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Fragmentos de libros. LA MUERTE EN VENECIA de Thomas Mann  Final II:

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... Una tarde, Aschenbach se había hundido en el laberinto de callejuelas de la ciudad enferma. Su estado febril le hacía caminar desorientado. Las callejas, los canales, fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras. Por eso procuraba no despistarse y se veía obligado a esconderse de un modo lamentable, oprimiéndose DerTodInVenedigEdAlemanacontra un muro, buscando protección tras algún transeúnte que le precedía, perdida ya la conciencia del cansancio y agotamiento en que habían sumido a su espíritu y su cuerpo su excitación sentimental y la perpetua ansiedad en que vivía.

Tadrio iba detrás de los suyos; en sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a sus hermanas, y caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para asegurarse con una mirada de sus singulares, ojos de ensueño de que Aschenbach los seguía. Veíalo y no lo denunciaba. Los polacos habían atravesado un puente ligeramente combado; la altura del arco los escondía a los ojos de su perseguidor, de tal manera que cuando éste llegó arriba, ellos habían desaparecido. Los buscó vanamente en tres direcciones, caminó adelante y a ambos lados del muelle angosto y sucio. El cansancio y el desfallecimiento lo obligaron a suspender sus pesquisas.

   

Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ViscDeathPozoante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes. 

Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.

Echo2011 ThomasDoddEcho, 2011 © Thomas Dodd    http://www.thomasdodd.com/

Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino Erosde la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.

DerTodInVenedig Acuarela

Algunos días después, Gustavo von Aschenbach, que se sentía mal, salió del hotel por la mañana más tarde de lo acostumbrado. Tenía que luchar con vértigos, sólo a medias corporales, acompañados de cierto terror violento, de cierto sentimiento de encontrarse sin salida y sin esperanza, y que no sabía claramente si se referían al mundo exterior o a su propia existencia. En el vestíbulo vio una gran cantidad de equipaje dispuesto para el transporte. Preguntó a un portero quiénes eran los viajeros y le respondieron que era la familia polaca por quien él se interesaba. Oyó la noticia, sin que los desfallecidos rasgos de su rostro se contrajesen, con aquella ligera inclinación de cabeza con que uno se entera distraídamente de algo que no le interesa, y preguntó: «¿Cuándo?» Le respondieron: «Después de comer.» Dio las gracias y se fue hacia el mar. 

DerTodInVenedig RCALa playa presentaba un aspecto desagradable. Sobre la ancha y plana superficie de agua que separaba la playa del primer banco de arena, se rizaban estremecidas y tenues olas que corrían de delante hacia atrás. Otoño y decadencia parecían abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de colores, y en aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún sitio, descansaba junto al mar sobre su trípode, y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al viento.

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Tadrio, junto con los tres o cuatro compañeros de juego que le habían quedado, corría a la derecha de su caseta; luego se puso a descansar en su silla de tijera, a mitad de camino entre el mar y la hilera de casetas, con una manta sobre las piernas. Aschenbach lo contemplaba por última vez. El juego, que no estaba ya vigilado, pues las mujeres debían de andar ocupadas con el equipaje, era más violento que de costumbre. Aquel chico robusto, con traje de marinero y cabello negro y liso a fuerza de pomada, a quien llamaban Saschu, excitado y cegado por un puñado de arena que le habían tirado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y comenzó una lucha que pronto terminó con la caída del polaco, que era el más débil. Después, como si en el instante de la despedida ese sentimiento de humillación que suele poseer el inferior se trocase en cruel brutalidad y quisiera tomar venganza de una larga esclavitud, el vencedor no dejó libre al vencido, sino que, apoyando sobre la espalda de éste sus rodillas, le oprimió la cara tan largo rato contra la arena, que Tadrio, a quien la caída había dejado ya casi sin aliento, parecía a punto de ahogarse. Sus intentos de desembarazarse de su opresor eran DerTodInVenedig Operacontracciones, que cesaban a ratos y sólo sobrevenían como una convulsión. Espantado, Aschenbach se disponía a intervenir en el instante en que el brutal Saschu soltó a su víctima. Tadrio, muy pálido, se incorporó a medias, y apoyándose en un brazo estuvo unos minutos inmóvil, el cabello en desorden y los ojos húmedos. Luego se levantó para alejarse lentamente. Sus compañeros lo llamaron alegremente al principio, luego temerosos y suplicantes. El moreno, que sin duda sintió en seguida el remordimiento de su falta, le alcanzó y quiso reconciliarse con él. Pero aquél lo rechazó con un movimiento de hombros. Tadrio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.

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Deteniéndose al borde del agua, con la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. LMenV FtgramaSeparado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimiento de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infinita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De  pronto, como si lo impulsara un recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El contemplador estaba allí, sentado en el mismo sitio donde por primera vez la mirada de aquellos ojos de ensueño se había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.

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Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.

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