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Fragmentos de libros. EL PATO SALVAJE de Henrik Ibsen  FINAL II:

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Continúa Acto Quinto...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

...

GINA. Eso no. El abuelo no debe saber nada. Fue una suerte que no estuviera ayer. Se habría disgustado mucho.

EDUVIGIS. (Entra GREGORIO por la puerta de la escalera.) Sí, pero…

GREGORIO. ¿Qué, ya encontraron la huella del fugitivo?

GINA. Parece que está en casa de Relling.

GREGORIO. ¿En casa de Relling? ¿Es posible que ande con gente de esa categoría?

GINA. Por lo visto sí.

GREGORIO. ¡Con lo que necesita la soledad y el recogimiento!

IbsenPersonajesGINA. Ya lo ve (Entra RELLING por la puerta de la escalera)

EDUVIGIS. (Corre a su encuentro.) ¿Está con usted?

RELLING. Sí, por supuesto, está en casa.

EDUVIGIS. ¡Y no ha venido usted a decírnoslo!

RELLING. ¡Como que soy muy bruto! Y he tenido que ocuparme antes del bruto demoníaco, lo cual no es poco trabajo. Después me he quedado profundamente dormido.

GINA. ¿Cómo está Hialmar hoy?

RELLING. Silencioso.

EDUVIGIS. ¡Pero no habla!

RELLING. Ni una palabra.

GREGORIO. Sí, sí. Lo comprendo.

GINA. ¿Qué hace entonces?

RELLING. Se acostó en el sofá y ronca como un bendito.

GINA. Y ronca fuerte.

EDUVIGIS. ¿Duerme? ¿Puede dormir?

RELLING. Así parece.

GREGORIO. Se comprende que esa fatiga después de la lucha interior que ha sostenido.

GINA. Además, no tiene costumbre de andar fuera de casa por las noches.

EDUVIGIS. Quizá sea bueno que duerma un poco.

GINA. Sí, eso pienso yo también. Será mejor que no lo despertemos. Y ustedes disculparán. Voy a arreglar un poco la casa. Ayúdame, Eduvigis. (Entran en el salón.)

GREGORIO (A RELLING.) ¿Me podría explicar usted el cambio que tiene lugar en el alma de Hialmar Ekdal?

RELLING. Yo no he advertido ningún cambio.

GREGORIO. ¿No ve usted que atraviesa por una crisis en vista de que su vida se levantara sobre bases nuevas? ¿Cómo puedes usted imaginar que un carácter como el de Ekdal…?

RELLING. ¿Él? ¿Carácter, él? Si alguna vez se insinuó en su persona posibilidad de que apareciera ese conjunto de anormalidades que usted llama carácter, créame que tanto sus raíces como sus fibras fueron extirpadas desde su infancia.

GREGORIO. Sería sorprendente que con la educación tan afectuosa que ha recibido.

RELLING. ¿Se refiere usted a las dos tías histéricas y solteras?

GERGORIO. Fueron señoras que no echaron jamás en olvido las exigencias del ideal. Se quiere usted burlar…

Vildanden2RELLING. No, ni pensarlo. Pero estoy bien enterado: ha vomitado bastante retórica sobre sus dos madres espirituales. No creo que tenga mucho que agradecer. Su desgracia ha sido que todos los que le rodeaban lo tenían por un genio.

GREGORIO. ¿Y no lo es? Al menos, en el fondo de su espiritualidad.

RELLING. Yo nunca lo he advertido. Puede ser que su padre lo pensara, porque el viejo teniente ha sido un perfecto idiota desde la mismísima fecha de su nacimiento.

GREGORIO. Ha sido un hombre con el corazón de un niño. Y eso no lo comprende usted.

RELLING. Puede ser. Pero cuando el bueno de Hialmar fue a la escuela, sus compañeros de estudio lo tenían también por una lumbrera. Era guapo, atractivo, muy blanco y sonrosado, como los prefieren las niñas. Y eso con la añadidura del alma sensible y el timbre seductor en la voz. Recitaba muy bien los versos de otros.

GREGORIO. (Indignado) ¿Se atreve usted a hablar así de Hialmar Ekdal?

RELLING. Sí, ¿por qué no? Así es el ídolo que usted reverencia.

GREGORIO. No creí estar ciego hasta ese punto.

RELLING. No me extraña. También usted es un enfermo.

GREGORIO. En eso tiene usted razón.

RELLING. ¡Y tanto! El de usted es un caso complicado. Lo primero, su fiebre por hacer justicia. Es peligrosa. Y después la necesidad que siente de adorar hasta el aturdimiento todo lo que no halla en usted mismo.

GREGORIO. Es cierto. Necesito buscar fuera de mí.

RELLING. Se equivoca usted de medio a causa de las interferencias que le crean esos insectos que zumban por dentro impidiéndole ver la realidad. Esta casa, por ejemplo, no pasa de ser la cabaña de un aldeano pobre. Usted se empeña en que le paguen las exigencias del ideal y aquí no hay nadie solvente.

GREGORIO. ¿Y cómo se explica que busque usted continuamente la compañía de Hialmar teniendo tan mala opinión de su persona.

RELLING. Aunque me cueste trabajo reconocerlo, al fin y al cabo soy médico y me parece que me debo ocupar de los enfermos que viven en mi propia casa.

GREGORIO. Así que también Hialmar está enfermo.

MentiraVitalRELLING. Si se analiza bien, nadie está libre de estar un poco enfermo.

GREGORIO. ¿Y qué tratamiento le aplica usted a Hialmar?

RELLING. El ordinario que le aplico a todo el mundo. Procuro que se sostenga en su mentira vital.

GREGORIO. ¿Su mentira vital? Habré oído mal.

RELLING. No se lo diré. Sería usted capaz de echar a perder a mi paciente más de lo que está. Lo que sí le aseguro que mi método es eficaz. Se lo he aplicado también a Molvik. Gracias a mí, es todo un «demoníaco». Es a lo que él aspiraba.

GREGORIO. ¿Luego, entonces en realidad no es un demoníaco?

RELLING. Yo no sé lo que quiere decir eso de demoníaco. Me sabe a sandez, pero hay que atribuirle esa condición terrible para que no se deje vencer por el sentimiento de inferioridad que no lo deja en paz. ¡Y no hablemos del viejo teniente! A ése no le ruve que fabricar remedio. El mismo se lo inventó.

GREGORIO. ¡El teniente Ekdal! ¿Cómo?

RELLING. Ahí lo tiene usted. Un cazador de osos dedicado a cazar conejos en el fondo de un desván. Apunta y dispara en el colmo de la felicidad cuando le permiten enredar en medio de su revoltijo de cachivaches. Tiene cuatro o cinco árboles reseco de Navidad que ahora representan para él toda la hermosura y la lozanía del bosque de Hoídal. El gallo y las gallinas son aves posadas en las copas de los pinos. Y los conejos que saltan de un lado a otro por el piso son los osos feroces a los que ataca el anciano ágil que disfruta viviendo al aire libre.

GREGORIO. ¡Pobre viejo! ¡Ése si le ha tenido que cortar las alas al ideal de su juventud!

RELLING. Señor Werle hijo. Hay una palabra más apropiada que ideal: mentira.

GREGORIO. ¿Cree usted que el ideal y la mentira se relacionan?

RELLING. Entre las dos cosas no hay mayor diferencia que entre la que nombra el tifus y la que menciona la fiebre tifoidea.

GREGORIO. ¡Doctor Relling! No me detendré hasta que no salve a Hialmar de sus garras.

RELLING. ¡Peor para él! Quítele a un hombre vulgar la mentira de la que vive y le quitará la poca felicidad que los sostiene (A EDUVIGIS, que viene del salón.) Hola, madrecita del pato salvaje. Me voy a ver si tu padre sigue tendido en el sofá meditando en su invento. (Se marcha por la puerta de la escalera).

PatoSilvestreGREGORIO. (Se acerca a EDUVIGIS) Por la expresión de tu cara veo que todavía no has hecho nada.

  EDUVIGIS. ¿De qué? ¡Ah! Del pato salvaje. No

GREGORIO. Si no me equivoco, te ha faltado valor.

EDUVIGIS. No, no ha sido eso. Esta mañana, cuando me desperté, me vino a la memoria lo que hablamos anoche y me pareció tan descabellado.

GREGORIO. ¿Descabellado?

EDUVIGIS. Sí, aunque no sé bien por qué. Anoche me pareció una idea espléndida. Y hoy, al levantarme y recordarlo, la encontré insensata.

GREGORIO. Es muy natural que tus mejores cualidades se malogren al haber sido educada entre estas cuatro paredes.

EDUVIGIS. No me importaría hacerlo si papá vuelve.

GREGORIO. ¡Oh! Si abrieras los ojos para ver lo que enaltece la vida y lo acompañaras de un espíritu de sacrificio resuelto y gozoso, ten la seguridad de que regresaría a tu lado. En fin, no he perdido del todo la confianza en ti, Eduvigis. (Sale por la puerta de la escalera. EDUVIGIS da unos pasos reflexionando. Llaman a la puerta desde el interior del desván, que ella entreabre. Sale el viejo EKDAL y EDUVIGIS la cierra de nuevo)

   

EDUVIGIS. ¿Te apetecería ir de caza, abuelo?

EKDAL. Hoy no hace un buen día. Está muy oscuro.

EDUVIGIS. ¿Solo te gusta cazar conejos?

EKDAL. ¿Te parece que cazar conejos es indigno de mí?

EDUVIGIS. ¿Y el pato salvaje?

EduvigisByNEKDAL. Je, je. Tienes miedo de que mate a tu pato. Ten la seguridad de que no lo haré.

EDUVIGIS. Como que no podrías. Parece que es muy difícil matar a un pato salvaje.

EKDAL. ¿Que no podría? ¡Claro que podría!

EDUVIGIS. ¿Y como te las arreglarías? No con mi pato, digo con otro cualquiera.

EKDAL. Lo seguro es apuntar directamente a la pechuga. Y se dispara en el sentido contrario a las plumas.

EDUVIGIS. Y entonces, seguro que el pato muere…

EKDAL. Si se atina el tiro, por supuesto que muere. Me voy a vestir. Ya estás informada. (Entra en su habitación)

(EDUVIGIS aguarda un momento, mira por la puerta del salón y se acerca a la estantería; se empina de puntillas, toma la pistola de dos cañones y la examina. Aparece GINA por la puerta del salón con la escoba y el trapo del polvo. EDUVIGIS deja rápidamente la pistola sin que GINA lo advierta.)

GINA. No revuelvas las cosas de papá. Eduvigis.

EDUVIGIS. (Se aparta de la estantería.) Les quito un poco el polvo.

GINA. Mejor ve a la cocina a ver si ya está caliente el café. Quiero llevarle una taza cuando baje a verle. (EDUVIGIS sale y GINA empieza a arreglar el salón. Se abre la puerta y asoma HIALMAR con el gabán puesto, pero sin sombrero. No se ha lavado y tiene el cuello en desorden. Mira con ojos somnolientos e inexpresivos. GINA se detiene con la escoba en la mano.) ¡Ah! ¿Eres tú Ekdal? ¿Vuelves a casa?

HIALMAR. (Entra y contesta con voz sorda.) Vengo para irme enseguida.

GINA. Claro, cuando tú quieras. ¡Jesús! ¡Qué aspecto tienes!

HIALMAR. ¿Qué dices?

GINA. ¡Y con el gabán nuevo! ¡Cómo se ha puesto!

EDUVIGIS. (A la puerta) Mamá, ¿quieres que…? (Ve al padre.) (Da un grito de alegría y corre hacia él.) ¡Papá! ¡Papá!

HIALMAR. (Se vuelve y la rechaza con un gesto.) ¡Vete, vete! (A GINA.) Haz que se marche, por favor.

GINA. (Voz baja) Anda, ve al salón, Eduvigis. (EDUVIGIS se marcha en silencio)

HIALMAR. (Nervioso, saca el cajón de la mesa.) Mis libros, tengo que llevármelos. ¿Dónde están?

GINA. ¿Qué libros?

HIALMAR. Los libros de ciencia, mujer. Las revistas técnicas que utilizo para mi invento.

GINA. (Busca en la librería.) ¿Son las no encuadernadas?

HIALMAR. Las mismas.

GINA. (Pausa.) ¿Insistes en abandonarnos, Ekdal?

HIALMAR. (Revisa los libros.) Sin duda.

GINA. Bueno, bueno.

HIALMAR. (Colérico.) ¡No me puedo quedar desgarrándome el corazón todo el tiempo!

GINA. Dios te perdone lo mal que piensas de mí.

HIALMAR. ¿Pero cómo puedes justificar…?

GINA. (Lo interrumpe.) Eres tú quien debe justificarse.

HialmarHIALMAR. ¿Con un pasado como el tuyo? Hay imperativos… que me atrevo a calificar como propios del ideal.

GINA. ¿Y el abuelo? ¿Qué será del pobre abuelo?

HIALMAR. Yo cumplo con mi deber. Mi padre se marchará conmigo. Voy primero un momento a la ciudad a preparar las cosas y… (Vacila.) ¿Nadie ha encontrado mi sombrero en la escalera?

GINA. No. ¿Lo perdiste?

HIALMAR. Estoy seguro de que anoche lo traía puesto; pero hoy no lo encuentro por ninguna parte.

GINA. ¡Por Dios! ¿Adónde te habrán arrastrado esos dos personajes?

HIALMAR. No es el momento de preguntas poco importantes. ¿Te figuras que estoy de humor para recordar detalles?

GINA. ¡Menos mal que no te has resfriado, Ekdal! (Pasa a la cocina.)

HIALMAR. (Vaciando un cajón, dice para sus adentros con voz sorda y apagada.) ¡Eres un canalla, Relling!... ¡Un perfecto disipado y un seductor! Te mereces que alguien te dé una puñalada. (Aparta unas cartas y encuentra el papel que rompió la víspera. Lo coge y se queda mirando los dos pedazos, que suelta rápidamente al entrar GINA.)

GINA. (Coloca una bandeja con servicio de café en la mesa.) Aquí tienes café caliente, tostadas y si quieres arenques salados.

HIALMAR. (Mira a hurtadillas la bandeja.) ¿Arenques? ¡Nunca en esta casa! La verdad es que no pruebo nada caliente desde hacer veinticuatro horas; ¡pero es igual…! ¡Mis apuntes! ¡Mis memorias empezadas! A ver. ¿Dónde puse mi diario y los otros documentos? (Abre la puerta del salón y retrocede dos pasos.) ¡Otra vez me la encuentro aquí!

GINA. ¡Dios mío! ¡En algún sitio ha de estar la criatura!

HIALMAR. ¡Sal de ahí! (Se aparta para que EDUVIGIS pase y entra en el estudio. A GINA con la mano en el picaporte.) Agradecería que en los últimos momentos que paso en lo que fue mi hogar se me evitara la presencia de intrusos. (Pasa al salón.)

HIALMAR. (Se precipita en los brazos de su madre y le pregunta en voz baja y temblorosa.) ¿Habla de mí!?

GINA. Anda, Eduvigis, por favor, ve a la cocina; o no… mejor será que esperes en tu cuarto. (Se dirige al salón.) Espera un poco, Hialmar. Será mejor que no registres la cómoda. Yo sé donde se guardan los documentos.

EduvigisEDUVIGIS. (Permanece un instante inmóvil, extraviada, mordiéndose los labios para no llorar y cerrando los puños convulsos, con voz sorda.) ¡El pato salvaje! (se acerca con sigilo a la estantería y toma la pistola. Entreabre la puerta del desván, se desliza dentro y la cierra de inmediato.)

 HIALMAR. (Entra con unos papeles y cuadernos deshojados y los coloca sobre la mesa.) ¿Qué hago con este maletín? ¡No es poco lo que tengo que llevarme!

GINA. Deja lo demás ahora y llévate solo una camisa y un par de calzoncillos.

HIALMAR. ¡Es insoportable todo esto! (Se quita el gabán y lo tira sobre el sofá.)

GINA. Anda, que se te enfría el café.

HIALMAR. (Maquinalmente toma un sorbo y después otro.) ¡Hum!

GINA. (Le quita el polvo al respaldo de la silla.) No te resultará fácil encontrar un desván tan grande como éste para darles albergue a los conejos.

HIALMAR. ¿También tengo que cargar con los conejos?

GINA. No me imagino al abuelo desterrándolos de su vida.

HIALMAR. Pues tendrá que acostumbrarse. Yo también tengo que renunciar a cosas muy importantes.

GINA. (Le quita el polvo a la estantería.) ¿Te meto la flauta en el maletín?

HIALMAR. Déjate de flautas. Pero dame la pistola.

GINA. ¿Te quieres llevar la pistola?

HIALMAR. Sí. Mi pistola cargada.

GINA. (La busca.) Ha desparecido. Se la habrá llevado el abuelo.

HIALMAR. Estará en el desván.

GINA. Sí, con seguridad que está en el desván.

HIALMAR. ¡Pobre viejo! Tan solo y… (Toma un arenque, se lo come y vacía la taza de café.)

GINA. Si no hubiéramos alquilado el cuarto, habrías podido mudarte ahí.

HIALMAR. ¿Yo? ¿En la misma casa que…? ¡Jamás! ¡Jamás!

GINA. ¿Por qué no te instalas en el salón un par de días? Estarías completamente solo con tus papeles.

HIALMAR. Sin salir de estas paredes… ¡No! ¡Por nada del mundo!

GINA. Entonces abajo, en casa de Relling y Molvik.

HIALMAR. No me nombre a tamaña gentuza. Siento náuseas solo de pensar en ellos. ¡No! Saldré a la calle en medio de la tormenta a llamar de casa en casa mendigando un refugio para mi padre y para mí.

GINA. Pero, Ekdal, ¡si ni siquiera tienes sombrero! Se te ha perdido.

Vildanden producHIALMAR. ¡Ese par de malditos viciosos! Necesito un sombrero. (Toma un pedazo de arenque.) Hay que tomar una determinación. No estoy dispuesto a arriesgar la vida. (Busca en la bandeja.)

GINA. ¿Qué buscas?

HIALMAR. La mantequilla.

GINA. Te la traigo ahora mismo. (Sale hacia la cocina.)

HIALMAR. (Alza la voz.) No hace falta. Me conformo con el pan seco.

GINA. (Regresa.) Aquí está. Parece bastante fresca. (Le llena la taza de café. Él se sienta en el sofá, unta más mantequilla en el pan, come y bebe en silencio.)

HIALMAR. Entonces… ¿te parece que podría vivir esos dos días en el salón sin que nadie en absoluto me molestara?

GINA. Ya lo creo que podrías si quisieras.

HIALMAR. Es imposible sacar todo lo de mi padre en tan poco tiempo.

GINA. Aparte de que antes debes decirle que ya no quieres vivir con nosotras.

HIALMAR. (Deposita la taza.) Cierto. Otra vez tendré que remover esa historia. Siento la necesidad de disponer de un espacio para desenvolverme, respirar, seguir viviendo. No puedo cargar con tanto peso.

GINA. Y menos con un tormenta.

HIALMAR. (Repara en la carta de WERLE.) Por lo visto, ese papel anda aún por aquí.

GINA. Sí. No lo he tocado.

HIALMAR. Bueno, me importa poquísimo el maldito papel.

GINA. En lo que a mí corresponde, ten la seguridad de que tampoco me importa nada.

HIALMAR. Pero ésa no es razón para permitir que se pierda. Con tanto desorden, podía ocurrir que…

GINA. (Zanja la cuestión.) Yo me encargo de guardarlo en lugar seguro, Ekdal.

HIALMAR. El donativo pertenece a mi padre y por lo tanto él es quien debe decidir lo que ha de hacerse.

GINA. (Suspira.) ¡Así es! ¡Pobre viejo!

HIALMAR. Para asegurarnos bien, ¿no habrá por ahí un poco de goma?

GINA. (Busca en el estante) Aquí está el frasco.

HIALMAR. ¿Y un pincel?

GINA. También el pincel. (Le alcanza ambas cosas.)

HIALMAR. (Toma unas tijeras.) Bastará una tira de papel por detrás y… (Corta la tira y la pega.) No puedo apropiarme de lo ajeno y menos tratándose de un infeliz que no tiene nada. Toma, deja que esté seco. Y en cuanto lo esté, te lo llevas. No quiero verlo más.

TheWildDuckGREGORIO. (Entra por la puerta. Sorprendido.) ¿Cómo? ¿Tú aquí. Hialmar?

HIALMAR. (Se levanta.) Estaba rendido de cansancio.

GREGORIO. Y eso que, por las trazas, ya te has desayunado.

HIALMAR. También el cuerpo tiene sus exigencias.

GREGORIO. Veamos: ¿qué has decidido?

HIALMAR. Alguien como yo tiene únicamente la alternativa de un camino. Recojo mis cosas; y ya comprenderás que necesito tiempo.

GINA. (Un poco impaciente.) ¿Te preparo el salón o meto las cosas en el maletín?

HIALMAR. (Enojado. Mira de reojo a GREGORIO.) Mete las cosas… y arregla el salón.

GINA. (Toma el maletín.) Bueno, meteré la camisa y lo demás (Entra en el salón y cierra la puerta.)

GREGORIO. Nunca pensé que esto terminara así. ¿Es necesario que abandones tu hogar?

  HIALMAR. ¿Qué quieres que haga? (Se pasea intranquilo.) No nací para ser desgraciado, Gregorio. Necesito calma, bienestar y serenidad a mi alrededor.

GREGORIO. Puedes disfrutar de todo eso. Inténtalo. Ahora estás pisando un terreno firme sobre el cual puedes empezar a edificar. Solo te hace falta ponerte a ello. Y no se te olvide que tu invento es un proyecto que merece tus esfuerzos.

HIALMAR. ¡No me hables del invento! Puede se que haya que aguardar mucho tiempo por el resultado.

GREGORIO. ¿Tú crees?

HIALMAR. ¿Qué te has figurado? Después de todo, pensándolo bien no sé qué se puede inventar a estas alturas. Todo se ha descubierto antes de que yo comenzara mis investigaciones. Créeme: mientras más vueltas le doy al asunto, más difícil me parece.

GREGORIO. Te has tomado tanto trabajo.

HIALMAR. El libertino de Relling fue quien me dio la idea.

GREGORIO. ¿Relling?

HIALMAR. Sí, Relling. Le debo el primer impulso. Me hizo creer que yo tenía bastante talento como para descubrir algo en el campo de la fotografía.

GREGORIO. Ah, ¿de modo que Relling…?

TheWildDuck2HIALMAR. ¡Si supieras lo feliz que me hizo la idea! Y no solo por el invento en sí, sino por la fe que se despertó en Eduvigis. Está absolutamente convencida de mi capacidad para realizarlo y ponía en el empeño de ayudarme todo el ahínco y el cando de su espíritu infantil. Bueno, supuse que lo creía. ¡Necio de mí!

GREGORIO. ¿Eres capaz de pensar que la niña se puede prestar a semejante farsa?

HIALMAR. ¿Qué importa lo que crea o deje de creer? Ella se cruza en mi camino ahora. Ensombrecerá toda mi existencia.

GREGORIO. ¿Eduvigis? ¿Es posible que sospeches de ella? ¿Cómo va a cruzarse en tu camino?

HIALMAR. (No le responde.) ¡Sentí por ella un cariño infinito! Era enorme mi alegría cada vez que llegaba a mi casa tan humilde y ella corría a mi encuentro con sus ojos enfermos. ¡Bien loco y bien crédulo que fui! La quise tanto, que me forjé un sueño lleno de poesía imaginándome que me amaba como a nadie en el mundo.

GREGORIO. ¿Crees que fue solo un sueño?

HIALMAR. ¿Cómo lo puedo saber? De Gina no saco nada en limpio. Además, ella no ve el lado ideal de las cosas. Es lo contrario de lo que me ocurre contigo. Tratándose de ti me puedo desahogar y confiarte que estoy en una duda que me desgarra. No sé si la niña sintió por mí alguna vez un cariño verdadero.

DieWildente2GREGORIO. (Escucha.) Tal vez te lo puedo probar. ¿Qué es eso? Me parece que grazna el pato salvaje.

HIALMAR. Sí, cloquea. Ocurre así cuando mi padre está en el desván.

GREGORIO. ¡Ah! ¿Está en el desván? Te repito que puedes tener la prueba de cariño de Eduvigis. (Está muy alegre.)

HIALMAR. ¿Qué clase de prueba me podía dar? No creo mucho en las manifestaciones efusivas.

GREGORIO. Eduvigis no sabe lo que es la doblez.

HIALMAR. Precisamente de eso es de lo que me siento tan seguro. Averigua tú lo que Gina y esa señorita Soerby han podido murmurar aquí tantas veces. Eduvigis no es de las que acostumbra a ponerse algodón en los oídos. ¿Quién sabe si el donativo no fue ninguna sorpresa! He creído notar algo…

GREGORIO. ¿Cómo puedes ver las cosas con un espíritu tan mezquino?

HIALMAR. He abierto los ojos. Ese donativo es el comienzo. La señora Soerby sintió siempre una gran debilidad por Eduvigis. Ahora cuenta con medios para hacer lo que se le antoje en bien de la niña. Me la pueden arrebatar cuando quieran.

GREGORIO. Eduvigis no te abandonará jamás.

HIALMAR. Yo no me atrevería a jurarlo. Si la llaman con las manos llenas… Mi mayor felicidad consistía en tomarla suavemente de la mano e irla guiando como se hace con una criatura que atraviesa las tinieblas y le teme a la oscuridad… Ahora tengo la certeza, la angustiosa certeza de que el pobre fotógrafo de la buhardilla nunca significó gran cosa para ella. Todo ha sido una artimaña para llevarse bien con él hasta un momento dado.

GREGORIO. Tengo la certeza de que ni tú mismo crees lo que estás diciendo, Hialmar.

HIALMAR. Eso es lo terrible. No sé lo que debo creer y no lo sabré nunca. Me temo que confías demasiado en las exigencias del ideal. Si llegaran los otros, los de las manos llenas y le gritaran: ¡Ven a nosotros! ¡Aquí te aguarda la buena vida!

GREGORIO. (Vivamente.) Luego, ¿crees que…?

    

(Se oye un disparo en el desván.)

SeOyeUnDisparo

GREGORIO. (Jubiloso.) ¡Hialmar!

HIALMAR. (Asombrado) ¡Padre! ¿Qué haces ahí?

GINA. ¿Disparó usted en su cuarto, abuelo?

EKDAL. (Iracundo. Se acerca a HIALMAR.) ¿De modo que ahora cazas en soledad, Hialmar?

HIALMAR. (Trémulo, muy tenso) ¿No fuiste tú quién disparó en el desvan?

EKDAL. ¿Disparar yo…? Hum…

GINA. ¡Jesús! ¡Qué habrá ocurrido!

GREGORIO.  (Gritando.) ¡Hialmar! ¡Ella misma ha matado al pato! 

HIALMAR.  ¿Qué dices? (Se precipita hacia la puerta del desván, y la abre de par en par llamando.) ¡Eduvigis!

GINA. ¡Jesús! ¡Qué habrá ocurrido!

HIALMAR.  (Entra en el desván.) Está tendida. En suelo.

GREGORIO.  (Detrás de él.) ¡Tendida ¡Eduvigis!

GINA.  (Al mismo tiempo.) ¡ Eduvigis! (Entra en el desván.) ¡No, no y no! 

EKDAL.  ¡Vaya, vaya! ¿Así que también la niña se dedica a cazar?

                (HIALMARGINA y GREGORIO traen a EDUVIGIS. En su mano crispada empuña la pistola.)

HIALMAR.  (Trastornado.) ¡La pistola se ha disparado! ¡Ella misma se ha herido! ¡Pidan socorro! ¡Socorro! 

GINA.  (Corre hacia la puerta y grita por la escalera.) ¡Relling! ¡Doctor Relling! ¡Venga corriendo! (Entre HIALMAR y GREGORIO acomodan a EDUVIGIS en el sofá.) 

EKDAL.  (Por lo bajo.) El bosque se venga.

MurteNiñaHIALMAR.  (Arrodillado junto a EDUVIGIS.) No tardará en volver en sí. Ya vuelve... ya, ya.

GINA.  (Entra de nuevo.) ¿Dónde está herida? No veo nada.

RELLING.  (Viene a toda prisa, seguido de MOLVIK; Éste sin chaleco ni cuello y con la chaqueta desabrochada.) ¿Qué pasa? 

GINA.  Dicen que Eduvigis se ha matado.

HIALMAR.  ¡Ven, por favor!

RELLING.  ¿Que se ha matado? (Aparta la mesa y examina el cuerpo.)

HIALMAR.  (Arrodillado, mirándole con angustia.) No puede ser grave, ¿no es cierTo, Relling? Casi no sangra ¿Verdad que no es grave?

RELLING. ¿Qué ocurrió?

HIALMAR.  ¡Yo que sé!

 GINA.  Quiso matar el pato salvaje.

RELLING. ¿Al pato salvaje?

 HIALMAR.  La pistola se le habrá disparado.

RELLING. Sí, es probable.

EKDAL.  ¡Di algo, Relling!

RELLING. La bala le ha penetrado en el pecho.

 Vildanden1HIALMAR.  ¿Pero volverá en sí?

RELLING. ¿No estás viendo que ya no vive?

GINA. (Desecha en llanto.) ¡Hija de mi alma!

GREGORIO. (Voz ronca) En el fondo de lo mares…

HIALMAR. Si, tiene que vivir. Por lo más quieras, Relling. Solo un instante… para que yo pueda decirle que no dejé nunca de quererla.

RELLING. Hemorragia interna. La bala se atravesó en el corazón. Ha muerto en un instante.

HIALMAR. ¡Y yo la he rechazado como a un perro! Se ha escondido atemorizada en el desván y se ha matado por cariño a mí. (Sollozos) ¡Y no poderlo reparar jamás! (Cierra los puños con ira.) ¡Oh! ¡Tú que estás en lo alto, si es que existes, ¿cómo has podido permitir esto?

GINA.  ¡Por lo que más quieras Hialmar, no digas atrocidades! Será que no la merecíamos. Por eso no hemos podido conservarla.

MOLVIK. La niña no está muerta. Esta dormida

RELLING. ¡Imbécil!

HIALMAR. (Con más calma, se acerca al sofá y la mira cruzado de brazos.) Aquí yace tranquila.

RELLING. (Intenta desprender la pistola.) La tiene tan apretada…

GINA. No, Relling, por favor. No la rompa los dedos. Deje la pistola donde está.

HIALMAR. Que la lleve con ella.

GINA. Sí, dejésela. Pero tampoco podemos dejarla aquí a la vista. Habrá que llevarla a su cuarto. Ayúdame, Ekdal, por favor.

NationalTeatre

HIALMAR.  ¡Ay, Gina, Gina! ¿Cómo podrás soportar todo esto? 

GINA.  Nos ayudaremos el uno a otro. Porque ahora sí que es hija de los dos.

MOLVIK.  (Abre los brazos.) Alabado sea el Señor! ¡Polvo eres y en polvo te has de convertir!

RELLING. (Aparte.) ¡Cierra el pico, animal! Estás borracho. (HIALMAR y GINA se llevan el cadáver por la puerta de la cocina. RELLING la cierra tras ellos. MOLVIK se escabulle por la escalera. RELLING se acerca a GREGORIO y dice:) No creo que haya sido  un accidente.

GREGORIO. (Aterrado, con estremecimientos nerviosos.) Imposible saber cómo ha podido ocurrir esta catástrofe.

RELLING.  La bala ha quemado la blusa. Ha tenido que disparar apoyando el cañón contra su pecho.

DieWildente1GREGORIO. Eduvigis no ha muerto en vano. ¿Ha visto usted cómo el dolor ha despertado la grandeza espiritual de Hialmar?

RELLING. – Todo el mundo se engrandece para llorar a un muerto. Habrá que ver la duración de ese esplendor.

GREGORIO. ¿Entonces no piensa usted que lo conservará la vida entera y que aumentará de día en día?

RELLING.  Antes de cuatro o cinco meses, la pequeña Eduvigis no será otra cosa para él que un bello ejercicio declamatorio.

GREGORIO.  ¿Como se atreve usted a decir eso de Hialmar Ekdal?

RELLING. Hablaremos cuando estén secas las primeras flores de la tumba de la pequeña. Será el momento de hablar de la niña arrebatada pronto al corazón de su padre. Y se llenará de ternura, de piedad y de admiración hacia sí mismo. Y si no lo cree, al tiempo.

GREGORIO.  Si tuviera usted razón y yo fuese el equivocado, la vida no valdría la pena ser vivida.

RELLING.  ¡La vida podría ser bastante agradable si nos dejaran en paz esos personajes insoportables que van de puerta en puerta reclamando el cumplimiento de las exigencias del ideal…!  ¡a infelices hombres como nosotros!

GREGORIO.  (Con ojos vagos.) En ese caso, estoy satisfecho de mi resolución.

RELLING.  ¿Sería indiscreto preguntarle en qué consiste?

GREGORIO.  (Inicia su marcha.) El no ocupar en la mesa el número trece.

RELLING.  ¡Bah! al diablo si le creo.

TELÓN

                        

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