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Fragmentos de libros.  TRAINSPOTTING de Irvine Welsh   Final II:

Acceso/Volver al FINAL I de este libro: MuroBenidormTrains177
Continúa...     (Se muestra alguna información de las imágenes al sobreponer el ratón sobre ellas)

Último capítulo. Recordamos:    Flagrante Spoiler.

(Algunas de las imágenes que incorporamos para acompañar al texto son fotogramas de Trainspotting, película británica de 1996 basada en esta novela y de T2: Trainspotting su secuela, ambas dirigidas por Danny Boyle.)

... Spud sonríe y levanta las cejas. Mirándole, Renton piensa: Nunca adivinarías lo mucho que hay en juego. Ésta es la grande, no hay duda. Le hacía falta ese chute, para mantener los nervios bajo control. Había sido el primero en meses.

Begbie se vuelve, con los nervios crispados, y les hace una mueca furiosa, casi como si hubiera captado su irreverencia. «¿Dónde cojones está Sick Boy

Mandanga«Eh, a mí que me registren, digamos», se encoge de hombros Spud. «Estará aquí», dice Renton, señalando la bolsa de Adidas con la cabeza. «Tienes ahí un veinte por ciento de su mandanga.»

Esto desencadena un ataque de paranoia. «¡No hables tan jodidamente alto, puto desgraciao!», le espeta Begbie. Mira fijamente a los demás pasajeros a su alrededor, sintiendo desesperadamente la necesidad de que uno, al menos uno, le sostenga la mirada, para proporcionarle un blanco sobre el que desencadenar la furia que lleva dentro y que amenaza con desbordarle, y a la mierda las consecuencias.

No. Tenía que controlarse. Había demasiado en juego. Todo estaba en juego.

Pero nadie mira a Begbie. Los que son afines a él perciben las vibraciones que emite. Emplean ese talento especial que tiene la gente: hacer como que los majarones son invisibles. Ni siquiera sus compañeros quieren cruzarse con su mirada. Renton se ha echado su gorra de béisbol verde sobre los ojos. Spud, que lleva una camiseta de fútbol de la República de Irlanda, le está echando el ojo a una mochilera rubia que acaba de quitarse la mochila para ofrecerle una perspectiva de sus ajustados vaqueros. Segundo Premio, que está un poco apartado de los demás, se limita a beber sin parar, en actitud protectora hacia el lote de considerable tamaño que descansa a sus pies en dos bolsas de plástico blanco.

  _  

En la sala de espera, detrás del quiosco que se hace llamar pub, Sick Boy habla con una chica llamada Molly. Es prostituta y seropositiva. A veces merodea por la estación en busca de clientes. Molly está enamorada de Sick Boy desde que él se morreó un día con ella en un cochambroso disco-bar de Leith hace unas semanas. Sick Boy había hecho un aseveración acerca de la transmisión del virus en estado de ebriedad y para ejemplificarla había pasado la mayor parte de la noche dándole besos con lengua. Más tarde, tuvo un ataque de nervios malísimo y se cepilló los dientes media docena de veces antes de disponerse a pasar una noche de insomnio llena de ansiedad.

Sick BoySick Boy ha estado espiando a sus amigos desde detrás del pub. Ha dejado a los capullos esperando. Quiere asegurarse de que ningún guripa se les eche encima antes de que suban al autobús. Si eso ocurre, que se coman el marrón esos capullos.

«¡Déjame uno de diez, muñeca!», le pide a Molly, sin olvidar que tiene una participación de tres y medio de los grandes en el contenido de la bolsa de Adidas. Esto son pluses, no obstante. Esto es flujo de efectivo, que siempre resulta un problema.

«¡Aquí tienes!» El modo incondicional con que Molly echa mano del monedero casi enternece a Sick Boy. Después, con cierta amargura, se da cuenta de lo grueso que es el fajo, y maldice interiormente por no haberle pedido veinte.

«¡Gracias, nena!… bueno, será mejor que te deje con tus clientes. Londres me llama.» Le despeina el cabello rizado y la besa; esta vez, sin embargo, un irrisorio roce en la mejilla.

«Llámame cuando vuelvas, Simon», le grita ella a sus espaldas, mirando cómo su cuerpo magro pero firme se aleja de ella brincando. Él se vuelve.

«Tú intenta impedirlo, nena, tú intenta impedirlo. Ahora cuídate.» Le guiña un ojo y le muestra una sonrisa abierta y cordial antes de volverle la espalda.

Trainspotting Cara2«Zorrilla hecha polvo», murmura en voz baja, con una gélida expresión de enojo y desprecio. Molly era una aficionada, ni de lejos lo bastante cínica para el juego en el que estaba metida. Una víctima total, piensa, con una extraña mezcla de compasión y desdén. Dobla la esquina y brinca hasta los otros, con la cabeza girando de un lado a otro, tratando de detectar la presencia de la policía.

No le agrada lo que ve mientras se preparan para fletar el autobús. Begbie le maldice por su retraso. Siempre tenías que tener un ojo atento a ese desgraciao, pero con lo alta que era la apuesta, se suponía que estaría aún más irascible de lo habitual. Se acordaba de los rocambolescos planes de violencia por si había problemas que Begbie había parido durante la repentina fiesta que habían montado la noche anterior. Su genio podría mandarles a todos a prisión de por vida. Segundo Premio se hallaba en un avanzado estado de embriaguez; era de suponer. Por otra parte, ¿con qué clase de charla de borracho parlanchín habrá salido el capullo antes de llegar allí? Si no sabe dónde está, ¿cómo coño puede esperarse que sepa lo que dice? Este trapicheo es chunguísimo, reflexiona, dejando que un escalofrío ansioso le recorra.

  _  

Lo que más le jode a Sick Boy, sin embargo, es el estado de Spud y Renton. Era obvio que iban hasta las orejas de jaco. Era muy propio de aquellos hijoputas cagarla. Renton, que llevaba siglos desenganchado, desde mucho antes de mandar a hacer puñetas su empleo de Londres y volver a subir, no pudo resistir ese jaco colombiano sin cortar que les había suministrado Seeker. Era auténtico, había sostenido, una oportunidad única en la vida para un yonqui de Edimburgo acostumbrado a la heroína barata del Pakistán. Spud, como siempre, se apuntó al carro.

Spud EwenBremmerAsí era Spud. Su capacidad para transformar sin esfuerzo el más inocente de los pasatiempos en actividad delictiva siempre había asombrado a Sick Boy. Ya en las entrañas de su madre, uno habría tenido que calificar a Spud menos de feto que de conjunto aletargado de problemas de drogas y personalidad. Probablemente llamaría la atención de la policía derribando un salero en el Little Chef. Olvidémonos de Begbie, reflexiona amargamente, si hay un capullo que va a estropear la movida, será Spud.

Sick Boy mira de forma arisca a Segundo Premio, apodo procedente de su fantasía alcohólica de que sabía boxear, y los desastrosos resultados con que tropezó. El deporte de Segundo Premio no había sido el boxeo sino el fútbol. Fue de colegial una estrella internacional escocesa de notable habilidad que se fue al Manchester United con dieciséis años. En aquel entonces ya tenía un embrionario problema con la bebida. Uno de los milagros desconocidos del fútbol era cómo Segundo Premio había conseguido arrancarle dos años al club antes de ser devuelto a patadas a Escocia. La sabiduría popular decía que Segundo Premio había desperdiciado un gran talento. Sin embargo, Sick Boy comprendía cuál era la dura verdad. Segundo Premio era una amalgama de desesperación; en términos de su vida en conjunto, la capacidad futbolística era una desviación accidental más que el alcoholismo una cruel maldición.

  _  

Suben al autobús, Renton y Spud al estilo imagen congelada del picota. Están tan desorientados por la sucesión de los acontecimientos como por el jaco. Allí estaban, dando el gran golpe y largándose de vacaciones a París. Lo único que tenían que hacer era convertir el caballo en metálico, lo cual ya había sido preparado por Andreas en Londres. Sick Boy, no obstante, les había recibido como una pila llena de cacharros sucios. Estaba evidentemente de mal humor y Sick Boy creía que las cosas desagradables de la vida había que compartirlas.

Cuando sube al autobús, Sick Boy oye una voz que le llama por su nombre.

«Simon

«Otra vez esa zorra no», maldice en voz baja, antes de reparar en una chica más joven. Grita: «Coge mi asiento, Franco, sólo será un momento.»

Cogiendo su asiento, Franco siente odio mezclado con más de una punzada de celos al ver a una chica joven envuelta en un impermeable azul cogida de la mano de Sick Boy.

«¡Ese capullo y sus líos de chochos acabarán jodiéndonos a todos!», le gruñe a Renton, que parece atolondrado.

Begbie intenta adivinar la figura de la muchacha a través del impermeable. Ya la había admirado con anterioridad. Piensa en lo que le gustaría hacer con ella. Toma nota de que su cara es aún más bonita sin maquillar. Le cuesta fijarse en Sick Boy, pero Begbie ve su expresión de morritos y los ojos abiertos con fingida sinceridad. Begbie se pone cada vez más ansioso hasta que está a punto de levantarse y arrastrar a Sick Boy hasta el autobús. Cuando ya ha empezado a moverse del asiento, ve a Sick Boy regresar al vehículo, mirando afligidamente por la ventana.

brotherteddComEstán sentados al fondo del autobús, junto al retrete químico, que ya huele a pis derramado. Segundo Premio se ha adjudicado el asiento de atrás para él y su lote. Spud y Renton están sentados enfrente de él, con Begbie y Sick Boy delante de ellos.

«¿No era ésa la hija de Tam McGregor, eh, Sick Boy?», dijo Renton sonriéndole estúpidamente a través del hueco de los respaldos.

«Sí.»

«¿Aún te sigue agobiando?», pregunta Begbie.

«El capullo está mosqueado porque se la he estado metiendo a la guarra de su hija. Entretanto, él juega a estuprar a todas las pavitas que beben en su mierdoso club. Puto hipócrita.»

«Te paró en mitad de la calle al lado del Fiddlers, me dijeron. Nos contaron que te cagaste encima», se burla Begbie.

«¡Y una puta mierda! ¿Quién te ha contado eso? El capullo me dice: Si le pones un dedo encima… yo voy y le digo: ¿Ponerle un dedo encima? ¡Pero si llevo meses chuleándola, cacho cabrón!»

Renton sonrió burlonamente ante esto y Segundo Premio, que en realidad no lo ha oído, se ríe en voz alta. Todavía no está lo bastante mamao como para sentirse cómodo del todo prescindiendo completamente del más mínimo contacto social. Spud no dice nada, pero hace una mueca mientras la férrea presa del síndrome de abstinencia aprieta sus quebradizos huesos un poco más.

Begbie sigue sin estar convencido de que Sick Boy tenga las narices de plantarle cara a McGregor.

«Y una mierda. No eres capaz de meterte con ese cabrón.» «Vete a la mierda. Jimmy Busby estaba conmigo. Ese capullo de McGregor se caga delante de Buzz-Bomb. Todos los cashies [Diminutivo de casual. (N. del T.)] le tienen acojonao. Lo último que querría es un pelotón de Casuals destrozándole el local.»

«Jimmy Busby… ése no es un tipo duro. Un cagao es lo que es. Yo le metí a ese desgraciao en el Dean. ¿Te acuerdas de aquella vez, Rents, eh? ¿Te acuerdas de la vez que inflé al capullo de BusbyBegbie echa un vistazo por encima de su asiento en busca de apoyo pero Renton empieza a sentirse como Spud. Un espasmo le atraviesa el cuerpo y le sacude una tétrica náusea. Sólo puede asentir con la cabeza de forma poco convincente, en vez de suministrar los detalles que busca Begbie.

«Eso fue hace años. Ahora no lo harías», le opuso Sick Boy.

«¡Quién cojones no lo haría! ¿Eh? ¿Crees que yo no lo haría? ¡Puto desgraciao!», desafía agresivamente Begbie.

«Es un montón de mierda de todos modos», contraataca humildemente Sick Boy, empleando una de sus tácticas clásicas. Si no puedes ganar la discusión en sus pequeños detalles, enmierda el contexto.

Begbie Robert Carlyle«Ese capullo sabe que no le conviene meterse conmigo», dice Begbie, gruñendo en voz baja. Sick Boy no responde, sabiendo que se trata de una advertencia por poderes, dirigida a él, por vía del ausente Busby. Se da cuenta de que ha estado tentando a la suerte.

La cara de Spud Murphy está aplastada contra la ventana. Sufre su desgracia en silencio, chorreando sudor y con los huesos molidos. Sick Boy se vuelve hacia Begbie, aprovechando la oportunidad de hacer causa común.

«Estos capullos, Franco», dice cabeceando hacia atrás, «dijeron que seguirían desenganchados. Hijos de puta mentirosos. Nos joderán a todos.» Su tono es una mezcla de asco y auto-compasión, como si se resignase a que su suerte en esta vida fuera que todos sus pasos fuesen saboteados por los débiles necios que tenía la desgracia de tener que llamar amigos.

No obstante, Sick Boy no logra captar las simpatías de Begbie, a quien le disgusta su actitud aún más de lo que desaprueba el comportamiento de Spud y Renton.

«Déjate ya de putos lamentos. Tú has pasado por eso bastantes veces.»

«Hace siglos que no. Estos capullos empanaos nunca crecerán.»

«¿Así que no querrás nada de este puto speed, pues?», le provocó Begbie, picoteando algunos granos salados en papel de plata.

A Sick Boy le apetecería de verdad un poco de speed, para hacer más corto el viaje. Que le follen, sin embargo, si piensa suplicarle a Begbie. Se sienta, mirando al frente, sacudiendo suavemente la cabeza y murmurando en voz baja, con una tortuosa ansiedad en las entrañas que le impele a repasar agravio irresuelto tras agravio irresuelto. Entonces se levanta de golpe y va a hacerse con una lata de McEwan’s Export de la pila de Segundo Premio.

McEwansExport«¡Te he dicho que tenías que haber pillado tu propio lote!» La cara de Segundo Premio se asemejaba a la de un feo pajarraco cuyos huevos estuvieran amenazados por un depredador al acecho.

«¡Venga una lata pues, capullo agarrao! ¡Joder!» Exasperado, Sick Boy se golpea la frente con la palma. Segundo Premio le entrega una lata a regañadientes, que a fin de cuentas Sick Boy no puede beberse. Lleva algún tiempo sin comer y el fluido resulta pesado y desagradable al contacto con sus tripas vacías.

Detrás de él, el deslizamiento de Renton hacia la miseria de la abstinencia sigue su curso. Sabe que tiene que actuar. Eso significa dejar tirado a Spud. Sin embargo, no hay simpatía en los negocios, y mucho menos en éste que en ningún otro. Volviéndose hacia su compañero dice: «Tío, vaya un tapón más malo tengo en el culo. Tengo que pasar un rato en el cagadero.»

Por un segundo Spud vuelve a la vida. «¿No irás a pasar de mí, eh?» «Vete a tomar por culo», salta Renton convincentemente. Spud se vuelve y se funde miserablemente con la ventana otra vez.

Renton entra en el retrete y cierra la puerta. Limpia de pis el bordillo de la taza de aluminio. No es la higiene lo que le preocupa, sólo evitar una sensación húmeda sobre su piel hipersensible.

brotherteddCom2Coloca sobre la minúscula pila su cucharilla de cocinar, la aguja y las bolas de algodón. Sacando un pequeño paquete de polvo blanco amarronado del bolsillo, vierte diligentemente el contenido en su preciada pieza de cubertería. Absorbe 5 ml de agua con la jeringa y la echa lentamente en la cucharilla, cuidando de no tirar ningún grano. Su mano temblorosa se endereza con esa concentración que sólo la preparación del jaco puede facilitar. Paseando la llama del mechero de plástico de Benidorm bajo la cucharilla, remueve los tercos posos con la punta de la aguja hasta obtener una solución inyectable.

El autobús da violentos bandazos, pero él se mueve al compás; con el sentido vestibular del yonqui sintonizado, como el radar, con todos los obstáculos y curvas de la A1. No se derrama ni una preciosa gota cuando deposita la bola de algodón sobre la cucharilla.

Introduciendo la aguja en la bola, absorbe el herrumbroso líquido dentro de la cámara. Se arranca el cinturón, maldiciendo cuando el pasador queda enganchado en las trabillas de sus vaqueros. Lo libera a base de violentos tirones, que le provocan la sensación de que van a plegarse sobre sí mismas. Apretando el cinturón alrededor de su brazo justo por debajo de un bíceps enclenque, tensa con sus dientes amarillentos el cuero para mantenerlo afianzado. Los tendones de su cuello se ponen tirantes mientras mantiene la posición, hasta que aparece, a base de pacientes y estimulantes golpecitos, una renuente vena sana.

  _  

Un breve destello de indecisión resplandece en un rincón de su mente, únicamente para verse cruelmente ahogado por un espasmo retorcido que provoca convulsiones en su cuerpo chungo. Enfila diana, contemplando cómo cede la tierna carne ante el acero penetrante. Impulsa el émbolo parte de su recorrido, durante una fracción de segundo, antes de volver a retirarlo para llenar la cámara de sangre. Entonces afloja el cinturón y lo impulsa todo dentro de su vena. Levanta la cabeza y saborea el colocón. Se queda sentado durante un periodo que podría ser de minutos o de horas, antes de levantarse y mirarse en el espejo.

GuapoEspejo«Pero qué guapo eres, jodido», observa, besando su reflejo, sintiendo el frío vidrio contra sus cálidos labios. Se vuelve y coloca la mejilla contra el vidrio, para lamerlo a continuación. Entonces da un paso atrás y amolda sus rasgos hasta obtener una máscara de miseria forzada. Los ojos de Spud estarían sobre él en cuanto abriese la puerta. Tenía que arreglárselas para aparentar el mono, lo cual no iba a ser fácil.

Segundo Premio ha bebido lo suficiente para remontar una resaca paralizante y experimenta lo que podría describirse como fuerzas de flaqueza si su constante estado de embriaguez y abstinencia no hubiesen hecho superfluo tal término. Begbie, reparando en que ya están cada vez más cerca y no han sido detenidos por la Lothian and Borders Constabulary[** La gendarmería de Lothian (Edimburgo y alrededores) y los Borders (región fronteriza con Inglaterra). (N. del T.) ], la pasma, se halla más relajado. La victoria está al alcance de la mano. Spud concilia el difícil sueño del yonqui. Renton se siente un poco más animado. Hasta a Sick Boy le parece que las cosas van bien, y se suelta.

Esta frágil unidad resulta quebrada cuando Sick Boy y Renton inician una discusión sobre los méritos del Lou Reed pre y post Velvet Underground. Sick Boy se encuentra insólitamente trabado de lengua bajo el asalto de Renton.

«Nah, nah…», dice sacudiendo débilmente la cabeza y sin inspiración para contrarrestar los argumentos de Renton. Renton había robado el manto de la indignación que a Sick Boy le gustaba vestir en tales ocasiones.

BMussoliniSaboreando la capitulación de su adversario, Renton echa la cabeza atrás de forma ostentosa, doblando los brazos en un gesto de beligerancia triunfal, como había visto hacer una vez a Mussolini en un viejo reportaje.

Sick Boy se consuela husmeando entre los demás pasajeros. Hay dos viejas maris delante de él que miran de forma intermitente a su alrededor con cara de desaprobación y hacen referencias gallináceas al «lenguaje». Tienen, se da cuenta, el olor a pis y sudor de las viejas, parcialmente oscurecido por capas de talco rancio.

Frente a él se sienta una obesa pareja vestida con chandals de acetato. Los hijoputas de acetato son otra raza aparte, piensa cáusticamente. Habría que exterminarlos, joder. A Sick Boy le sorprendía que Begbie no tuviese un acetato en su vestuario. Una vez que recojan la pasta, piensa que le regalará uno al muy hijoputa, sólo para reírse un rato. Además, se promete a sí mismo obsequiar a Begbie con un cachorro de Pit Bull americano. Aunque Begbie no lo cuide, con el crío en casa no pasará hambre.

Había no obstante una rosa entre las espinas. Los ojos de Sick Boy cejan su escrutinio crítico MecheroBenidormde sus compañeros de viaje cuando enfocan a la mochilera teñida de rubio. Está completamente sola, delante de la pareja de los acetatos.

Renton se siente muy travieso y saca el mechero de Benidorm y empieza a quemar la coleta de Sick Boy. Se oye el crepitar del pelo, y otro desagradable olor más se mezcla con los demás al fondo del autobús. Sick Boy, percatándose de lo que sucede, se da la vuelta de un salto. «¡Vete a la mierda!», gruñe, azotando las muñecas alzadas de Renton. «¡Capullos infantiles!», resopla mientras las risas de Begbie, Segundo Premio y Renton se mofan de él, rebotando por el autobús.

Sin embargo, la intervención de Renton le proporciona a Sick Boy la excusa que apenas necesita para abandonarles y unirse a la mochilera. Se quita su camiseta «Los italianos lo hacen mejor», exhibiendo un torso fibroso y moreno. La madre de Sick Boy es italiana, pero lleva la camiseta no tanto para mostrarse orgulloso de sus orígenes como para incordiar a los demás con sus pretensiones. Se baja la bolsa y rebusca entre su contenido. Hay una camiseta de «Mandela Day», que era políticamente solvente y lo bastante rockera, pero demasiado machacada, MandelaDaydemasiado publicitada. Peor aún, estaba fechada. Tenía la sensación de que Mandela demostraría ser solamente otro capullo viejo y tedioso una vez que todo el mundo se acostumbrase a que estuviera fuera de la cárcel. Sólo le echó una rápida mirada a «Hibernian F.C. - European Campaigners» antes de rechazarla de inmediato. Los sandinistas también estaban pasados de moda. Se conformó con una camiseta de Fall que al menos tenía la virtud de ser blanca y realzaría su moreno de Córcega de la mejor manera. Poniéndosela, se puso en movimiento y se deslizó en el asiento de al lado de la mujer.

«Disculpa. Lo siento, voy a tener que unirme a ti. El comportamiento de mis compañeros de viaje es un poquitín inmaduro para mi gusto.»

Renton observa, con una mezcla de admiración y disgusto, la metamorfosis de Sick Boy desde despojo humano hasta hombre ideal de esa mujer. La modulación de la voz y el acento cambian de modo sutil. Una expresión de interés y sinceridad se dibuja en su cara mientras dispara preguntas seductoramente inquisitivas a su nueva acompañante. Renton se estremece al oír decir a Sick Boy: «Sí, yo también soy más bien purista en lo que atañe al jazz.»

«Sick Boy lo ha conseguido», observa, volviéndose hacia Begbie.

«Me alegro mucho por ese jodido cabrón», dice Begbie con amargura. «Al menos así el capullo caralarga estará lejos de mí. El puto capullo empanao no ha hecho otra puta cosa que quejarse desde que le he visto… el muy cabrón.»

«Todo dios está un poco tenso, Franco. Hay mucho en juego. Todo ese speed que nos metimos anoche. Es imposible que no estemos todos un poco paracas.»

«Deja de dar la cara por ese cabrón. A ese jodido vivales le hace falta una puta lección de modales. Puede que reciba una pronto y todo. Tener modales no cuesta una mierda.»

Renton ShatilovaVictoriaRenton, dándose cuenta de que la discusión no podía proseguir de manera fructífera, se acomoda de nuevo en su asiento, dejando que la mandanga le masajee, desmadejándole y deshaciendo los pliegues. Ciertamente era mercancía de calidad.

La amargura de Begbie para con Sick Boy no viene dada tanto por los celos como por el resentimiento porque le ha dejado solo; echa de menos estar sentado al lado de alguien. Tiene un gran puntazo de speed encima en estos momentos. Su mente se ilumina con una revelación tras otra, que considera demasiado buenas como para no compartirlas. Necesita alguien a quien hablarle. Renton percibe las señales de peligro. Detrás de él, Segundo Premio ronca estruendosamente. Poco partido le podía sacar Begbie a ése.

Renton se echa la gorra de béisbol sobre los ojos, al tiempo que despierta a Spud con el codo.

«¿Estás dormido, Rents?», pregunta Begbie.

«Mmmmm…», murmura Renton.

«¿Spud?» «¿Qué?», dice Spud con irritación.

Era un error. Begbie se revuelve en el asiento; apoyándose en las rodillas, se inclina sobre Spud y empieza a repetir una historia muy machacada.

«… así que estoy encima de ella, entiendes, como inmovilizándola y tal, y le da la burra, venga a chillar y tal y yo pensando joder, a esta guarra le mola cantidad, no te digo, pero me aparta, sabes, y sangraba por el coño como si fuese la semana del tapajuntas y a punto estaba yo de decir que a mí no me molesta, sobre todo con el puto rabo que se me había puesto, te lo juro. De todos modos, resulta que la capulla estaba abortando ahí mismo en ese momento.»

«Ya.»

«Sí, y te diré algo más de propina; ¿te he contado la vez que Shaun y yo nos enrollamos con aquel par de guarras en el Oblomov

«Sí…», gime Spud raquíticamente, mientras le parece que su cara es un tubo de rayos catódicos que está haciendo implosión lentamente.

El autobús se desvía para entrar en la estación de servicio. Aunque a Spud le proporciona un muy necesitado descanso, Segundo Premio no está contento. Acababa de conciliar el sueño, pero han encendido las desagradables luces del autobús, arrancándole cruelmente Tennent SuperLagerde su reconfortante sopor. Se levanta desorientado, en un estupor alcohólico; ojos aturdidos, incapaces de enfocar, zumbantes orejas asaltadas por una cacofonía de voces indiscernibles, boca reseca incapaz de cerrar. Alarga instintivamente la mano para coger una lata morada de Tennent’s Super Lager, dejando que el brebaje haga las veces de saliva.

Cruzan encorvados el puente de la autopista, perseguidos por el frío, además de la fatiga y las drogas que llevan en el cuerpo. La excepción es Sick Boy, que camina confiadamente a unos pasos por delante con la mochilera.

En la chillona cafetería Trust House Fort, Begbie agarra a Sick Boy del brazo y lo saca de la cola.

«No se te ocurra darle el palo a esa periquita. No queremos tener a la puta policía pululando a nuestro alrededor por unos pocos cientos de libras de la guita de vacaciones de una puta estudiante. No cuando llevamos jaco por valor de dieciocho de los grandes encima.»

«¿Me tomas por imbécil?», salta Sick Boy, indignado, pero confesándose simultáneamente a sí mismo que Begbie le había provisto de una oportuna llamada de atención. Había estado morreándose con la mujer, pero sus saltones ojos de camaleón escudriñaban frenéticamente en todo momento, intentando averiguar dónde escondía el dinero. La visita al café era su oportunidad. Begbie tenía razón, sin embargo, no era momento para nada semejante. No siempre puedes fiarte de tus instintos, reflexionó Sick Boy.

Se aparta de Begbie con cara ofendida y de morritos, y se reúne en la cola con su nueva amiguita.

Tras esto, Sick Boy empieza a perder el interés por ella. Encuentra difícil mantener un nivel de concentración aceptable ante sus excitados relatos de una estancia de ocho meses en España, antes de matricularse en un curso de posgraduada en Derecho en la Universidad de Southampton. Coge la dirección del hotel londinense donde va a quedarse, notando con cierto disgusto que es uno de esos hoteles baratos de Kings Cross, en vez de uno de esos sitios más salubres del West End, en los que disfrutaría estando un par de días. Tenía absoluta confianza en que le sacaría un polvo a esa tipa una vez que hubieran arreglado el negocio con Andreas.

SkyLine Londres

Por fin el autobús empieza a atravesar los suburbios de ladrillo del norte de Londres. Sick Boy mira nostálgicamente por la ventana cuando pasan el Swiss Cottage, preguntándose si una mujer a la que conocía aún trabajaría detrás de la barra. Seguro que no, razona. Seis meses es mucho tiempo detrás de la barra de un pub londinense. Aun siendo muy de madrugada, el autobús se ve obligado a ir a paso de tortuga al llegar al centro, y le lleva un tiempo deprimentemente largo arribar a la estación de autobuses de Victoria.

Desembarcan como si fuesen trozos de loza rotos vertidos de una maleta. Se monta una discusión sobre si deberían ir a la estación de ferrocarril y coger un metro de la línea Victoria hasta Finsbury Park o pillar un taxi. Deciden que es mejor coger un taxi que andar enredando por Londres con mogollón de caballo.

ThePoguesSe apiñan en el taxi diciéndole al conductor parlanchín que han bajado a ver el concierto de los Pogues, que iba a tener lugar en un pabellón en Finsbury Park. Era una coartada ideal, puesto que todos pensaban ir al concierto, mezclando así el placer con los negocios, antes de irse a París a descansar. El taxi casi recorrió el camino de vuelta del autobús, antes de detenerse en el hotel de Andreas, que tenía vistas al parque.

Andreas, que provenía de una familia de griegos londinenses, había heredado el hotel a la muerte de su padre. Con el viejo, el hotel había hospedado sobre todo a familias sin hogar en situación desesperada. Los ayuntamientos tenían la responsabilidad de encontrar alojamientos de corta duración para la gente en esas circunstancias, y como el distrito de Finsbury Park estaba repartido entre tres barrios distintos, Hackney, Harringey e Islington, el negocio había ido bien. Al hacerse cargo del hotel, sin embargo, Andreas vio que podía ser todavía más lucrativo como casa de citas para hombres de negocios londinenses. Aunque en realidad nunca llegó a la cumbre del mercado al que apuntaba, proporcionaba un santuario para un reducido número de prostitutas. Los clientes de ingresos medios de la City admiraban su discreción y la limpieza y seguridad de su establecimiento.

Sick Boy y Andreas se conocieron por haber salido con la misma mujer, que había quedado hechizada por ambos. Conectaron de inmediato y montaron algunos chanchullos juntos, básicamente pequeñas estafas de seguros y fraudes con tarjetas de crédito. Al hacerse cargo del hotel, Andreas empezó a distanciarse de Sick Boy, decidiendo que ahora estaba en otro nivel. No obstante, Sick Boy le entró con la historia de una partida de heroína de calidad a la que le había echado el guante. Andreas cargaba con la maldición de una peligrosa fantasía, vieja como la humanidad además: la de que podía codearse con malhechores para inflarse el ego sin pagar el precio correspondiente. El precio pagado por Andreas era reunir a Pete Gilbert con el consorcio de Edimburgo.

Gilbert era un profesional que llevaba mucho tiempo dedicándose al tráfico de drogas. Era capaz de comprar y vender cualquier cosa. Para él, era un asunto estrictamente de negocios, y se negaba a diferenciarlo de cualquier otra actividad empresarial. La intervención estatal bajo la forma de la policía y los tribunales constituía únicamente otro riesgo comercial. Era, no obstante, un riesgo que merecía la pena correr, teniendo en cuenta los extraordinarios beneficios. Un clásico intermediario, Gilbert era, por la naturaleza de sus contactos y su capital-riesgo, capaz de procurar drogas, almacenarlas, cortarlas y venderlas a distribuidores menores.

Pounds1980Desde el primer momento, Gilbert cala a los escoceses como fracasados de poca monta que se han tropezado con un gran negocio. Queda impresionado, no obstante, por la calidad de su mercancía. Les ofrece 15.000 libras, dispuesto a subir hasta las 17.000 libras. Ellos quieren 20.000 libras, y están dispuestos a bajar hasta las 18.000 libras. El trato se cierra en las 16.000 libras. Gilbert ganará un mínimo de 60.000 libras una vez que la mercancía haya sido cortada y distribuida.

Le resulta tedioso negociar con una pandilla de perdedores hechos polvo del lado equivocado de la frontera. Preferiría tratar con la persona que les hizo la venta. Si su proveedor estaba lo bastante desesperado como para venderles una mercancía tan buena a semejante pelotón de gambas, entonces es que en realidad no entendía del negocio. Gilbert podría haberle hecho ganar dinero de verdad.

Además de aburrido, era peligroso. Pese a sus aseveraciones en sentido contrario, sería imposible, decidió, que esa pandilla de Jocks hechos polvo fuera discreta nunca. Era más que posible que la unidad antidroga hubiese hecho que les siguieran. Por ese motivo, había colocado a dos tipos experimentados fuera, en el coche, con los ojos bien abiertos. Pese a sus reservas, cultivó a sus nuevos socios. Cualquiera que estuviese lo bastante desesperado como para venderles esa mandanga una vez, podría ser lo bastante imbécil como para volverlo a hacer.

Una vez concluido el trato, Spud y Segundo Premio se abalanzaron sobre el Soho para celebrarlo. Son los típicos chicos nuevos en la ciudad, atraídos por esa famosa milla cuadrada como los niños por una tienda de juguetes. Sick Boy y Begbie van a echar lo que resulta ser una disputada partida de billar en el Sir George Robey con un par de tíos irlandeses. Viejos zorros de Londres, se muestran despectivos ante la fascinación de sus amigos por el Soho.

CarnabyStreet«Lo único que van a conseguir allí son gorras de policía, unión jacks, señales de Carnaby Street y prohibitivas pintas de pis», se mofó Sick Boy.

«Conseguirían echar un puto polvo más barato en el hotel de tu colega, ¿cómo coño se llama?, ese capullo griego.»

«Andreas. Pero eso es lo último que quieren esos capullos», dice Sick Boy, ordenando las bolas. «Y ese cabrón de Rents. Es la enésima vez que intenta desengancharse. El muy imbécil mandó a tomar por culo un buen curro y un piso chachi aquí abajo y todo. Creo que nos iremos cada uno por nuestro lado después de esto.»

«Menos mal que él se ha quedado, de todos modos. Algún menda tiene que quedarse a vigilar el puto botín. Yo no le confiaría esa tarea a Segundo Premio o a Spud

«Ya», dice Sick Boy, preguntándose cómo podría dejar tirado a Begbie y marcharse en busca de compañía femenina. Se pregunta a quién llamar, o si ir a ver qué tal se le da la mochilera. Fuese lo que fuese, iba a moverse pronto.

De vuelta en el garito de Andreas, Renton está chungo, pero no tan chungo como les había hecho creer. Echa un vistazo al jardín trasero y ve a Andreas tonteando con Sarah, su amiguita.

BAdidas1980Mira atrás hacia la bolsa Adidas atiborrada de pasta; es la primera vez que Begbie la pierde de vista. Desparrama su contenido sobre la cama. Renton jamás ha visto tanto dinero junto. Casi sin pensarlo, vacía el contenido de la bolsa Head de Begbie, introduciéndolo en la bolsa Adidas vacía. Entonces mete el dinero en la bolsa Head, y mete su propia ropa dentro, encima del dinero.

Echa una rápida mirada por la ventana. Andreas tiene la mano metida dentro de la braga del bikini de Sarah y ella está riéndose y chillando: «Andreas, no… no…» Con la bolsa Head agarrada con firmeza, Renton se vuelve y sale corriendo sigilosamente de la habitación, bajando las escaleras que dan al corredor. Mira brevemente atrás antes de desfilar por la puerta. Si se encontraba con Begbie, era hombre muerto. En cuanto deja que esa idea tome forma en su cabeza, casi se desploma de miedo. No hay nadie en la calle, sin embargo. Cruza la calzada.

Oye ruidos y gritos y se para en seco. Un grupo de tíos jóvenes con camisetas de los Celtics, que evidentemente han venido a ver el concierto de los Pogues por la tarde, van dando tumbos en su dirección, totalmente hasta el culo de alcohol. Camina tenso hasta dejarlos atrás, pese a que ellos le ignoran; y, para alivio suyo, ve venir un autobús 253. Se sube y deja Finsbury Park atrás.

Renton lleva puesto el piloto automático cuando se baja en Hackney para coger un autobús hasta Liverpool Street. No obstante, sufre cierta paranoia con esa bolsa llena de dinero. Para él, todo el mundo es un atracador o tironeador en potencia. Cada vez que ve una chupa de cuero negro semejante a la de Begbie, la sangre se le hiela. Incluso piensa en regresar cuando está montado en el autobús que lo lleva a Liverpool Street, pero mete la mano en la bolsa y palpa los fajos de billetes. Ya en su lugar de destino, entra en una oficina del Abbey National y añade 9.000 libras a las 27,32 que había en su cuenta. El cajero ni siquiera pestañea. Después de todo, esto es la City.

LiverpoolStreetStation2Sintiéndose mejor con sólo 7.000 libras encima, Renton baja a la estación de Liverpool Street y compra un billete de ida y vuelta para Amsterdam, únicamente con intención de ir. Observa la transmutación del condado de Essex desde el cemento y el ladrillo hasta el exuberante verdor mientras rulan hacia Harwich. Hay una espera de una hora en Parkston Quay, antes de que el barco zarpe para Hook of Holland. Eso no es problema. A los yonquis se les da bien esperar. Hace unos pocos años, trabajó en ese ferry como camarero. Espera que no le reconozca nadie de aquella época.

La paranoia de Renton se apacigua en el barco, pero queda reemplazada por sus primeros sentimientos verdaderos de culpa. Piensa en Sick Boy, y en todas las cosas por las que habían pasado juntos. Habían compartido algunos buenos ratos, y algunos horrendos, pero los habían compartido. Sick Boy recuperaría la pasta; era un explotador nato. Era lo de la traición. Ya podía ver la expresión más-dolida-quefuriosa de Sick Boy. Sin embargo, ya llevaban años distanciándose cada vez más. Su antagonismo, en tiempos un juego, una actuación a beneficio de los demás, se había convertido lentamente, a través de ese modo de ritualizarse, en una trivialidad. Era mejor así, pensó Renton. En cierto modo, Sick Boy le comprendería, e incluso le admiraría a contrapelo por su acción. Su mayor ira se dirigiría contra sí mismo por no haber tenido los huevos de hacerlo él primero.

No hacía falta un gran esfuerzo para concluir que a Segundo Premio le había hecho un favor. Sentía lástima al pensar que Segundo Premio había empleado su dinero del consejo de compensación por daños criminales para respaldar su participación. Sin embargo, Segundo Premio estaba tan ocupado destruyéndose a sí mismo que apenas reparaba en que alguien le echase una mano. Igual daba que le dieses a beber una botella de herbicida que tres de los grandes para que se los gastara. Era una forma más rápida y en última instancia más indolora de matarle. Algunos considerarían que esa decisión incumbía a Segundo Premio, ¿pero acaso la naturaleza de su enfermedad no destruía su capacidad de optar con conocimiento de causa? Sonrió despectivamente ante la ironía de un yonqui como él, que acababa de darles el palo a sus mejores colegas, pontificando de ese modo. ¿Pero acaso era él un yonqui? Cierto, acababa de picarse otra vez, pero las lagunas entre sus temporadas de picota eran cada vez más grandes. Sin embargo, realmente no podía contestar ahora a esa pregunta. Sólo el tiempo podría hacerlo.

El auténtico sentido de culpa de Renton se centraba en torno a Spud. Quería a Spud. Spud jamás había hecho daño a nadie, si se exceptúa quizá un poco de angustia psíquica por culpa de su tendencia a liberar el contenido de los bolsillos, monederos y hogares de la gente. Pero la gente se calienta demasiado los cascos con esas cosas. Invierte demasiada emoción en los objetos. A Spud no se le podía hacer responsable del materialismo y el fetichismo mercantil de la sociedad. A Spud nada le había salido bien. El mundo se le había cagado encima, y ahora su colega se había unido a él. Si había una persona a quien Renton intentaría compensar, ése era Spud.

TheVineEso dejaba a Begbie. No podía sentir simpatía alguna por aquel cabrón. Un psycho que empleaba agujas de tricotar afiladas cuando iba a ajustarle las cuentas a algún pobre cabrón. Había menos posibilidades de chocar con la caja torácica que con un cuchillo, se jactaba. Renton se acordaba de la vez que Begbie rajó a Roy Sneddon con un vaso, en The Vine, absolutamente sin motivo. Nada aparte de que el tío tuviera una voz irritante y que Begbie tenía resaca. Fue atroz, repugnante y carente de sentido. Aún más feo que el acto en sí, era el modo en que todos, Renton incluido, se confabularon con él, incluso hasta el punto de crear escenarios ficticios para justificarlo. Era sólo otra forma de incrementar el estatus de Begbie como alguien al que no convenía buscarle las cosquillas, y el de todos ellos, indirectamente, por su relación con él. Lo veía como la representación de la máxima cobardía moral. Comparado con eso, su delito al darle el palo a Begbie era casi virtuoso.

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Por una ironía del destino, Begbie resultó ser la clave. Darle el palo a los colegas era la ofensa más grave de su código, y solicitaría la pena más severa. Renton había usado a Begbie, le había usado para quemar sus naves completa e irremisiblemente. Era Begbie el que aseguraba que jamás podría volver. Había hecho lo que quería hacer. Ahora nunca podría volver jamás a Leith, a Edimburgo; ni siquiera a Escocia. Allí no podía ser otra cosa que lo que era. Ahora, libre de todos ellos, de una vez por todas, podía ser lo que quisiera. Se sostendría o caería él solo. Esta idea le aterrorizaba y le excitaba al mismo tiempo mientras contemplaba la idea de vivir en Amsterdam.

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