asustados como yo momentos antes. Parecían colegiales, pero entre los vietnamitas la edad cae de pronto, como el sol; de pronto son muchachos, y un día después son viejos. Agradecí que el color de mi piel y la forma de mis ojos fuera un pasaporte; ya no me matarían, ni siquiera de miedo

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… - Un cigarrillo.

- No fumo, si no es opio. Dale uno a los centinelas. Nos conviene tenerlos de nuestro lado.

Pyle se levantó, les encendió un cigarrillo a cada uno y volvió. Le dije:

- Ojalá los cigarrillos tuvieran un sentido simbólico, como la sal.

- ¿No confías en ellos?

CampoDeArroz- Ningún oficial francés -contesté- se animaría a pasar la noche solo, con dos centinelas asustados, en una de estas torres. Si hasta se ha visto a un pelotón entero entregar a sus oficiales. A veces los vietmineses tienen más éxito con un megáfono que con un bazoka. No es culpa de ellos. Tampoco ellos creen en nada. Tú, y los que son como tú, están tratando de hacer la guerra con la ayuda de gente que sencillamente no está interesada en esta guerra.

- No quieren saber nada del comunismo. -Quieren arroz -confesé-. No quieren que los maten. Quieren que todos los días se parezcan. No quieren ver nuestras caras blancas por todas partes, para hacerles creer que sean esto y aquello.

- Si cae la Indochina

- Ya conozco ese disco. Cae Siam. Cae Malaca. Cae la Indonesia. ¿Qué quiere decir «cae»? Si yo creyera en Dios y en otra vida, te apostaría mi futura arpa contra tu coronita de oro que dentro de quinientos años tal vez no existan ni Nueva York ni Londres, pero éstos seguirán plantando arroz en estos campos, seguirán llevando sus productos al mercado sobre esos palos largos, con esos sombreros puntiagudos en la cabeza. Los niñitos se sentarán sobre los búfalos. Me gustan los búfalos; a ellos no les gusta nuestro olor, el olor de europeo. Y recuerda que desde el punto de vista de un búfalo, también tú eres un europeo.

- Les obligarán a creer lo que les dicen, no les permitirán pensar por su cuenta.

- Pensar es un lujo. ¿Te crees que el campesino se sienta a pensar en Dios y en la democracia cuando regresa a su choza de barro por la noche?...

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DienBienPhu Tombé Dejé colgar las piernas por la escotilla, encontré la escalera y bajé. Es raro cómo tranquiliza la conversación, especialmente sobre temas abstractos; parece normalizar los más extraños ambientes. Yo ya no estaba asustado; era como si hubiera salido de un cuarto y tuviera que volver a él para reanudar la discusión; la torre vigía era la rue Catinat, el bar del Majestic, hasta podía ser una habitación de Gordon Square.

Esperé un minuto al salir de la torre para recobrar la visión. Se veían las estrellas, pero no la luna. La luz de la luna me recuerda la morgue y el resplandor frío de una lamparita desnuda sobre la tabla de mármol, pero la luz de las estrellas está viva y nunca inmóvil, es casi como si alguien, en esos vastos espacios, tratara de comunicarnos un mensaje de buena voluntad, porque hasta los nombres de las estrellas son amigos. Venus es cualquier mujer que amamos, las Osas son los ositos de la infancia, y supongo que la Cruz del Sur, para aquellos que como mi mujer tienen fe, puede ser un himno favorito o una plegaria junto a la cama. En cierto momento me estremecí, como se había estremecido Pyle. Pero la noche era bastante cálida, sólo que esa extensión de aguas poco profundas a cada lado daba una especie de matiz helado al calor. Me dirigí hacia el coche, y durante un instante, en medio del camino, creía que ya no estaba. Eso me intranquilizó, hasta que recordé que se había quedado a unos treinta metros de distancia. Sin querer, caminaba con los hombros encogidos; de ese modo me sentía tal vez menos visible…

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Del capítulo III

… Me sentía físicamente mal. Hacía mucho tiempo que no recibía una carta de mi mujer. La había obligado a escribir, y ahora sentía en cada línea su sufrimiento. Su dolor chocaba contra mi dolor; reiniciábamos la vieja rutina de herirnos mutuamente. Si fuera posible amar sin herir…; la fidelidad no basta: yo había sido fiel a Anne y, sin embargo, la había herido. La herida ya está en el acto de la posesión; somos demasiado mezquinos de mente y de cuerpo para poseer a otra persona sin orgullo, o para ser poseídos sin humillación. En cierto modo me alegraba que mi mujer volviera a lanzarme sus dardos; demasiado tiempo había olvidado su dolor, y ésta era la única clase de recompensa que yo podía ofrecerle. Desdichadamente, los inocentes siempre están implicados en todo conflicto. Siempre, en todas partes, hay una voz que llora en una torre.

Fuong encendió la lámpara de opio.

- ¿Te dejará casarte conmigo?

- Todavía no lo sé.

- ¿No te lo dice?

- Si lo dice, lo dice muy lentamente.

Pensé: «Tanto te enorgulleces de ser dégagé, de ser un reportero y no un editorialista, y qué desastres provocas detrás de los bastidores. El otro tipo de guerra es más inocente que éste. Un mortero causa menos daño»...

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… Yo estimaba mucho a Domínguez; así como otros llevan el orgullo como una enfermedad de la piel, en la superficie, sensible al menor toque, el suyo se mantenía profundamente oculto y reducido a la mínima expresión, a mi entender, que puede alcanzar en un ser humano. Lo único que uno encontraba, en el contacto diario con él, era amabilidad y humildad y un amor absoluto por la verdad; hubiera sido necesario casarse con él para descubrirle el orgullo. Quizá la veracidad y la humildad vayan juntas; tantas mentiras provienen de nuestro orgullo: en mi profesión, el orgullo del reportero, el deseo de presentar una noticia más interesante que la de los demás. Domínguez me ayudaba a no preocuparme por esas cosas, a resistir esos telegramas de Inglaterra donde me preguntaban por qué no había mandado el relato de Fulano o la noticia de Zutano, que yo sabía falsos.

Ahora que Domínguez estaba enfermo, comprendí hasta qué punto dependía de él; hasta se ocupaba de verificar la cantidad de nafta que me quedaba en el tanque del automóvil; y, sin embargo, ni una sola vez, con una frase o con una mirada, se había entrometido en mi vida privada. Creo que era católico, pero no hubiera podido InteriorCuevasBatu-allan-jay-quesadademostrarlo; la suposición se basaba solamente en su nombre y en su lugar de origen; de su conversación no habría podido deducir si adoraba a Krishna o si efectuaba una peregrinación anual, envuelto en una armazón de alambres pinchudos, a las cuevas de Batú. Pero su enfermedad resultó ser una suerte para mí, al privarme de la rutina de mis preocupaciones domésticas. Era yo ahora el que debía asistir a las fatigosas conferencias de prensa y acercarme cojeando a mi mesa del Continental para charlar un rato con los colegas; pero era mucho menos diestro que él para distinguir la verdad de la mentira, de modo que poco a poco me acostumbré a visitarlo al anochecer para discutir las últimas novedades que había oído esa tarde. A veces lo encontraba con uno de sus amigos hindúes, sentado junto a su camita de hierro, en su cuarto de pensión, situado en una de las cortadas más míseras del bulevar Galliéni. De costumbre, Domínguez estaba sentado en la cama, erecto, con los pies metidos debajo del cuerpo, y uno tenía la impresión no de visitar a un enfermo, sino más bien de ser recibido por un raja o por un sacerdote. A veces, cuando tenía mucha fiebre, el sudor le corría por la cara, pero no perdía nunca la lucidez del pensamiento. Era como si su enfermedad siguiera su curso en el cuerpo de otra persona. La dueña de la pensión le dejaba siempre una jarra de jugo de limas junto a la cama, pero nunca lo vi beber; quizá le pareciera que beber implicaba reconocer que la sed era suya, que era su propio cuerpo el que sufría

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PARTE TERCERA

Del capítulo I

... El Escuadrón de Gascuña poseía solamente dos bombarderos pequeños B 26; los franceses los llamaban prostitutas, porque con sus alitas cortas no parecían tener medios visibles de sustentación. Me insertaron sobre un asientito de metal no más grande que un asiento de bicicleta, con las rodillas contra la espalda del piloto. Seguimos el río Rojo, aguas arriba, ascendiendo lentamente; a esa hora el río Rojo era realmente rojo. Como si uno retrocediera en el tiempo y lo viera con los ojos del viejo geógrafo que le puso nombre por primera vez, justamente a esa hora en el que el sol bajo lo cubría de orilla a orilla; luego, a tres mil metros, nos volvimos hacia el río Negro, realmente negro, lleno de sombras, porque la luz inclinada no llegaba hasta él, y el enorme paisaje majestuoso de gargantas y peñascos y selvas giró sobre sí mismo y se irguió debajo de nosotros. Se podía largar un escuadrón entero sobre esos campos grises y verdes, sin dejar más trazas que las que dejarían unas monedas en un campo sembrado. Lejos, delante de nosotros, volaba un avión, como un mosquito. Íbamos a reemplazarlo.

B26Giramos dos veces sobre la torre y la aldea rodeada de follaje, luego subimos en tirabuzón por el aire deslumbrante. El piloto, que se llamaba Trouin, se volvió hacia mí y me guiñó un ojo; sobre el comando se veían los botones que controlaban la ametralladora y la cámara de bombas; cuando nos colocamos en la posición adecuada para el primer picado, sentí que se me aflojaba algo en el vientre, la sensación que acompaña toda experiencia nueva: el primer baile, el primer banquete, el primer amor. Me sentí como en el gran trenecito japonés de la exposición de Wembley, cuando llegaba a la parte más alta del ascenso: no había manera de escapar, uno estaba como atrapado por su experimento. Tuve apenas tiempo de leer en la esfera la altura, 3000 metros, y nos lanzamos hacia abajo. Ahora todo era sensación, nada era visión. Me encontré apretado contra la parte trasera de la cabina, como si un peso enorme me oprimiera el pecho. No advertí en qué momento se soltaron las bombas; luego oí el repiqueteo de la ametralladora y la cabina se llenó de olor a cordita; el peso se separó de mi pecho, porque ya subíamos, y era el estómago el que se me iba, cayendo en espiral como un suicida hacia el suelo que acabábamos de abandonar. Durante cuarenta segundos Pyle no había existido; ni siquiera la soledad había existido. Mientras subíamos, en un gran arco, pude ver el humo que me hacía señas en la ventanilla lateral. Antes de iniciar el segundo picado, sentí miedo; miedo de la humillación, miedo de vomitar sobre la espalda del piloto, miedo de que mis pulmones envejecidos no soportaran la presión. Pero después de la décima bajada, sólo tenía conciencia de mi irritación; el proceso se había prolongado demasiado, ya era hora de volver a casa. Y nuevamente subimos casi verticalmente, fuera del alcance de la batería antiaérea, y nuevamente nos hacía señas el humo. La aldea estaba rodeada de montañas en todas direcciones. Cada vez teníamos que bajar por el mismo lugar, utilizar la misma quebrada. No había formada de variar el ataque. Cuando bajamos por decimocuarta vez, ahora que me había librado del miedo a la humillación, pensé: «No tienen más que colocar una batería antiaérea». Los cuarenta minutos de la operación me habían parecido interminables, pero mientras tanto me había librado de la incomodidad de mis pensamientos. El sol se ponía cuando volvíamos a casa; el momento del geógrafo ya había pasado, el río Negro ya no era negro, y el río Rojo era solamente dorado.

HalongBayVolvimos a bajar, alejándonos de la foresta retorcida y rajada, hacia el río, horizontalizándonos sobre los arrozales abandonados, lanzados como un proyectil hacia un pequeño sampán que pasaba por el río Amarillo. El cañón lanzó un solo tiro, y el sampán se deshizo en una lluvia de chispas; ni siquiera esperamos para ver cómo se debatían nuestras víctimas en su esfuerzo por sobrevivir; subimos y nos dirigimos al aeropuerto. Pensé nuevamente, como había pensado al ver a la criatura muerta en Fat Diem: «Aborrezco la guerra». Había habido algo tan escandaloso en esa elección repentina y fortuita de una víctima; pasábamos por casualidad, sólo se requirió un tiro, no había nadie para responder a nuestro ataque, y nos alejamos inmediatamente, agregando nuestra pequeña cuota a los muertos del mundo.

Me puse los auriculares porque el capitán Trouin quería hablarme. Dijo:

- Haremos un pequeño rodeo. La puesta del sol sobre las sierras calcáreas es espléndida. Tiene que verla.

Esto último, amablemente, como un dueño de casa que muestra la belleza de su propiedad; durante más de ciento cincuenta kilómetros perseguimos el ocaso a lo largo de la bahía de Along. La cara encasquestada de marciano miraba melancólicamente las arboledas doradas entre las grandes masas y arcos de piedra, porosa, y la herida del asesinado dejó de sangrar.

Su cara fea, que me había guiñado un ojo antes de bajar en picado, mostraba una especie de brutalidad profesional, como esas máscaras por donde los ojos de los niños nos miran a través de dos agujeros en el papel.

- Usted no puede comprender qué absurdo sería para nosotros. Usted no es uno de nosotros.

- Hay otras cosas en la vida que hacen un absurdo de los años.

FumaderoMe puso la mano sobre la rodilla, con un extraño ademán de protección, como si yo hubiera sido más joven que él.

- Llévesela al hotel -dijo-. Es mejor que una pipa.

- ¿Cómo sabe que vendría?

- Yo me he acostado con ella alguna vez, y el teniente Perrin también. Quinientas piastras.

- Muy caro.

- Supongo que iría por trescientas, pero considerando las circunstancias, uno no se toma el trabajo de regatear.

Su consejo no resultó bueno. El cuerpo de un hombre sólo puede realizar una cantidad limitada de actos, y el mío estaba congelado por el recuerdo. Lo que mis manos tocaban esa noche podía ser más hermoso que lo que tenían costumbre de tocar, pero no sólo la belleza nos aprisiona. Usaba el mismo perfume, y de pronto, en el momento crítico, el fantasma de lo que había perdido resultó ser más poderoso que el cuerpo tendido a mi disposición. Me separé de ella, me acosté de espaldas, y mi cuerpo se vació de todo deseo.

- Lo siento - dije, mintiendo- , no sé qué me pasa hoy.

Con gran dulzura e incomprensión, contestó:

- No te preocupes. A menudo ocurre. Es el opio.

- Sí - le dije- , es el opio.

Y ojalá hubiera sido cierto.

 ...

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