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Fragmentos de libros.   TODO LO QUE HAY de James Salter   Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: Arriba FraLib
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

     .... Llegó al restaurante aquella noche vistiendo pantalones negros y una camisa blanca de volantes. Wells se levantó como un escolar obediente cuando ella llegó a la mesa.

- Me gustan mucho sus libros -le dijo Ann.

Michele Wells bebía una copa de vino. Su esposo había pedido un bourbon old fashioned.

-¿Qué es eso? -preguntó Ann.

Wells se lo explicó brevemente.

-Es lo que bebía mi padre -añadió.

-Voy a probarlo.

-¿Suele tomarlo? -preguntó él encantado.

OldFashioned-No, éste será el primero. -Ya nadie lo pide -comentó -. En realidad, cuando mi padre murió ya no lo tomaba; se había pasado al whisky. Tuvo un infarto y una noche pidió una copa. Quería un escocés con un poco de agua y le preguntó a la enfermera si le apetecía beber con él. Dieron unos sorbos y charlaron un rato. Cuando terminó su copa, mi padre le preguntó a la enfermera: «Y ahora, ¿qué tal la penúltima?». Ella le sirvió más whisky y, mientras lo bebía, mi padre murió.

La presencia de otra mujer estimulaba a Wells. El pelo canoso peinado hacia atrás y las gafas le daban un aire germánico. Aparte de ver la televisión, en Chatham no había nada que hacer por las noches.

Michele dijo que habían visto Retorno a Brideshead.

-El actor que interpreta a Sebastian es maravilloso.

Wells hizo un comentario grosero.

-Creía que ésta iba a ser una noche saludable en cuerpo y alma -repuso Michele.

-Ah, sí, lo recuerdo -admitió Wells.

LaConcesionFrancesaEn realidad a ella le gustaban las anécdotas obscenas, siempre que se contaran en privado y tuvieran cierto aroma literario o histórico. A veces Wells se refería a su coño como la Concesión Francesa, y a partir de ahí no se cortaba. Se había enamorado de su mujer antes de verla, solía decir. En la casa de al lado observó unas piernas que estaban tendiendo una sábana.

-Nunca imaginas qué los atrae -dijo Michele-. Al día siguiente nos habíamos fugado a México.

Cuando el camarero les dejó la carta, Wells se quitó las gafas para examinarla con mayor detalle. Luego, tomándose su tiempo, formuló varias preguntas sobre los platos y la forma de prepararlos. Había algo en la campechana espontaneidad de sus maneras que le permitía esa clase de conducta.

-¿Qué pedimos, tinto o blanco? -preguntó Bowman.

Eligieron tinto.

-¿Cuál es el mejor tinto?

-El Amarone -dijo el camarero.

-Tomaremos una botella.

AmaroneVeneto-Un gran vino -dijo Wells-. Del Véneto, probablemente la región más civilizada de Italia. Venecia fue durante siglos el centro del mundo. Cuando Londres era un inmundo poblacho en crecimiento, Venecia era la reina. Shakespeare situó cuatro piezas suyas allí: Otelo, El mercader de Venecia, Romeo y Julieta

- Romeo y Julieta -dijo Ann-. ¿No es en Verona?

-Bueno, eso está al lado -respondió Wells.

Cuando llegó la comida centró toda su atención en el plato. Comía como un obispo y hablaba con la boca llena.

-Nunca he estado en Venecia -dijo Ann.

-¿No?

-No, nunca.

-La mejor época es enero. No hay mucha gente. Y llévate una linterna para ver los cuadros. Están en iglesias tenebrosas. Puedes echar una moneda para que se enciendan las luces, pero sólo duran unos quince segundos. Conviene tener tu propia luz. Y no cojas un hotel en la Giudecca, está demasiado lejos de todo. Si vas a Venecia, avísame y te diré qué cosas debes ver. Lo mejor es el cementerio, la tumba de Diáguilev.

Ann parecía fascinada por cada palabra suya.

TumbaDiáguilev3-La tumba de Diáguilev no es lo mejor -disintió Bowman.

-Bueno, como si lo fuera. Juguemos a este juego: lo mejor de París, lo mejor de Roma, lo mejor de Ámsterdam, y el ganador se lleva un premio.

-¿Qué premio?

El premio sería Ann Hennessy, pensó Wells, pero no estaba lo bastante borracho para anunciarlo en voz alta.

Fue una cena muy grata. El Amarone era sabroso y pidieron otra botella. El rostro de Ann resplandecía. Catalizaba la noche. Bowman no había explorado la gracia de sus manos. Ahora veía sin sombra de duda que se trataba de la antigua amante de Baum, pero ella tenía el arte de eludir cualquier sospecha. Le bastaba mirarla para desvelar el secreto. Intuyó su error durante la larga despedida en la oscura calle: se apretaba las manos contra el regazo como una chiquilla, y algo, la vitalidad tal vez, se disipaba. Paró un taxi y Ann subió primero sin decir palabra.

-Lo he pasado muy bien -dijo Bowman cuando ya estaban en marcha.

Ella no respondió.

-Has estado maravillosa -añadió él.

-¿Ah, sí?

-De verdad.

Luego ella empezó a buscar sus llaves en el bolso.

Su apartamento estaba en Jane Street. No había portero, sólo dos puertas de cristal cerradas.

-¿Quieres subir? -propuso Ann de improviso.

-Sí. Sólo un rato.

Vivía en el tercer piso y subieron andando. El ascensor estaba estropeado. Cuando entraron en el apartamento, Ann encendió las luces y se quitó el abrigo.

AllThatIs3-¿Quieres beber algo? -ofreció-. No tengo gran cosa, creo que sólo hay algo de whisky.

-Bien, tomaré un poco.

Ella encontró la botella y un vaso, pero no se sirvió nada. Le puso el whisky a él y se sentó casi en el otro extremo del sofá. Bowman notó que estaba un poco bebida, pero había recobrado cierto encanto elemental gracias a los pantalones y la camisa de volantes. Ella lo miraba. Quería hablar. Quería decir algo, pero no abrió la boca. Siguió callada. Bowman se sentía incómodo. Por hacer algo, se le acercó y empezó a besarla reposadamente. Ella parecía pensárselo.

-Debería irme a casa -dijo Bowman.

-No te vayas -repuso Ann-. Puedes… -No terminó la frase-. No te vayas.

Se inclinó para quitarse los zapatos. Su instinto le aconsejaba no abrazar a aquel hombre. No se sentiría cómoda. Se levantó y fue sin prisa al dormitorio. Él pensó que iba a caer desmayada. Al cabo de unos instantes se acercó a la puerta del cuarto.

-¿Podrías echarte en la cama conmigo? -pidió.

HuntersPointStati3En el andén de Hunters Point, donde solía coger el primer tren los viernes de primavera y otoño, caminó hasta el lugar donde se detendrían los últimos vagones. Eran las cuatro menos cuarto y había muy poca gente esperando. Vio a un anciano con traje de lino y un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, camisa azul y corbata, leyendo la página doblada de un periódico con la ayuda de una lupa, un viudo solitario o tal vez un hombre que jamás se había casado. Pero ¿qué hombre de esa edad no se ha casado? Se apearía en Southampton, como probablemente había hecho durante muchos años, para adentrarse en el crepúsculo.

El tren llegó. Las escaleras metálicas que daban a la calle resonaban al paso de los viajeros. Bowman subió al vagón y ocupó un asiento junto a la ventanilla. Era un consuelo ir al campo. Tenía todo el fin de semana por delante. Los revisores, con sus gorras azules, comprobaban la hora. Y por fin, con una ligera sacudida, el tren se puso en marcha.

AllThatIs1Leyó un rato y luego cerró el libro. El tren iba dejando atrás los suburbios y las naves industriales. En los pasos a nivel se veían coches con los faros encendidos. Las avenidas estaban atestadas. Rebasaron casas, árboles, lugares ignotos, terraplenes, lagunas misteriosas. Había pasado muchas veces por allí. Nada sabía de todo aquello.

El año anterior había dejado la casa de Tivoli cuando el profesor regresó de Europa (había sido, como mucho, un entreacto). Le había prometido a Katherine que se verían en Nueva York, pero sus vidas se bifurcaban. Alquiló una casa no muy lejos de la primera que tuvo en Wainscott. Pensó que así recuperaría su antigua existencia. Ann Hennessy fue a pasar el fin de semana. Al principio hubo cierta incomodidad, pero desapareció durante la cena.

-Tengo una botella de Amarone -dijo Bowman.

-Sí, ya la he visto.

-Vaya, ¿y qué más has visto?

-Muy poco, estoy demasiado nerviosa.

-Bueno, el Amarone te tranquilizará.

-No lo creo.

HughHonourVeniceEl vino condujo a Venecia.

-Me encantaría ir -dijo Ann.

-Hay una guía espléndida, creo que está descatalogada, de un tal Hugh Honour. Un historiador. Es una de las mejores guías que he leído. Tal vez tenga un ejemplar en alguna parte. Honour va con un compañero llamado John Fleming. Los conocen como el Honor y la Gloria. Ingleses, por supuesto.

»No me gusta la palabra “gay” -prosiguió Bowman-. Hay personas demasiado ilustres para llamarlas gais. Tal vez pueda hacerse en privado, pero los emperadores romanos no eran gais. Se bañaban desnudos en estanques con unos jóvenes entrenados para el placer, pero suena muy raro llamarlos gais. Depravados, voluptuosos, pedófilos, eso sí, pero no gais. El término destruye la dignidad de la perversión.

-No había pensado en los emperadores romanos.

Kavafis LAdeV-Bueno, pues piensa en Cavafis. No se puede decir que era gay. O en John Maynard Keynes. Sería demasiado coloquial. Cavafis era un invertido, creo que él mismo usaba esa palabra, pero «gay» no equivale a lo mismo. Ahora bien, sí hay ciertas prácticas que se podrían considerar gais. ¿Las conoces? -preguntó improvisadamente.

-Puede que sí -dijo Ann-. No estoy segura.

-No intento sugerir nada -aclaró Bowman.

-Ya lo sé.

Aunque ella esperaba, Bowman no siguió con el tema.

Fue el primero de una larga serie de fines de semana. Se convirtieron en una pareja informal. No querían que se supiera en el trabajo, donde prefirieron ocultarlo, pero lo eran por las noches y en el campo. Allí tenían tiempo libre y ninguna obligación. Ann dormía con un camisón blanco muy sencillo que él le subía con cuidado desde la cintura. A veces se quedaba a medio camino si ella no se lo quitaba por la cabeza y lo lanzaba al suelo. Su piel desnuda estaba fría. Ella colocaba el brazo junto a su cuerpo con la mano abierta. Él buscaba un hueco en aquella palma alargada

En junio el agua todavía estaba demasiado fría para bañarse. Si Bowman se armaba de valor para meterse en el mar, al instante ya se había arrepentido. Pero los días eran largos y hermosos. Las playas aún estaban desiertas. A veces, a causa de las nubes, el sol se reflejaba en una franja de mar que se volvía blancuzca. El resto se mantenía gris o azul oscuro.

TuttoQuelEl océano estaba más caliente en julio. Iban a bañarse muy temprano. En el aparcamiento había una furgoneta con una abertura en un costado donde vendían café, sándwiches de huevo frito y bebidas frías. Algunos chiquillos jugueteaban o caminaban descalzos por el asfalto. La playa, casi vacía a aquella hora, se extendía hasta perderse de vista en ambas direcciones. El bañador de Ann era rojo oscuro. Sus brazos y sus piernas habían perdido la palidez de la ciudad.

La temperatura del agua era perfecta. Nadaron juntos quince o veinte minutos y luego se tendieron sobre la arena a tomar el sol. Soplaba poco aire y el día iba a ser caluroso. Tenían las cabezas juntas. En un momento dado, ella abrió los ojos un segundo, lo vio y volvió a cerrarlos. Después los dos se incorporaron. El sol caía a plomo sobre sus hombros. Había ido llegando más gente; algunos llevaban sombrillas y sillas.

-¿Nos metemos de nuevo? -preguntó Bowman poniéndose en pie.

-Vamos -dijo Ann.

Se metieron en el agua. Cuando les llegaba a la cintura se zambulleron extendiendo los brazos y agachando la cabeza. El mar tenía un tono verde grisáceo, puro y sedoso con el suave oleaje. Esta vez no nadaron juntos, cada uno se fue por su lado. Bowman nadó hacia el este y fue cogiendo poco a poco un ritmo regular. El mar lo rodeaba, le pasaba por detrás, por delante, por abajo, de una forma que sólo le pertenecía a él. Había unos pocos bañistas más y a lo lejos se veían sus cabezas solitarias. Sintió que podía recorrer una gran distancia, se sentía fuerte. Si metía la cabeza en el agua veía el fondo, liso y ondulado. Nadó mucho tiempo, hasta que por fin dio la vuelta para regresar. Aunque estaba agotado, supo que no se cansaría de nadar en aquel océano, de seguir allí mientras durase el día. Al final salió del agua, exhausto pero feliz. No muy lejos, un grupo de chiquillos de diez o doce años corría hacia el agua en una larga fila irregular, las niñas con las niñas, los niños detrás de los niños, gritando de alegría, los rostros resplandecientes de júbilo. Empezó a caminar hacia Ann. Había salido del agua antes que él y estaba sentada con aquel bañador rojo que había distinguido desde muy lejos.

EtRienDautreCon una sensación de victoria que no habría sabido explicar, se secó delante de ella. Eran casi las once. El sol aplastaba como un yunque. Fueron hasta el coche aparcado junto a la carretera. Las piernas de Ann parecían más bronceadas cuando se acomodó en el asiento. Los pómulos se le habían quemado. Él se sentía completamente feliz. No quería nada más. La presencia de Ann era un milagro. Era la treintañera de los relatos y obras teatrales que por alguna razón o circunstancia o azar no ha encontrado un hombre. Atractiva, capaz de contagiar vida, una rara avis, la fruta madura que ha caído intacta al suelo. Ella nunca hablaba de su futuro. Y nunca, salvo en los arrebatos de entusiasmo, mencionaba la palabra «amor». Pero aquel día, mientras se secaba frente a ella, recién salido del agua, Bowman estuvo a punto de pronunciarla arrodillándose a su lado para anunciarle todo lo que sentía. Estuvo a punto de decirle «¿Te casarías conmigo?». Y aquél habría sido el momento adecuado, eso lo sabía muy bien.

Pero no estaba seguro, ni de sí mismo ni de ella. Era demasiado mayor para casarse. No quería un compromiso tardío y sentimental. Ya estaba demasiado escarmentado para caer en esa clase de cosas. Se había casado una vez, completamente entregado, y todo había salido mal. Se había enamorado perdidamente de una mujer en Londres, pero su amor se había desintegrado. Como si lo hubiera decidido el destino, una noche había conocido a una mujer en el encuentro más romántico de su vida, pero luego había sido traicionado. Creía en el amor (la vida aún creía en él), pero ahora quizá ya era demasiado tarde. Tal vez podrían continuar del mismo modo durante toda su vida, como las vidas preservadas en el arte. «Anna -así había empezado a llamarla-, Anna, por favor, ven y siéntate a mi lado».

Wells había vuelto a casarse cuando estaba aún menos seguro. Había visto unas piernas de mujer en el jardín de la casa de al lado e iniciado una conversación. Se EBishop Lotaescaparon y la nueva esposa construyó su vida en torno a él. Tal vez se trataba de hacer algo así y reajustar la vida. Tal vez podrían viajar. Siempre había querido ir a Brasil, al país donde Elizabeth Bishop vivió con su compañera, Lolta Soares, y los dos ríos, uno azul y otro pardo, sobre los cuales escribió un poema. Siempre había querido regresar al Pacífico, donde yacía la única parte temeraria de su vida, y atravesar su inabarcable vastedad dejando atrás los grandes nombres olvidados, Ulithi, Majuro, Palau… Y visitar tal vez algunas tumbas, la de Robert Louis Stevenson o la de Gauguin, a diez días de Tahití. Y navegar en un velero hasta Japón. Ojalá pudieran planear viajes y alojarse en pequeños hoteles.

Ann había ido a visitar a sus padres. Era octubre y él estaba solo. Las nubes, aquella noche, eran de un azul oscuro, un azul que se veía muy raras veces tapando la luna, y recordó, como le ocurría a menudo, las noches que había pasado en alta mar o esperando el momento de levar anclas.

Se alegraba de estar solo. Se preparó la cena y luego se sentó a leer un rato con un vaso al alcance de la mano, como se había sentado a menudo en la diminuta sala del apartamento de la calle Diez, cuando Vivian se iba a dormir y él se quedaba leyendo. El tiempo no tenía límites, las mañanas, las noches, toda la vida quedaba aún por delante.

MMonarca2Pensaba a menudo en la muerte, pero casi siempre como un impulso de lástima hacia un animal o un pez, o cuando veía la hierba moribunda del otoño o las mariposas monarca aferrándose a las plantas de algodoncillo para alimentarse antes de emprender su gran peregrinación funeraria. ¿Podrían llegar a saber el gigantesco esfuerzo que iba a costarles aquel viaje, la heroica fortaleza que les exigiría? Pensaba en la muerte, pero nunca había sido capaz de imaginarla, el no ser mientras todo lo demás seguía existiendo. La idea de pasar de este mundo a otro le parecía demasiado fantástica para creer en ella. Y lo mismo le ocurría con la idea de que el alma iba a elevarse, por algún procedimiento inexplicable, para habitar eternamente en el infinito reino de Dios. Allí te encontrarías con todos los conocidos y también con los desconocidos, los innumerables muertos que iban acumulándose en cantidades incalculables pero no infinitas. Sólo estarían ausentes quienes creen que no hay nada al otro lado, como decía su madre. No existiría el tiempo, el tiempo pasaba en una hora como cuando uno se queda dormido. Sólo habría dicha.

Ocurre lo que piensas que va a ocurrir, dijo Beatrice. A ella le habría gustado ir a un sitio bonito, Rochester, dijo bromeando. Bowman había imaginado ese lugar como un río oscuro ante el cual se alinean las largas filas de quienes esperan al barquero con la resignación y la paciencia que requiere la eternidad, despojados de todo salvo de una última y única posesión, un anillo, una foto o una carta que representa lo más querido y lo ya para siempre perdido, pero que ellos esperan, al ser cosas tan nimias, poder llevar consigo. Él tenía una carta así, la de Enid: «Los días que he pasado contigo han sido los más hermosos de mi vida».

wattpadCOM¿Y qué ocurriría si no hubiese río, tan sólo hileras infinitas de gente desconocida, gente que ha perdido toda esperanza como ocurría en la guerra? Lo obligarían a entrar en una de esas filas y esperar eternamente. A menudo se preguntaba cuánto le quedaba de vida. Sólo estaba seguro de una cosa: fuera como fuese, su futuro sería el de quienes habían vivido antes que él. Iría a donde todos habían ido, y con él (eso era más difícil de creer) iría todo lo que había conocido: la guerra, el señor Kindrigen y el mayordomo que le servía café, los primeros días en Londres, el almuerzo con Christine, su cuerpo esplendoroso, que parecía ser una entidad propia, nombres, casas, el mar, todo lo que había conocido y también todo lo ignorado pero aun así existente, las cosas de su tiempo, de los años que había vivido: los transatlánticos a punto de zarpar con su belleza indomable, la orquesta que toca mientras los remolcadores los arrastran mar adentro, el agua verde que se expande ante ellos, el Matsonia zarpando de Honolulú, el Bremen , el Aquitania , el Île de France y las barcas que navegan siguiendo su estela. La primera voz que oyó, la de su madre, ya no estaba al alcance de su memoria, pero podía rememorar la dicha que sentía junto a ella cuando era niño. Recordaba a sus primeros compañeros de colegio y todos sus nombres, las aulas, los profesores, los detalles de su propia habitación: la vida que iba a quedar al margen de todo juicio, la vida que se había abierto ante él y había sido suya.

Aquella tarde, mientras arrancaba las malas hierbas del jardín, agachó la cabeza y vio asomar un par de piernas que parecían de un hombre mucho más viejo. Se dio cuenta de que no debía ir por la casa en pantalones cortos si Ann estaba allí. Tampoco debía quedarse en camiseta o ponerse el kimono de algodón que apenas le llegaba a las rodillas. Debía ser muy cuidadoso con esas cosas. Siempre llevaba traje cuando entraba o salía de casa. El que vestía aquella tarde era de Tripler & Co., azul oscuro de fina raya diplomática.

Ése fue el traje que se puso para el entierro de su tía en Summit. Asistió con Ann (le pidió que lo acompañase). El funeral se celebró a las diez de la mañana. Duró muy poco y se marcharon enseguida. Habían ido en el primer tren del día. Cuando cruzaban las marismas a la temprana luz azulada, Nueva York parecía a lo lejos una ciudad extranjera, un lugar donde uno podría ser feliz. Por el camino le habló de su tía, Dorothy, la hermana de su madre, y de su maravilloso tío Frank. Le habló del restaurante Fiori, con la felpa roja, donde unas parejas se detenían a cenar antes de volver a casa después del trabajo y Rigolettootras llegaban más tarde con la esperanza de que nadie las viera. Hacía muchos años que ya no existía, pero aquella mañana le parecía real, como si pudieran ir allí y sentarse con una copa mientras sonaba Rigoletto esperando que la camarera les sirviera los filetes un poco chamuscados con mantequilla derritiéndose encima. Quería llevarla a aquel lugar.

Su mente vagó hacia otros mundos, hacia la gran ciudad fúnebre con sus palacios y canales callados, con el emblema de sus temibles leones.

-¿Sabes? -dijo-, he pensado en Venecia. No estoy seguro de que Wells tuviera razón respecto al mejor momento para ir. En enero hace un frío del demonio. Tengo la impresión de que sería mejor ir un poco antes. ¿Qué más da si hay mucha gente? Puedo preguntarle por los hoteles.

-¿Lo dices en serio?

-Sí, vayamos en noviembre. Lo pasaremos muy bien.

 

 

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