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Fragmentos de libros.  MIEDO Y ASCO EN LAS VEGAS de H.S.Thompson  Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: HaciaArriba
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

...   El ambiente de callejón de borrachos de la habitación resultaba tan terrible, tan increíblemente disparatado, que pensé que probablemente podría convencerles de que era una especie de «muestra en vivo» que habíamos traído de Hight Street, para mostrar a los polis de otras partes del país lo profundamente que podía hundirse en la basura y la degeneración la gente de la droga si se la dejaba a sus propios instintos.

Pero, ¿qué clase de adicto necesitaría todas aquellas cáscaras de coco y aquellas mondas de pomelo aplastadas? ¿Explicaría la presencia de junkies todas aquellas patatas fritas? ¿Y aquellos charcos de salsa de tomate cristalizada sobre la mesa?

LaHabitaciónDelHotel

Quizá sí. Pero, ¿y todo aquel alcohol? ¿Y aquellas groseras fotos pornográficas, arrancadas de revistas como Putas de Suecia y Orgias en la Casbah, pegadas sobre el espejo roto con chafarrinones de mostaza que se habían secado convirtiéndose en una dura costra amarillenta…? Y todos aquellos signos de violencia y aquellas extrañas bombillas rojas y azules y aquellos fragmentos de cristal roto embutidos en el yeso de la pared…

No; aquéllas no eran las huellas de un junkie normal y temeroso de Dios. Era demasiado salvaje, demasiado agresivo. En aquella habitación había pruebas de consumo excesivo de casi todos los tipos de droga conocidos por el hombre civilizado desde el año 1544 d.C. Aquello sólo podía explicarse como un montaje, una especie de exposición médica exagerada, organizada meticulosamente para mostrar lo que podía suceder si veinte peligrosos drogadictos (cada uno de ellos con una adicción distinta) fuesen estabulados juntos en la misma habitación cinco días con sus noches, sin descanso.

Sí, desde luego. Pero, claro está, eso jamás sucedería en la Vida Real, caballeros. Sólo organizamos esto con el objetivo de hacer una demostración

De pronto sonó el teléfono, arrancándome de mi estupor imaginativo. Lo miré… Rinnnngggg… Dios mío, ¿ahora qué? ¿Será ya? Casi pude oír la áspera voz del Director, el señor Heem, diciendo que la policía se dirigía a mi habitación y que, por favor, no disparase contra la puerta cuando empezasen a echarla abajo a patadas. Riiinngg… No, no llamarían primero. En cuanto decidiesen echarme el guante, seguramente montarían la emboscada en el ascensor: primero Mace, luego se echarían en masa sobre mí. Lo harían sin previo aviso.

Así que cogí el teléfono. Era mi amigo Bruce Innes, que me llamaba desde el CircusCircus. Había localizado al hombre que quería vender el mono que yo había andado buscando. El precio era de setecientos cincuenta dólares.

- ¿Pero con quién diablos estás tratando tú? -dije-. Anoche eran cuatrocientos.

- Dice que es que acaba de descubrir que está muy bien enseñado -dijo Bruce-. Anoche le dejó dormir en el remolque y el bicho se cagó en la ducha.

MonkyInTheWater- Eso no significa nada -dije-. A los monos les atrae el agua. La próxima vez se cagará en el fregadero.

- Quizá sería mejor que vinieras hasta aquí a discutir con este tío -dijo Bruce-. Está aquí conmigo en el bar. Le dije que querías el mono y que podías proporcionarle un buen hogar. Creo que negociará. Está realmente encariñado con ese bicho asqueroso. Está aquí en el bar con nosotros, sentado en un taburete, el muy cabrón, babeando sobre una jarra de cerveza.

- Bueno, vale -dije-. Tardaré diez minutos. No dejes que ese cabrón se emborrache. Quiero conocerle en su estado normal.

Cuando llegué al Circus-Circus estaban metiendo a un viejo en una ambulancia, allí a la entrada.

-¿Qué pasó? -le pregunté al encargado de los coches.

- No estoy seguro -dijo-. Dicen que le dio un ataque. Pero he visto que le han arrancado toda la parte de atrás de la cabeza.

Se deslizó en el interior de la Ballena y me entregó un comprobante.

- ¿Quiere que le guarde la bebida? -preguntó, alzando un gran vaso de tequila que estaba en el asiento del coche-. Si quiere puedo guardarla en la nevera.

Le dije que sí. Aquella gente se había familiarizado con mis hábitos. Había estado tantas veces allí, con Bruce y los otros de la banda, que los encargados de los coches sabían mi nombre… aunque yo jamás me había presentado, y nadie me lo había preguntado. Supongo simplemente que aquello formaba parte del asunto, y que habrían estado hurgando en la guantera y habrían encontrado algún cuaderno con mi nombre.

La verdadera razón, en la que no caí por entonces era que aún llevaba mi tarjeta de identificación de la Conferencia de Fiscales de Distrito. Colgaba del bolsillo de mi cazadora multicolor, pero hacía tiempo que me había olvidado de ella. Suponían sin duda que era una especie de superagente especial de incógnito… o quizá no; quizás estuviesen siguiéndome la corriente porque imaginaban que un tipo tan loco como para hacerse pasar por policía mientras andaba por Las Vegas en un descapotable Cadillac blanco con un vaso en la mano sin duda tenía que ser un fuera serie, incluso quizá peligroso. En un ambiente en el que nadie con cierta ambición es realmente lo que parece ser, no se corre mucho riesgo actuando como un freak rey del infierno. Los supervisores debían hacerse señas significativas y murmurar sobre «esos jodidos tipos sin clase».

La otra cara de la moneda es el síndrome «¡Maldita sea! ¿Quién es eso?» Esto suele pasar con porteros, conserjes y encargados que suponen que todo el que actúa como un chiflado pero da grandes propinas, tiene que ser importante, lo cual significa que hay que seguirle la corriente, o por lo menos tratarle con cordialidad.

MezcalinaPero nada de esto importa mucho con la cabeza llena de mescalina. Simplemente andas por allí, haciendo lo que te parece correcto, que normalmente lo es. Las Vegas está tan lleno de freaks naturales (gente verdaderamente pasada) que en realidad las drogas no son un problema, salvo para los polis y para el sindicato de la heroína. Los psicodélicos resultan casi intrascendentes en una gran ciudad en la que puedes entrar en un casino a cualquier hora del día o de la noche y presenciar la crucifixión de un gorila… en una llameante cruz de neón que se convierte de pronto en una rueda giratoria, haciendo rodar al animal en disparatados círculos sobre las atestadas mesas de juego.

Encontré a Bruce en el bar, pero no había rastro del mono.

- ¿Dónde está el bicho? -pregunté-. Estoy dispuesto a firmar un cheque. Quiero llevarme a casa en el avión a ese maldito cabrón. Ya he reservado dos billetes de primera, para R. Duke e Hijo.

- ¿Quieres llevarlo en avión?

- Hombre, pues claro -dije-. ¿Crees que me dirán algo? ¿Crees que van a llamarme la atención por los defectos de mi hijo?

Se encogió de hombros.

- Olvídalo -dijo-. Acaban de llevárselo. Atacó a un viejo aquí mismo en el bar. El muy gilipollas empezó a chillarle al encargado del bar por «permitir entrar aquí a esa chusma descalza» y en ese momento, el mono lanzó un grito… y el viejo le tiró la cerveza, y el mono se puso loco, saltó del asiento como el muñeco de una caja de sorpresa y le arrancó de un mordisco un trozo de nuca… el tío del bar tuvo que llamar a una ambulancia y luego vinieron los polis y se llevaron al mono.

- Maldita sea -dije-. ¿Cuánto es la fianza? Quiero ese mono.

- Contrólate -dijo él-. Será mejor que no te acerques a la cárcel. Es lo que necesitan para poder empapelarte. Olvídate de ese mono. No lo necesitas para nada.

Pensé un poco en el asunto, y decidí que era probable que tuviera razón. No tenía ningún sentido estropearlo todo por un mono violento al que ni siquiera había llegado a conocer. En realidad, probablemente me arrancase media cabeza de un mordisco si intentaba sacarle bajo fianza. Tardaría un tiempo en calmarse después del choque de verse entre rejas, y yo no podía permitirme esperar.

- ¿Cuándo te vas? -preguntó Bruce.

- Lo antes posible -dije-. No tiene sentido que siga más en esta ciudad. Tengo todo lo que necesito. Cualquier otra cosa sólo serviría para confundir.

Pareció sorprenderse.

- ¿Encontraste el Sueño Americano? ¿En esta ciudad?

Asentí.

- En este momento estamos sentados exactamente en el nervio principal -dije-. ¿Recuerdas aquella historia que nos contó el encargado sobre el propietario de este local? ¿Lo de que siempre había querido escaparse y entrar en un circo, de chaval?

Bruce pidió otras dos cervezas. Contempló un momento el casino y luego se encogió de hombros.

- Sí, entiendo lo que quieres decir -dijo-. Ahora el cabrón tiene su propio circo y un permiso para robar, además.

Luego cabeceó y dijo:

- Tienes razón… él es el modelo.

- Perfecto -dije yo-. Puro Horatio Alger, toda su actitud. Quise tener una charla con él, pero una pomposa lesbiana que decía ser su secretaria ejecutiva, me mandó a la mierda. Según ella, la prensa es lo que el tipo más odia de todo el país.

SpiroAgnew- Él y Spiro Agnew -murmuró Bruce.

- Tienes razón, los dos -dije-. Intenté explicarle a aquella tía que yo estaba de acuerdo con todo lo que representaba él, pero me dijo que si sabía lo que me convenía lo mejor era que me largara de la ciudad y no pensara siquiera en molestar al Jefe. «Odia de veras a los periodistas», me dijo. «Y no quiero que esto parezca una amenaza, pero si yo fuese usted, lo consideraría…»

Bruce asintió. El jefe estaba pagándole mil pavos semanales por dos actuaciones cada noche en el Leopard Lounge, y otros dos grandes para el grupo. Lo único que se les pedía era que hiciesen muchísimo ruido durante dos horas todas las noches. Al Jefe le importaba un pito las canciones que cantaran. Con tal de que el ritmo fuese fuerte y los amplis aullasen lo bastante para atraer a la gente al bar.

Resultaba muy raro estar sentado allí en Las Vegas y oír cantar a Bruce cosas fuertes como «Chicago» y «Country Song». Si la dirección se hubiese molestado en escuchar la letra, habrían embreado y emplumado a toda la banda.

Varios meses después, en Aspen, Bruce cantó las mismas canciones en un club lleno de turistas y un antiguo astronauta (*Se suprime el nombre a instancias del abogado del editor) y cuando terminó la última pieza el astronauta se acercó a nuestra mesa y empezó a aullar toda clase de beodas chorradas superpatrióticas, espetándole a Bruce:

- ¿Cómo es que un maldito canadiense tiene el descaro de venir aquí a insultar a este país?

- Oiga, amigo -dije yo-. Soy norteamericano, sabe. Vivo aquí, y estoy de acuerdo con todo lo que él dice.

En ese momento aparecieron los apagabroncas, sonriendo inescrutables y dijeron:

- Buenas noches, caballeros. El I Ching dice que es hora de tranquilidad, ¿entendido? Y en este local no se molesta a los músicos. ¿Está claro?

El astronauta se fue, mascullando sombríamente que iba a utilizar su influencia para «que se haga algo rápidamente», con los estatutos de inmigración.

- ¿Cómo se llama usted? -me preguntó, mientras los apagabroncas se lo llevaban.

- Bob Zimmerman -dije-. Y lo que más odio en este mundo, es un maldito cabezón polaco.

- ¿Me toma por un polaco? -chilló-. ¡Vagabundo mierda! ¡Son todos basura! Usted no representa a este país.

-Ojalá no lo represente usted tampoco -murmuró Bruce. El astronauta aún seguía bufando mientras lo arrastraban a la calle.

La noche siguiente, en otro restaurante, el astronauta estaba llenándose el buche, sobrio perdido, y se acercó un chaval de unos catorce años a la mesa a pedirle un autógrafo. El astronauta se hizo el tímido un momento, fingiendo embarazo, y luego garrapateó su firma en el pedacito de papel, que le entregó el muchacho. El chaval lo miró un momento, luego lo rompió en cachitos y los dejó caer sobre el regazo del astronauta.

- No todo el mundo te quiere, amigo -dijo.

Luego se dio la vuelta y se sentó en su mesa, a unos dos metros de distancia.

El grupo del astronauta se quedó mudo. Eran ocho o diez personas. Esposas, ejecutivos e ingenieros importantes, que querían enseñarle al astronauta lo que era una noche de juerga en el fabuloso Aspen. Y de pronto, parecía como si alguien acabase de rociar su mesa con una neblina de mierda. No decían ni palabra.

Terminaron rápidamente de cenar y se fueron sin dejar propina.

Esto en cuanto a Aspen y a los astronautas. El tipo de esta historia no habría tenido esos problemas en Las Vegas.

Una ración pequeña de esta ciudad da para mucho tiempo. Después de cinco días en Las Vegas, tienes la sensación de llevar cinco años. Algunos dicen que les gustan. pero también hay a quien le gusta Nixon. Sería un alcalde perfecto para esta ciudad. Con John Mitchel de sheriff y Agnew de director de alcantarillas.

Capítulo 13

EL FINAL DEL CAMINO…
LA MUERTE DE LA BALLENA…
SUDANDO A MARES EN EL AEROPUERTO

Cuando intenté sentarme en la mesa de bacará, los apagabroncas me echaron mano.

- Este no es sitio para ti -dijo tranquilamente uno de ellos-. Lárgate.

- ¿Por qué?

Me llevaron hasta la entrada principal y pidieron que me trajeran la Ballena.

- ¿Qué es de tu amigo? -me preguntaron, mientras esperábamos.

- ¿Qué amigo?

- Ese hispano grandón.

- Oye -dije-. Soy doctor en periodismo. Nunca me veríais por aquí con un hispano de mierda.

Se echaron a reír.

- ¿Y esto qué? -dijeron, y me plantaron delante una gran foto en la que aparecíamos mi abogado y yo sentados en una mesa del bar flotante.

Me encogí de hombros.

Rev RollingStone- Ese no soy yo -dije-. Ese es un tío que se llama Thompson, que trabaja para Rolling Stone… un mal bicho, un chiflado. Y el que está sentado con él es un pistolero de la mafia de Hollywood. Demonios, ¿es que no habéis estudiado la foto? ¿Qué clase de loco andaría por Las Vegas llevando un guante negro?

- Ya nos dimos cuenta de eso -dijeron-. ¿Dónde está ahora?

Me encogí de hombros.

- Se mueve muy rápido -dije-. Recibía órdenes de San Luis.

Me miraron fijamente.

- ¿Cómo sabes tú todo eso?

Les mostré mi placa dorada de la asociación de amigos de la policía, con un movimiento rápido, dando la espalda al público.

- Actuad con naturalidad -murmuré-. No me comprometáis.

Aún seguían mirando cuando me aleje en la Ballena. El tipo trajo el coche en el momento justo. Le di un billete de cinco dólares y salí de allí con un elegante rechinar de neumáticos.

Todo había terminado. Fui hasta el Flamingo y cargue en el coche todo el equipaje. Intente subir la capota, para mayor intimidad, pero no se que le pasaba al motor. La luz del generador llevaba encendida, con un feroz brillo rojo, desde que había metido aquel trasto en el Lago Mead para una prueba de agua. Un rápido vistazo al cuadro de mandos me indicó que los circuitos del coche estaban totalmente jodidos. No funcionaba nada. Ni siquiera los faros… y cuando conecte el acondicionador de aire, oí una desagradable explosión debajo del capó.

La capota se había quedado atascada a mitad de camino, pero decidí ir hasta el aeropuerto. Si aquel maldito trasto no funcionaba bien, siempre podía abandonarlo y coger un taxi. A la mierda aquella basura de Detroit. No deberían permitirles hacer trastos así.

Salía el sol cuando llegue al aeropuerto. Dejé la Ballena en el aparcamiento VIP. Un chaval de unos quince años lo recogió, pero me negué a contestar a sus preguntas. Estaba muy excitado por el estado general del vehículo.

- ¡Santo Dios! -gritaba-. ¿Cómo pudo pasar esto?

No hacía más que ir de un lado a otro del coche, señalando las diversas abolladuras, rascadas y desconchones.

- Ya sé, ya sé -dije-. Me lo han dejado hecho una mierda.

Es una ciudad jodida para andar con descapotables. Lo peor fue ahí en el bulevar, frente al Sahara. ¿Sabes esa esquina donde se reúnen todos los junkies? Dios mío, fue algo increíble cuando se volvieron todos locos a la vez.

No era un chaval demasiado inteligente. Se puso pálido enseguida y luego pasó a un estado de mudo terror.

-Pero no hay por qué preocuparse, hombre -dije-. Estoy asegurado.

Le enseñé el contrato indicándole la cláusula en letra pequeña donde decía que estaba asegurado a todo riesgo por sólo dos dólares al día.

El chaval aún seguía gesticulando cuando me largué. Me sentía un poco culpable por dejarle a él el problema del coche. No había manera de explicar aquel deterioro generalizado. El coche estaba acabado, era una ruina, una mierda absoluta. En circunstancias normales, me habrían agarrado y detenido al intentar devolverlo… pero no a aquellas horas de la mañana en que sólo estaba allí aquel chaval. Además, después de todo yo era un VIP. De otro modo, jamás me hubiesen alquilado aquel coche, ya para empezar…

OneTokeOver    MTambourineMan    MenphisBluesAgain      

Los pollitos vuelven al nido, pensé, mientras me metía rápidamente en el aeropuerto. Aún era demasiado temprano para actuar normalmente, así que me espatarré en la cafetería detrás del Times de Los Ángeles. Al fondo del pasillo, una máquina de discos tocaba «One poke over the line». Escuché un momento, pero mis terminales nerviosas ya no eran receptivas. La única canción con la que podría haber conseguido relacionarme en aquel momento era «Mister Tambourine Man». O quizá «Memphis Blues Again»…

«¿Awww, mama… pueda realmente… ser esto el final…?»

Mi avión salía a las ocho, lo que significaba que tenía que matar dos horas. Me parecía imposible pasar desapercibido, y no me cabía la menor duda de que me estaban buscando; la red se cerraba… era sólo cuestión de tiempo el que se lanzasen sobre mí como si fuese una especie de animal rabioso.

Consigné todo mi equipaje. Todo menos la bolsa de cuero, que estaba llena de drogas. Y la 357. ¿Tendrían en aquel aeropuerto el maldito sistema de detección de metales? Me acerqué a la puerta de acceso a las pistas procurando aparentar indiferencia mientras examinaba la zona para localizar cajas negras. No había ninguna visible. Decidí correr el riesgo: me lancé a cruzar la puerta con una gran sonrisa en la cara, murmurando distraídamente sobre «una terrible baja en el mercado de quincallería»…

Sólo otro vendedor fracasado más pasando por consigna. La culpa de todo la tiene el cabrón de Nixon, no hay duda. Decidí que parecería todo mucho más natural si encontraba alguien con quien charlar… una charla normal entre pasajeros:

- ¿Qué tal, amigo? Supongo que debe de estar preguntándose usted por qué sudo tanto. ¡Sí! En fin, qué demonios, amigo… ¿Ha leído los periódicos hoy…? ¡Es increíble lo que han hecho esos cabrones esta vez!

Pensé que eso serviría… pero no pude encontrar a nadie que pareciese lo bastante seguro para hablar con él. Todo el aeropuerto estaba lleno de gente que parecía capaz de lanzarse a por mi costilla flotante si hacía un movimiento en falso. La verdad es que me sentía medio paranoico… como una especie de criminal chupacráneos huyendo de Scotland Yard.

Mirase a donde mirase, no veía más que Cerdos. Porque aquella mañana, el aeropuerto de Las Vegas estaba lleno de polis. El éxodo masivo después de la Conferencia de Fiscales de Distrito. Cuando caí en la cuenta, me sentí mucho más tranquilo respecto a la salud de mi propio cerebro…

SudandoEnElAeropueroTODO PARECE PREPARADO
¿Estás preparado?
¿Preparado?

Bueno, ¿por qué no? Hoy es un día peligroso en Las Vegas. Mil policías salen de la ciudad, cruzan el aeropuerto en grupos de tres y seis. Vuelven a casa. La conferencia sobre la droga ha terminado. El vestíbulo del aeropuerto hormiguea de animadas conversaciones y cuerpos. Vasos de cerveza y Bloody Maries. De vez en cuando hay una víctima de sarpullido a causa de los tirantes de la funda sobaquera. Ya no tiene sentido ocultar el asunto. Que se quede colgando… o al menos aireemos un poco la zona.

Sí, gracias, es usted muy amable… creo que reventé un botón de los pantalones… espero que no se me caigan. No quiero que se me caigan los pantalones en este momento. No sería oportuno.

No, joder. Hoy no. No aquí, en mitad del aeropuerto de Las Vegas, en esta mañana de sudor, al final de la cola de esta gran asamblea sobre narcóticos y drogas peligrosas.

«Cuando el tren… llegó a la estación… la mire a los ojos…»

Qué música desagradable la de este aeropuerto.

«Si, resulta difícil decirlo, resulta difícil decirlo cuando todo tu amor es en Vano…»

De vez en cuando, te cae uno de esos días en que todo es en vano… un mal viaje del principio al fin. Y si de veras sabes lo que te conviene, lo que tienes que hacer esos días es acurrucarte en un rincón seguro y observar. Quizá pensar un poco. Recostarte en una silla de madera barata, aislada del tráfico, y arrancar hábilmente las tapas de cinco o seis Budweisers… fumarte un paquete de Marlboro, tomar un bocadillo de manteca de cacahuetes y, por último, hacia el atardecer, tomar una pastilla de buena mescalina… luego salir en el coche hasta la playa. Llegar hasta las olas, en la niebla, y chapotear por allí con los pies helados a unos diez metros de las olas… cruzándose con pequeñas aves estúpidas y cangrejos, y de vez en cuando un gran pervertido o un desecho lanudo que se aleja cojeando y que vagan solos detrás de las dunas y de la basura que deja el mar…

Estas serán las gentes a las que no se te presentan como es debido… al menos si tu suerte aguanta. Pero la playa es menos complicada que una hirviente mañana de ayuno en el aeropuerto de Las Vegas.

Yo me sentía muy lúcido. ¿Psicosis anfetamínica? ¿Demencia paranoide?… ¿Qué es? ¿Mi equipaje argentino? ¿Esta cojera que hizo que me rechazaran en tiempos en el Centro de Instrucción de Oficiales de la Reserva de la Marina?

Si, realmente. ¡Este hombre nunca podrá caminar como es debido, Capitán! Tiene una pierna más larga que otra… No mucho. Tres octavos de pulgada o así, lo que significa aproximadamente dos octavos de pulgada más de lo que podía tolerar el capitán.

Así que nos separamos. El aceptó un destino en el Mar de China y yo me convertí en doctor de periodismo Gonzo… y varios años después, cuando mataba el tiempo en el aeropuerto de Las Vegas aquella horrible mañana, cogí un periódico y vi cuál había sido el triste destino de aquel capitán:

CAPITÁN ASESINADO
POR NATIVOS DESPUÉS DE
UN ASALTO «ACCIDENTAL»
EN GUAM

(AOP) — A bordo del portaviones de la Marina Norteamericana Caballo Loco: En algún lugar del Pacifico (25 de septiembre) -Toda la tripulación de tres mil cuatrocientos sesenta y cinco hombres de este novísimo portaviones norteamericano se hallan hoy de luto, después de que cinco tripulantes, incluido el capitán, fuesen troceados como carne de piña en una bronca con la policía antiheroína del puerto neutral de Hong See. El doctor Bloor, capellán del buque, presidió unos tensos servicios fúnebres al amanecer, en la cubierta del barco. El coro de la Cuarta Flota cantó «Tom Thumb's Blues»… y luego, las campanas del barco doblaron frenéticamente y los restos de los cinco hombres fueron quemados en una calabaza y arrojados al Pacífico por un oficial encapuchado conocido sólo como «El Comandante».

Poco después de terminados los servicios, los tripulantes empezaron a pelear entre sí y quedaron cortados por un período indefinido todas las comunicaciones de la embarcación. Portavoces oficiales del cuartel general de la Cuarta Flota de Guam declararon que la Marina no quería hacer «ningún comentario» sobre la situación, pues estaban pendientes de los resultados de la investigación a alto nivel realizada por un equipo de especialistas civiles dirigidos por el antiguo fiscal de distrito de Nueva Orleans, James Garrison.

…¿Por qué molestarse en leer los periódicos si lo que ofrecen es esto? Tenía razón Agnew. Los de prensa son una pandilla de maricas crueles. El periodismo no es ni una profesión ni un oficio. Es un cajón de sastre para meticones e inadaptados… acceso falso al lado posterior de la vida, un agujero sucio y meado desechado por el supervisor del editorial, pero justo lo bastante profundo para que un borracho se acurruque allí desde la acera, y se masturbe como un chimpancé en la jaula de un zoo.

Capítulo 14

¡ADIÓS A LAS VEGAS…!
«¡DIOS SE APIADE DE VOSOTROS, PUERCOS!»

Mientras andaba por el aeropuerto, me di cuenta de que aún llevaba la tarjeta de identificación policial. Era un liso rectángulo anaranjado, que decía: «Raoul Duke, investigador especial, Los Ángeles». La vi en el espejo del urinario.

Líbrate de ese chisme, pensé. Arráncalo. Este asunto ha terminado… y no demostró nada. Al menos para mí. Y, desde luego, tampoco para mi abogado (que también tenía una tarjeta de identificación), pero él estaba ya en Malibú curando sus heridas paranoides.

ANFDHabía sido una pérdida de tiempo, un montaje inaceptable que era únicamente (visto a distancia) una mala excusa para que mil polis pasasen unos cuantos días en Las Vegas a costa de los contribuyentes. Nadie había aprendido nada, o, al menos, nada nuevo. Salvo quizá yo… y todo lo que yo había aprendido era que la Asociación Nacional de Fiscales de Distrito llevaba unos diez años de retraso respecto a la amarga verdad y las crudas realidades cinéticas de lo que ellos hacía poquísimo que habían aprendido a llamar «la cultura de la droga, en este loco año de nuestro Señor de 1971».

Aún siguen sacando a los contribuyentes miles de dólares para hacer películas sobre «los peligros del LSD», en un momento en el que todo el mundo sabe (todo el mundo menos los polis) que el ácido es el Studebaker del mercado de la droga; la popularidad de los psicodélicos se ha hundido tan drásticamente que la mayoría de los grandes traficantes ya no manejan siquiera ácido o mescalina de calidad salvo como un favor a clientes especiales: principalmente cansados diletantes de la droga que pasan de los treinta años… como yo y mi abogado.

Hoy el gran mercado son los depresores. El seconal y la heroína… y pociones infernales de mala yerba nacional espolvoreada con cualquier cosa, desde arsénico a tranquilizantes para caballos. Lo que hoy se vende es cualquier cosa que te machaque del todo, cualquier cosa que te cortocircuite el cerebro y lo bloquee durante el mayor tiempo posible. El mercado del ghetto florece ahora en las zonas residenciales. El tipo del Meprobamato (*Tranquilizante suave utilizado en el tratamiento de los estados de ansiedad y como relajante muscular. Puede producir adicción física (N. de los T.)) ha pasado, como una especie de venganza, a la inyección intramuscular e incluso a inyectarse en la vena… y, por cada ex adicto a la anfetamina que se deja arrastrar, buscando un respiro, a la heroína, hay doscientos chavales que pasan directamente del seconal a la aguja. No se molestan siquiera en probar la «velocidad».

DMTLos estimulantes ya no están de moda. La methedrina es casi tan rara, en el mercado de 1971, como el ácido puro o el DMT. La «Expansión de la Conciencia» se fue con Johnson… y es importante destacar que, históricamente, los depresores llegaron con Nixon.

Subí renqueando al avión sin más problema que una oleada de vibraciones desagradables de los otros pasajeros… pero tenía la cabeza tan quemada por entonces, que me hubiese dado igual subir a bordo completamente desnudo y cubierto de chancros supurantes. Habría hecho falta un gran derroche de fuerza física para sacarme de aquel avión. Estaba ya tan lejos de la simple fatiga, que empezaba a sentirme tranquilamente adaptado a la idea de la histeria permanente. Sentía como si el menor malentendido con la azafata pudiera volverme loco o hacerme empezar a dar gritos… y la mujer pareció percibirlo, pues me trató con mucha amabilidad.

Cuando quise más cubitos de hielo para mi Bloody Mary, me los trajo enseguida… y cuando se me acabaron los cigarrillos, me dio una cajetilla de su propio bolso. Sólo se puso algo nerviosa cuando saque un pomelo de la bolsa y empecé a partirlo con un cuchillo de caza. Advertí que me miraba atentamente, así que intente sonreír.

- Nunca voy a ningún sitio sin pomelos -dije-. Es muy difícil conseguir uno verdaderamente bueno… salvo que uno sea rico.

Asintió con un gesto.

Le lancé la mueca/sonrisa de nuevo, pero resultaba difícil saber lo que estaba pensando. Sabía que era muy posible que hubiera decidido ya hacer que me sacaran del avión en una jaula cuando llegáramos a Denver. La miré fijamente a los ojos un rato. Pero ella permaneció inmutable.

Estaba dormido cuando nuestro avión tocó tierra, pero la sacudida me despertó al instante. Mire por la ventanilla y vi las Montañas Rocosas. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí, me pregunte. No tenía ningún sentido. Decidí llamar a mi abogado lo antes posible. Pedirle que me mandara dinero para comprar un enorme Doberman albino. Denver es un centro de DobermanAlbinodistribución nacional de Dobermans robados; llegan de todos los rincones del país.

Dado que ya estaba allí, pensé que podría aprovechar para conseguir un perro bravo. Pero antes, algo para mis nervios. En cuanto aterrizó el avión, corrí a la farmacia del aeropuerto y pedí a la dependienta una caja de amyls.

Empezó a menearse y a mover la cabeza.

- Oh no -dijo al fin-. No puedo venderle esas cosas sin receta.

- Lo se -dije-. Pero mire, yo soy doctor. No necesito receta.

Seguía impacientándose.

- Bueno… tendrá que enseñarme alguna tarjeta de identificación -gruñó.

- Claro, claro.

Saqué la cartera y le permití ver la falsa placa policial mientras buscaba entre los papeles hasta encontrar mi Tarjeta Eclesiástica de Descuento que me identificaba como Doctor de la Divinidad y Ministro Titulado de la Iglesia de la Verdad Nueva.

La inspeccionó atentamente. Luego me la devolvió. Percibí un respeto nuevo en su actitud. Su mirada era más cordial. Parecía desear enternecerme.

- Espero que me perdone, doctor -dijo, con una linda sonrisa-. Pero tenía que preguntar. Tenemos algunos freaks auténticos, en esta ciudad. Adictos peligrosos. No se imagina usted.

- No se preocupe -dije-. Lo entiendo perfectamente. Pero padezco del corazón y espero…

- ¡Con mucho gusto! -exclamó, y en cuestión de segundos estaba de vuelta con una docena de amyls. Pagué sin aludir siquiera al descuento eclesiástico. Luego abrí la caja y rompí inmediatamente una debajo de la nariz mientras ella observaba.

- Agradezca que su corazón es joven y fuerte -le dije-. Si yo fuera usted… jamás… ah… ¡santo Dios!… ¿qué? Sí, tendrá que disculparme ahora; siento que empieza a hacer efecto.

Me volví y salí tambaleándome en dirección al bar.

- ¡Dios se apiade de vosotros, puercos! -grité a dos marines que salían del servicio de caballeros.

Me miraron pero no dijeron nada. Para entonces, iba ya riéndome a lo loco. Pero daba igual. Yo no era más que otro clérigo estúpido enfermo del corazón. Mierda, me querrán en el Brown Palace. Tomé otra buena ración de amyl, y cuando llegué al bar mi corazón rebosaba alegría.

Me sentía como una monstruosa reencarnación de Horatio Alger… un Hombre en Marcha, y estaba tan enfermo como para sentir una confianza y una seguridad absolutas.

***

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