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Fragmentos de libros. LA PUERTA de Magda Szabó   Comienzo I

Acceso/Volver al COMIENZO I de este libro: Volver. La puerta
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... Intento hacer girar la llave en la cerradura para abrir la puerta y dejar pasar a los sanitarios: si no lo logro, llegarán tarde para atender a mi enfermo. Pero, por más que me esfuerzo, la cerradura no se mueve, la puerta sigue inmóvil como si la AzAjtohubieran soldado a su marco metálico. Pido auxilio, pero nadie acude, ninguno de los vecinos de las tres plantas del edificio; no pueden hacerlo, claro –pronto me doy cuenta–, porque aunque esté moviendo los labios como un pez no emito sonido alguno. El espanto onírico llega a su apogeo cuando caigo en la cuenta de que no solo no puedo abrir la puerta, sino que además he enmudecido. En ese punto mi propio grito me despierta, enciendo la luz e intento combatir esa sensación de ahogo que me sobrecoge siempre después de las pesadillas. Me encuentro rodeada de los familiares muebles de nuestro dormitorio, veo el iconostasio familiar sobre la cama, con mis antepasados vestidos con casacas de oro y plata, ese traje regional de estilo barroco o Biedermeier; mis ancestros, que todo lo ven y todo lo entienden, eran los únicos testigos de cuántas noches –cuando los ruidos cotidianos se silenciaban y por la puerta abierta penetraba el sonido apenas perceptible del paso sigiloso de los gatos y de las ramas meciéndose– corría a abrir la puerta a los primeros auxilios y de cuántas veces me preguntaba qué pasaría si un día luchara en vano sin poder hacer girar la llave.

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Las imágenes se quedan grabadas y la que más intento borrar de mi memoria es la que más persiste, una escena real y no la mera ensoñación del cerebro entumecido: la de abrirse por primera vez ante mis ojos una puerta determinada, la del cuarto de una persona que defendía celosamente su gran soledad y ocultaba su indignante miseria con pudor y que, por eso, nunca habría permitido entrar ahí a nadie, aunque el techo hubiera ardido sobre su cabeza. La única mortal que tenía la potestad para tocar aquella cerradura era yo, porque quien la había cerrado con llave me creía más a mí que al propio Creador, y yo misma me creía Dios en aquel instante fatal, un Dios prudente, bondadoso y justo. Nos hemos equivocado ambas; ella, que depositó toda su confianza en mí, y yo, que pequé de vanidad. De todas formas da igual, porque lo pasado, pasado está, y ya no tiene arreglo. Después de esto, qué importa que vengan de tanto en tanto esas Erinias, con sus calzados de sanitario convertidos en coturnos y con sus caretas trágicas bajo sus gorros de enfermero, rodeando mi cama y sacando esas espadas de doble filo que son mis sueños. Apago las luces cada noche a sabiendas de que pueden presentarse y que pronto un timbre zumbará en mis oídos, seguido por el espanto sin nombre que me arrebatará hacia esa puerta soñada y eternamente cerrada ante mí.

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Mi religión no conoce la confesión individual, nosotros manifestamos tácitamente y mediante el mensaje de nuestro pastor que somos impenitentes, merecedores de la perdición, porque hemos pecado de mil maneras contra los mandamientos. Nuestro Dios nos absuelve sin pedir detalles ni explicaciones.

Estas explicaciones son las que quiero dar ahora.

La presente obra no se ha escrito para Dios, conocedor de mis entrañas, ni para las sombras, testigos de tantas horas de vigilia y de sueño; dedico este libro a los hombres. He vivido con valentía hasta ahora y espero morir así, con coraje, sin mentiras, y para ello es necesario que declare de una vez por todas que yo maté a Emerenc. Yo quería salvarla, no destruirla, pero eso no cambia nada.

 SzaboM GraduaciónCeremonia de graduación de Magda Szabó en el gimnasio de niñas en 1943 en Debrecen (Hungría). www.nagykep.hu

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EL ACUERDO

La primera vez que hablamos me hubiera gustado ver su cara, y me desconcertó el hecho de que me lo impidiera. Se erguía ante mí como una estatua, inmóvil, estirada, pero con el cuerpo ligeramente inclinado y sin rigidez. Apenas podía ver su frente, siempre llevaba pañuelo, como una ferviente católica o una judía durante el sabbat, cuya fe le impide aparecer ante Dios con la cabeza descubierta. Aún no sabía que solo la vería sin ese velo en su lecho de muerte. Bajo el cielo malva de un atardecer de verano, que no exigía ni justificaba taparse de esa forma, su figura desentonaba entre las rosas del jardín. A veces la intuición nos dice con qué flor identificar a una persona. A Emerenc nunca la hubiera asociado con la rosa, su carácter no correspondía al de esa flor carmesí que, carente de inocencia, se abre y se exhibe sin ningún pudor. Emerenc era distinta; eso lo vislumbré enseguida, sin saber todavía nada sobre ella, y mucho menos a qué flor compararla.

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El pañuelo que le cubría la cabeza proyectaba una sombra sobre sus ojos, y solo más adelante pude descubrir el azul de su iris. Me hubiera gustado poder ver sus cabellos, pero entonces, cuando aún era ella, los llevaba siempre escondidos. Compartimos aquella tarde unos momentos decisivos. Había que dilucidar si podríamos aceptarnos la una a la otra y llegar a un acuerdo. Mi marido y yo solo llevábamos unas pocas semanas en la casa nueva, mucho más grande que el antiguo piso, que solo tenía una habitación y en el que no CensuraHungríaprecisaba ayuda para la limpieza. Pero mi carrera literaria, interrumpida durante diez años debido a la censura, acababa de volver a empezar, y en esa nueva residencia me había convertido de repente en escritora profesional, con todo un abanico de nuevas posibilidades y obligaciones que me ataban a la mesa de trabajo o me obligaban a salir. Por ese motivo nos encontrábamos en el jardín esa anciana parca en palabras y yo, frente a frente. Era evidente que si no había alguien que se hiciera cargo de las labores de mi casa difícilmente podría publicar toda la producción literaria desarrollada durante los años del silencio impuesto, o iniciar las obras que deseaba escribir. Apenas acabamos la mudanza del desvencijado mobiliario, que requería un manejo muy delicado, y de los libros, tantos como para llenar una biblioteca, empecé a buscar una asistenta. Había preguntado a todos los que conocía en el vecindario, pero fue una antigua compañera de clase quien dio con la solución: me habló de una señora mayor que limpiaba en casa de su hermana desde hacía años y que trabajaba mejor que cualquier jovencita; me la recomendó con total garantía, aunque no sabía si tendría un hueco para nosotros. Me aseguró que esa señora no pegaría fuego a la casa por descuidar un cigarrillo encendido, ni tendría asuntos de corazón, y que, por supuesto, no robaría; al contrario, disfrutaba haciendo regalos a la gente cuando les tomaba cariño. Nunca se había casado y no tenía hijos. El único familiar que la visitaba con regularidad era un sobrino, así como un amigo, oficial de policía. En el barrio era querida por todos. Mi amiga hablaba de Emerenc con gran respeto y aprecio. Me contó también que era portera, o sea, una especie de autoridad, y que esperaba que a ella le gustara nuestro modo de vida, porque, si no, no habría forma ni dinero suficiente para convencerla de que trabajara para nosotros.

AzAjto MonogramaEl principio no pareció muy prometedor, Emerenc no se mostró demasiado amable cuando le propuse que nos visitara, oportunamente, para charlar. La había encontrado en el patio de la casa donde trabajaba de portera, tan cerca de nosotros que desde la terraza se veía su edificio. Estaba haciendo una gran colada de ropa de cama, siguiendo un método antiquísimo: ponía las sábanas en una caldera con agua hirviendo y las removía con una enorme cuchara de palo, los vapores en medio de una canícula insoportable. Los reflejos del fuego perfilaban una figura alta y huesuda, la de una anciana robusta y vigorosa aún pese a su edad; toda ella rebosaba la fuerza y la vitalidad de una valquiria, aspecto que, con su pañuelo atado a modo de casco de guerrero, se acentuaba aún más. Aceptó mi invitación, y así fue como aquel atardecer nos encontramos en el jardín. Me escuchaba atenta y silenciosamente mientras le explicaba en qué consistiría su trabajo. En su presencia recordaba mi incredulidad ante la observación de un escritor del siglo pasado que había comparado el semblante de un personaje con un lago. Sentía vergüenza, como cada vez que dudaba de la validez de los clásicos, porque el rostro inexpresivo de Emerenc no tenía otra asociación posible que la de una gran superficie de agua matinal, apacible e inmóvil. Resultaba imposible saber si le interesaba el trabajo que le estaba ofreciendo. Aunque su cara, ese remanso de quietud oculto tras la sombra del pañuelo que ostentaba cual objeto ritual, no reflejaba nada, su actitud sugería que, por su parte, no necesitaba trabajo ni dinero, y que era yo la que me empeñaba en ello con vehemencia. Me respondió sin levantar la cabeza que a lo mejor sí, que más adelante podríamos volver a hablar del asunto porque las cosas se le habían puesto difíciles en una de las casas donde trabajaba. La mujer y el marido bebían, el hijo mayor también llevaba una vida licenciosa, y había pensado en dejarlos. Si alguien le garantizaba que no éramos gente bulliciosa ni alcohólica, no descartaría la posibilidad. Me dejó estupefacta con todo eso: era la primera vez que alguien pedía nuestras referencias. «No lavo la ropa sucia de cualquiera», concluyó Emerenc.

Hajdúsag

Hablaba con mesura, con un agradable timbre de soprano. Debía de llevar mucho tiempo viviendo en la capital, y solo gracias a mi formación de lingüista pude notar en su acento un origen de otra provincia: la misma de donde yo procedo. Quise confirmar si procedía de Hajdúság, y ella, en vez de mostrarse contenta con la pregunta como yo esperaba, se limitó a asentir con la cabeza, agregando que procedía de Nádori, o, mejor dicho, de una población colindante llamada Csabadul. Pero enseguida cambió de tema, en clara señal de que no tenía intención de seguir hablando de esos asuntos. Solo después de varios años comprendería, como tantas otras cosas sobre ella, que esa pregunta acerca de su pasado le había parecido demasiado indiscreta, incluso chismosa. Emerenc no había estudiado a Heráclito, pero era más sabia que yo; yo, que siempre que podía visitaba mi ciudad abandonada buscando las huellas de lo desaparecido, de lo irrecuperable, de las casas que proyectaron su sombra sobre mi rostro en la infancia, de mi hogar perdido para siempre, de todo lo que ya jamás encontraría, preguntándome por dónde correría ese río que arrastraba a la deriva los retazos rotos de mi vida. Emerenc era demasiado sabia para perder el tiempo con imposibles, empleaba toda su energía en encontrar algo en el futuro que le permitiera remediar el pasado. Sin embargo, aún habría de transcurrir mucho tiempo para que yo pudiera comprender todo eso.

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Aquella primera vez que oí esos dos topónimos, Nádori y Csabadul, percibí solo que, por algún motivo que se me escapaba, esos nombres eran tabú para ella y que no debía volver a pronunciarlos jamás. Pues bien, hablemos entonces de cosas más prácticas. Me pareció lógico pagarle por horas, así le saldrían mejor las cuentas, pero ella me dijo que sin tener una idea previa de lo que le esperaba no podía decidirlo, que antes debía saber cuáles eran nuestras costumbres, si éramos ordenados o desordenados; solo así podría hacerse una idea del trabajo que debía realizar. Que intentaría obtener las referencias necesarias, porque con lo que le había dicho mi antigua compañera no le bastaba, necesitaba otra opinión más imparcial. Solo después nos daría la contestación, aunque fuese negativa. Mientras se alejaba con paso lento, la seguí con la mirada y se me ocurrió, por un momento, que quizá sería más prudente para ambas no contratar a una señora mayor tan extravagante, y me sentí tentada de gritarle, antes de que fuera tarde, un «Gracias, LaPortapero he cambiado de opinión». No lo hice. Al cabo de una semana escasa, Emerenc volvió a aparecer. Durante esos días, claro está, nos habíamos topado más de una vez en la calle, pero tras saludarnos, esquiva, se escurría como quien no quiere precipitarse en una decisión sin haberla sopesado bien, ni cometer el error de cerrar una puerta sin haberla abierto antes. Cuando por fin tocó el timbre de nuestra casa, venía elegantemente vestida para la ocasión y entendí, por ese detalle, las intenciones que traía. Lucía un vestido negro de delicada lana y manga larga, con unos zapatos de charol con lengüeta; ella con ese atuendo, y yo, torpe y avergonzada a su lado, con un bañador que apenas cubría mi cuerpo, no sabía qué decirle. Con naturalidad y como si fuera la continuación de nuestra última conversación, me comunicó que al día siguiente empezaría a trabajar en mi casa y que a finales de mes nos podría decir cuánto cobraría. Entretanto fijaba su mirada reprobadora en mis hombros desnudos, y yo me consolaba con la idea de que al menos no podría poner reparos al aspecto de mi marido, quien por su parte soportaba los treinta grados de calor en impecable chaqueta y corbata, hábito que había adquirido en Inglaterra antes de la guerra y al cual se aferraba incluso en el peor verano. Ataviados de ese modo frente a mí, los dos parecían dar ejemplo vivo de decencia ante una supuesta comunidad primitiva, perceptible solo por ellos, de la que yo formaba parte y a quien hacía falta inculcar el respeto a las apariencias inherente a la dignidad humana. En lo referente a ciertas normas, la única persona en este mundo que se asemejaba a Emerenc era mi marido, y probablemente por esa misma razón y durante mucho tiempo fueron incapaces de acercarse el uno al otro.

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La anciana, solo esa vez y como gran excepción, nos tendió la mano a ambos. No era su costumbre; al contrario, si podía evitaba el contacto físico, y cuando yo hacía algún gesto para tocarla ahuyentaba mis dedos como si cazara moscas. Pero aquella noche no se trataba de «entrar a nuestro servicio», lo que ella consideraría insensato y poco decoroso, sino de encontrar colocación como «empleada doméstica». Al despedirse, le dijo a mi marido: «Buenas noches, amo». Este, consternado, se quedó mirándola: a pocas personas del planeta se podía atribuir esa soberbia palabra, y menos a él. Emerenc, pese a todo y durante el resto de su vida, lo llamó así. A mi marido le costó mucho tiempo acostumbrarse a su nuevo título, darse por aludido y contestar.

AzAjto FilmRespecto a qué hora entraría a trabajar y cuántas horas se quedaría, no habíamos acordado nada. Podía pasar que, tras ausentarse el día entero, apareciera de forma inesperada a las once de la noche; a esa hora y sin siquiera entrar a saludarnos, se ponía directamente a limpiar la cocina o la despensa, y así hasta la madrugada. O que, por poner en remojo las alfombras en la bañera, nos privara del uso del cuarto de baño durante día y medio. Aunque mantenía unos horarios totalmente sometidos a su capricho, cuando estaba era increíblemente eficiente; trabajaba con un vigor inusual en una anciana y sin escatimar esfuerzos, casi como un robot, y movía con facilidad muebles pesadísimos, imposibles para cualquiera. Su energía y su aguante para el trajín eran algo sobrehumano; impresionante, eso sí, pero también alarmante considerando que no necesitaba trabajar tanto ni tan duro. A Emerenc, a todas luces, le encantaba limpiar, se sentía realizada haciéndolo y se aburría en su tiempo libre sin ello. Hacendosa y perfeccionista al extremo, transitaba por la casa en silencio limitándose a hablar lo indispensable y revelando con ello un carácter no solo respetuoso y discreto, sino muy poco comunicativo. Había pedido un salario muy alto, más de lo que me había imaginado, pero, a cambio, aportaba también mucho más. Cuando venía una visita, anunciada o inesperada, se ofrecía para ayudarme, pero la mayoría de las veces optaba por rehusar sus servicios: no quería que mis amigos vieran que yo, en mi propia casa, no tenía nombre. Emerenc había encontrado un título para mi marido, pero no para mí. No me llamaba «señora escritora» ni «señora» a secas, ni de ningún modo hasta que no hubo determinado lo que representaba mi persona en su vida y qué palabra, conforme a nuestra relación, sería la más indicada para dirigirse a mí. Como en todo, tenía razón: cualquier definición, sin una carga emocional, resulta imprecisa.

szabo magdaMagda Szabo por la época en que escribió esta novela

Emerenc era aterradoramente perfecta en todos los aspectos, a veces hasta límites insoportables: no ocultaba que mis tímidas palabras de elogio le daban igual, que no tenía necesidad alguna de sentirse en todo momento reconocida, pues sabía de sobra que su rendimiento era excepcional. Vestía invariablemente de gris, solo se ponía su ajuar negro los días de fiesta o en alguna que otra ocasión especial; llevaba delantal, uno limpio cada día, para proteger su ropa; detestaba los pañuelos de papel y en su lugar utilizaba unos de lienzo almidonados de una intachable blancura. Cuando le descubrí por fin alguna debilidad, me puse contenta, casi feliz: por ejemplo, en ocasiones y sin motivo aparente, se sumía en un mutismo absoluto, capaz de dejarme sin respuesta durante varias horas. Pude notar asimismo que tenía pánico a las tormentas: en cuanto había indicios de un temporal, tronaba y relampagueaba, Emerenc soltaba todo lo que tuviera entre manos y, sin avisar ni dar explicaciones, corría a su casa para refugiarse allí.

-  Las viejas solteronas son así: tienen todo tipo de manías -le comentaba a mi marido. 

-  Este pánico parece algo más y algo menos que una manía -afirmaba él ladeando la cabeza-. Debe de tener algún motivo concreto que oculta, ¿no ves que no le interesa en absoluto que sepamos nada de su vida? Piénsalo bien: ¿nos ha contado alguna vez un hecho realmente importante sobre ella misma?

-  Que recuerde, no; nunca.

Emerenc, en efecto, era una mujer de pocas palabras.

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Llevaba más de un año trabajando en nuestro hogar cuando, un día en que mi marido y yo teníamos que salir –él por unos exámenes y yo porque tenía cita con el dentista y no podía aplazarla–, quise pedirle a Emerenc que recogiera un paquete que nos traerían por la tarde. Colgué con chinchetas un aviso sobre la puerta indicándole al mensajero adónde tenía que acudir si no nos encontraba. Emerenc, tras terminar la limpieza de mi vivienda y sin que me hubiera acordado de decírselo, se había marchado. Fui hasta su casa, toqué la puerta, pero nada, no se movía. Ella debía de haber llegado hacía apenas unos minutos y, de hecho, los ruidos que se oían desde fuera delataban que estaba dentro; Emerenc1que su picaporte permaneciera inerte no era ninguna novedad: nadie había visto nunca a Emerenc abrir esa puerta porque, nada más llegar a casa tras su jornada de trabajo, se encerraba en su cuarto herméticamente y echaba el cerrojo. Después de eso ya podían suplicarle, por nada del mundo aceptaba volver a salir de su cueva; todos sus vecinos estaban acostumbrados a eso. Cuando levanté la voz para pedirle a través de la puerta que acudiese cuanto antes, ya que tenía cosas urgentes que hacer, la respuesta fue un largo silencio y, cuando por fin sacudí el picaporte, asomó con brusquedad y tan furiosa que creí que me iba a pegar. De un golpe tiró de la puerta tras de sí y se puso a chillar que la dejara en paz, que en su salario no entraba que la molestara fuera de su horario de trabajo. Humillada, ruborizada hasta la coronilla, me quedé de piedra ante esa explosión y ese vocejón para mí totalmente injustificados: si tal violación de su sagrada intimidad, por alguna razón misteriosa, le hubiese parecido tan sumamente indignante, podría habérmelo dicho en un tono más normal. Mascullé mi solicitud, pero ella, irguiéndose y con una mirada acusadora como si le acabase de asestar una herida mortal, ni me contestó. Bien. Con buenos modales me despedí, fui a casa, llamé por teléfono al dentista para anular la cita, y como mi marido ya había salido me quedé sola esperando el envío. Estaba ahí, desconcertada, sin ganas de leer y reflexionando sobre qué error había podido cometer para provocar ese rechazo tan violento y tanto ánimo manifiesto de ofenderme. Había sido, además, una reacción que no se correspondía en absoluto con el comportamiento estricto, correcto, incluso a veces demasiado formal que la caracterizaba.

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La espera se me hizo larguísima y, para colmo, todo fue en vano, pues no trajeron el paquete y mi marido, que se había quedado a charlar con sus alumnos después del examen, no regresó tampoco a la hora habitual; dos pequeñas frustraciones que terminaron por amargarme el día. Me entretenía hojeando un álbum de reproducciones cuando oí que alguien giraba la cerradura, pero como a continuación no oí el saludo acostumbrado, supe que no era mi esposo. Era Emerenc, pero esa noche, tan penosa para mí, no tenía ningunas ganas de volver a verla. Después de serenarse habrá venido a pedirme disculpas, pensé. Pues no lo hizo; sin entrar a saludarme siquiera, se dirigió a la cocina y noté cómo trajinaba con algo durante un rato hasta que la cerradura sonó de nuevo en señal de que se marchaba. Cuando mi marido volvió y me apresuré a buscar el kéfir, nuestra kefircena habitual, en la mesa encontré un plato de carne fría: eran unas pechugas de pollo, bien doraditas y aparentemente enteras, cortadas en finas tiras y vueltas a unir con tanta precisión que parecían obra de un cirujano experto. Al día siguiente, cuando fui a agradecerle el generoso banquete ofrecido en son de reconciliación y a devolverle la bandeja ya limpia, ella, en vez de un «De nada» o un «A su salud», lo negó rotundamente diciendo que ni sabía del pollo ni quería ninguna bandeja de vuelta; así que me la quedé, y aún hoy la conservo. Mucho después, y mediante unas complicadísimas averiguaciones por teléfono, pude saber que ese paquete sí había llegado aquel día y que, mientras yo había estado esperando tonta e inútilmente, Emerenc a su vez había montado guardia delante de mi casa y, tras explicarle palabra por palabra al mensajero mi recado, recogió el envío y, sin avisarme, se había retirado a su vivienda. Al venir por la noche con el pollo, me había traído el paquete también, y lo había escondido luego debajo del armario de la cocina. Este episodio se convirtió en un hito importante de nuestra historia, porque a partir de entonces creí durante mucho tiempo que la vieja estaba medio chiflada, y que en el futuro tendríamos que tomar en consideración las singulares reacciones de su mente perturbada.

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Muchas cosas avalaban esa creencia, en especial la información facilitada por un vecino suyo de la mansión antigua compartida por varios inquilinos, un cobrador de facturas al que se conocía como el manitas del barrio, porque en su tiempo libre se dedicaba al bricolaje y a mantenimientos de todo tipo. Él me contó que desde que vivía allí –hacía una eternidad–, nunca se había visto a nadie pisar la vivienda de Emerenc más allá de la antesala de entrada, y que asimismo ella se lo tomaba mal cuando, de un modo imprevisto, pretendían sacarla de ese espacio que tanto protegía de las miradas ajenas. ¿Lo haría para impedir que su gato, al que se oía maullar a veces desde fuera, se escapara? ¿O tendría otras cosas que ocultar aparte del bicho? Nadie podía adivinarlo, ya que sus ventanas estaban protegidas por unas tablas de madera que la vieja no abría nunca. Además, si tenía algo de valor, lo peor que podía hacer era encerrarse de ese modo; cualquiera podría creer que tenía riquezas y agredirla un día para robarle. Casi nunca salía del barrio, salvo para asistir a algún que otro entierro de conocidos suyos a quienes no quería dejar de acompañar en su último viaje; luego volvía a toda prisa como si temiese una desgracia. Me dijo también que no tenía que ofenderme porque ella no me permitiera pasar, y que su propio pariente, el hijo de su hermano Józsi, y también el teniente coronel eran recibidos, tanto en invierno como en verano, en la antesala. Les daba igual, solo les hacía gracia que incluso a ellos Emerenc les prohibiera la entrada a su espacio privado.

AzAjtó utjelzo huEl retrato bastante alarmante que ese hombre había pintado me inquietó aún más. ¿Cómo puede vivir una persona en semejante aislamiento? ¿Y por qué no deja salir al animal, si tiene una parcela vallada del jardín para su uso privado? En el fondo, me parecía una mujer chalada hasta que un día Adélka, la viuda de un asistente de farmacia y una de las incondicionales de Emerenc, me contó, con todo lujo de detalles y con la locuacidad digna de una narración épica, la siguiente historia: el primer gato negro que tuvo la vieja era un gran cazador y, de acuerdo con su condición, causó serios estragos en un palomar que había en el jardín, propiedad de un vecino que había ido a vivir a la finca durante la guerra. El colombófilo tomó una decisión radical: tras escuchar los argumentos de Emerenc sobre la naturaleza de un gato que no es profesor catedrático como para entender de razonamientos, sino una bestia que aun con la panza llena tiene el instinto de cazar, el hombre, sin pedirle que encerrara a su mascota asesina, simplemente lo ahorcó y lo dejó colgado del picaporte de la puerta de su dueña. Cuando la vieja llegó no solo encontró el cuerpo ya rígido de su gato, sino que tuvo que aguantar, encima, la charla edificante del verdugo, explicándole que había tenido que tomar medidas por su cuenta a fin de proteger el único bien que garantizaba sus ingresos y aseguraba el alimento de su familia.

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Emerenc, sin decir nada, quitó el alambre del cuello del gato, que el ajusticiador había utilizado en lugar de una cuerda; los despojos del morrongo, con la garganta abierta, daban escalofríos. Lo enterró en la misma fosa donde habían sepultado durante la guerra al señor Szloka, cuyo cuerpo no había sido exhumado aún. Más adelante, y por si fuera poco, Emerenc se vió involucrada, a raíz de la denuncia del verdugo, en una investigación policial totalmente injusta, la cual, por suerte, se resolvió en buenos términos.

La gestión sumaría del palomero, sin embargo, no le aportó ningún beneficio. Emerenc, en vez de entrar en más peleas, lo ignoraba, y cuando tenía que tratar con él por asuntos legales lo hacía por mediación de su agente, el señor del mantenimiento que se prestaba a traer y llevar recados. No obstante, y como si una macabra solidaridad hubiese unido a los animales, las palomas, una tras otra, empezaron a palmarla. La policía, entonces, inició una nueva investigación en el lugar de los hechos, bajo el mando del subteniente, el mismo, por cierto, que más adelante ascendería al rango de teniente coronel y se convertiría también en amigo de Emerenc. El palomero había denunciado a la vieja por envenenar sus aves, pero, tras realizar la autopsia, en sus estómagos no se encontraron restos de veneno y el veterinario municipal sentenció que la causa había sido una epidemia avícola de origen desconocido que había diezmado también a otras poblaciones de palomas, y que eso no era suficiente motivo para molestar a su vecina ni a las autoridades.

CriaDePalomasEntonces, la comunidad de inquilinos hizo piña frente al asesino del gato y cada uno presentó una reclamación al consejo municipal: el matrimonio de más prestigio, los Brodarics, con la queja de que el zureo matutino de las palomas no les dejaba dormir; el manitas, porque ensuciaban con sus deposiciones su balcón; la ingeniera, argumentando que las aves le provocaban alergia. El consejo municipal, en vez de obligar al palomero a cerrar su criadero, solo lo amonestó, lo que decepcionó a la vecindad, que esperaba una verdadera represalia, un castigo por la muerte del gato.

Ese castigo no se hizo esperar, el verdugo pronto sufrió otra gran pérdida: su plantel de palomas recién adquirido volvió a extinguirse del mismo modo misterioso. Lo denunció de nuevo, pero esa vez el subteniente de la policía no ordenó ninguna investigación veterinaria, sino que reprendió al palomero ton duras palabras por importunar a las autoridades, ya bastante saturadas, con sus constantes e infundadas denuncias. Eso le sirvió al criador de palomas para sacar las conclusiones oportunas y emprender su última actuación: se plantó en la entrada de la finca y desde allí maldijo a voz en grito a Emerenc y, más tarde, aunque sin dejar pruebas, mató al nuevo gato de la vieja y terminó por mudarse a otra casa en una zona ajardinada. Desde su nueva residencia siguió hostigando a la policía con inagotables denuncias contra su antigua portera, Soportando toda esa campaña de acoso con tan buen talante, serenidad y un excelente sentido del humor que solo da la sabiduría, Emerenc consiguió que los funcionarios de la policía y del consejo terminaran encariñándose con ella. En lo sucesivo, ya no dieron ningún crédito a las acusaciones y se acostumbraron simplemente a que, al igual que un pararrayos atrae los rayos, esa señora mayor era un auténtico imán para las calumnias anónimas. En la comisaría le abrieron una carpeta VisBildeServletsolo para sus denuncias, en la que hacían acopio de los más variados expedientes y cada nueva carta era recibida con un leve ademán de mano: hasta los detectives más novatos sabían identificar, por su estilo altisonante y barroco, los escritos del palomero. Los agentes pasaban regularmente a tomar café y a charlar un rato con la vieja en su casa, el subteniente -que mientras tanto escalaba en la jerarquía policial- lo hacia casi diariamente y los muchachos que recién se incorporaban al cuerpo también le eran presentados a Emerenc. Ella les preparaba chorizo, empanada o filloas dulces, a cada uno su capricho, y ellos, que en compañía de la abuela recordaban el terruño y sus familias lejanas, tenían la amable deferencia, a cambio, de no perturbar su tranquilidad con las nuevas calumnias, cada vez más disparatadas que Ja acusaban de haber matado a judíos durante la guerra y robar sus bienes, de ser espía de los británicos y colaborar con ellos desde una emisora clandestina montada en su casa, o de dedicarse ai contrabando y atesorar grandes riquezas que escondía ilícitamente. En honor a la verdad, fue el relato de Adélka lo que finalmente me tranquilizó; si bien contribuyó también una visita que tuve que hacer a la comisaría a causa de mi carnet de identidad extraviado. Un funcionario estaba tomando mis datos cuando el subteniente pasó por la sala y, al oír mi nombre, me hizo pasar a su oficina para charlar mientras esperaba la expedición de mi nuevo documento. Estaba convencida de que sus atenciones iban dirigidas a mí por mi condición de escritora, pero supe enseguida que me había equivocado. Emerenc le había contado que era mí asistenta y lo único que le interesaba al oficial eran las noticias sobre su amiga: si se encontraba bien y qué hacía, y si la hija de su sobrino había vuelto a casa después del hospital. Y yo, ni idea, no sabía siquiera de la existencia de esa niña. Creo que en un principio temía a Emerenc.

Emerenc2

Nos atendió durante más de veinte años, pero en los cinco primeros se podía percibir, con la precisión de un instrumento de medición, la distancia que ella marcaba en la relación. Yo tengo un carácter abierto, me gusta hablar con la gente, incluso con desconocidos, pero Emerenc limitaba la comunicación a lo estrictamente necesario. Iba con prisa siempre, ya que después de cumplir de un modo intachable con su trabajo en mi casa la esperaban otros mil deberes y compromisos. Permanecía activa durante las veinticuatro horas del día, pues a pesar de que nadie podía pisar su vivienda, la antesala, una especie de portería, se había convertido en un centro de informaciones, como si fuera una oficina de telégrafos a la que acudía todo el mundo para dar parte a Emerenc de cuanto había sucedido en el barrio, ya fueran fallecimientos, escándalos, buenas noticias o catástrofes. Le encantaba atender a los enfermos me la encontraba en la calle casi a diario portando ese cacharro, tapado con una servilleta, que reconocía de inmediato: eran los tradicionales «guisos de comadrona», alimentos de gran valor nutritivo que preparaba para cualquier necesitado del que hubiera tenido conocimiento gracias a los rumores de la calle. Siempre sabía quién la requería: Emerenc irradiaba algo especial, era de esas personas a quienes la gente hacia confidencias casi sin querer y sin expectativa alguna de ser correspondidos; estaban acostumbrados a que ella se limitara a los triviales comentarios de rigor, a unos lugares comunes o simples evidencias. La política no le interesaba, el arte tampoco, de deportes no sabía nada y acerca de los chismes sobre infidelidades, aunque los escuchaba, evitaba dar opiniones; lo que más le gustaba era hacer previsiones sobre el tiempo, pues, como ya he dicho, tenia pánico a las tormentas; incluso sus eventuales visitas al cementerio dependían de ello. Además, el tiempo no solo determinaba esas actividades que podríamos llamar sociales, sino también su horario de otoño y de invierno en que subordinaba BarrerLaNievetoda su jornada laboral a las inclemencias del frío y a los caprichos despóticos de las precipitaciones. Cuando nevaba, se encargaba ella sola de limpiar las aceras de delante de casi todas las casas más grandes del barrio; en esos días no le quedaba tiempo ni siquiera para escuchar la radio, solo un rato de madrugada o después de medianoche. Cuando andaba por la calle, bacía sus pronósticos del tiempo dejándose guiar directamente por las estrellas. Las conocía por los mismos nombres que sus antepasados y, según fuera su intensidad, más brillante o más pálida, sabía si al día siguiente el tiempo cambiaría o no, aun antes de que los meteorólogos lo anunciaran. La contrataron para barrer la nieve de once fincas, y cuando llovía o nevaba torrencial mente parecía una enorme muñeca de trapo, irreconocible, disfrazada con gruesos abrigos en lugar de su ropa habitual en cuyo cuidado ponía siempre tanto esmero, y con botas de goma en vez de sus lustrosos zapatos. En los inviernos más duras se tenía la sensación de que Emerenc pasaba todo su tiempo en la calle y que nunca paraba en casa ni para dormir como cualquier mortal. Y era verdad: lo único que hacía era asearse diariamente y cambiarse de ropa, pero no se acostaba nunca ni tenía cama, pues no la necesitaba. Le bastaba con un pequeño sillón, un laversit o «asiento de los enamorados», para echar un cabezada sentada: la única postura que le permitía apoyar la columna cómodamente, porque en cuanto se tumbaba del todo sentía debilidad y vértigo, algo inaguantable, como ella explicaba.

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Cabe decir que cuando nevaba intensamente ni siquiera podía tomar ese pequeño descanso en el laversit, ya que, apenas terminaba cuatro fincas la calle estaba otra vez cubierta de nieve y debía de empezar de nuevo, y así sucesivamente en un ir y venir interminable con sus grandes botas y una enorme escoba de ramas en sus manos. Nos habíamos acostumbrado a que en esos días blancos nos abandonara, pero no se me ocurría poner pega alguna, ¿para qué?, si los posibles argumentos, aunque implícitos, de Emerenc resultaban irrebatibles: que nosotros estamos bajo techo, que el piso está bastante arreglado gracias a ella, que aguantemos, ya habrá tiempo para recuperar todo, aparte de que a mí tampoco me viene mal un poco de ejercicio. Apenas la nieve daba algo de tregua, Emerenc volvía a aparecer por casa para hacer una limpieza general extraordinaria y para dejarnos, de paso y sin comentario alguno, un buen asado o unas pastas de miel caseras en la mesa de la cocina. Entendí que esas delicias, igual que el pollo tras sus incomprensibles insultos de aquella primera vez, eran un mensaje por su parte, como diciendo mediante una bandeja llena de manjares que está bien muchachos, os habéis portado bien, os merecéis un premio, como si fuéramos unos críos en edad escolar que esperan ser recompensados y ninguno de nosotros estuviera a dieta.

TheDoor SzaboCómo una sola persona podía vivir tantas vidas a la vez, no lo sé, pero Emerenc no paraba nunca, cuando no barría corría con el guiso de comadrona, o andaba detrás del dueño de algún animal de compañía perdido y, si no lo encontraba, buscaba un nuevo hogar, casi siempre con éxito, para la mascota huérfana; en caso contrario, el perro o gato en cuestión desaparecía sin dejar rastro, como si nunca se le hubiera visto husmear en los contenedores de basura del barrio. Emerenc trabajaba una barbaridad y atendía a muchas casas; también ganaba bastante, si bien nunca admitía propina; eso todavía podía entenderlo, pero no que se negara a aceptar regalos. A esa vieja le gustaba dar, pero que le ofrecieran algo a ella, en vez de alegrarle y hacerla sonreír, le indignaba. En vano intenté durante anos, una y otra vez, darle algo extra. Su reacción invariablemente fue un rechazo rotundo con el argumento de que su trabajo ya estaba remunerado y punto; entonces yo, dolida hasta el alma, volvía a guardar el sobre mientras mi marido se mofaba de mí diciendo que dejara de hacerle la corte a Emerenc de una vez, por todas, que las cosas estaban bien como estaban y que a él le convenía tener a una persona que nos atendiera como una sombra invisible y que, aun cumpliendo con su trabajo de forma irregular y en unos horarios imposibles, lo hacía a la perfección sin siquiera aceptar tomar un café a cambio. Que ella era la asistenta perfecta, y allá yo si no me bastaba con su rendimiento como tal, y que encima le exigía, como a todo el mundo, que intimara como una amiga. Me costó reconocer que Emerenc había decidido deliberadamente no confraternizar con nosotros, como con nadie de su entorno en aquellos tiempos.

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HERMANOS DE CRISTO

En realidad ella mantuvo esa distancia durante años, hasta que un día mi marido enfermó gravemente…

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